Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

La leyenda urbana del cruce fatal por el cementerio

Una historia popular que, sin tener mucho contexto histórico veraz, se cuenta cómo secreto a voces entre jóvenes puntaltenses.

Fotos: gentileza Ariel Ramírez

Fernando Quiroga / Especial para “La Nueva.”

   De las interminables y más impresionables leyendas urbanas, cómo olvidar la que refiere sobre tres amigos que, en una noche de invierno, se topan con un cementerio y mientras que dos se disponen a rodearlo, uno de ellos decide atravesarlo para ser encontrado muerto. El número de los protagonistas difiere, también el motivo o la situación de la muerte, sin embargo, al igual que la “Dama con el vestido de la mancha de café”, esta popular leyenda urbana se ha extendido en varios lugares de la provincia Buenos Aires, la Pampa y San Luis.

   En Bahía Blanca no hay versiones registradas, quizás por la extensión de nuestro camposanto. No así en la vecina ciudad de Punta Alta, donde las seis hectáreas de cementerio invitan a que el relato obtenga un escenario más que propicio.

   La versión puntaltense nos sitúa en los años ‘70. El antiguo Barrio Gottling, en las afueras del ejido urbano, habría sido el lugar donde los tres amigos, Javier, Martín y Gonzalo, degustaban de un asado en una reunión de jóvenes. La noche fatal habría sido la madrugada helada de un sábado de julio de 1974, aunque otras voces advierten que el hecho podría haber acontecido tres años más tarde, en plena dictadura, en 1977. Como fuere, de los dos sobrevivientes, sólo dimos con el paradero de uno de ellos.

   En el viejo ‘Barrio de las Ranas’, antigua denominación puntaltense de Villa Nora, actual Barrio Laura, habría vivido hasta 1981, Javier Alejandro Palomo, apodado “El Ruso”. Aparentemente su paradero actual sería San Nicolás, pero al comunicarnos con la casa del hoy sexagenario, presunto testigo presencial del relato, nos negaron que hubiese relación alguna tanto con la situación como con la locación, aún manifestándoles a los interlocutores incómodos que los nombres familiares y registros por los cuales llegamos a esa comunicación coinciden plenamente con los de la familia formada por el entonces muchacho de 18 años.

   De una forma o de otra, la versión rosaleña del escalofriante relato goza de actualidad y presunta veracidad.

   Después de disfrutado el frugal encuentro gastronómico, los muchachos mencionados y otros presentes habrían despuntado el vicio de narrar historias de fantasmas;  llegando a la que asegura que los espíritus inquietos y ocultos de niños que murieron sin bautizarse, se manifiestan en perseguir y acechar a los vivos; tal vez por la envidia y el dolor de no poder haber desarrollado una vida propia. Otro amigo entrado en bebidas ‘espirituosas’, aseguraba haber visto en el cementerio de la localidad almas de niños rubicundos que flotaban por encima de la sección de tumbas infantiles, presididas por desorbitadas estatuas de ángeles de mirada torva. 

   Imbuidos en las fraguas de la animosidad y el desparpajo, uno de ellos propuso ir al cementerio a esa misma hora “a investigar” la veracidad de lo que contaban, situación fuertemente rechazada por un par de amigas “con los pies en la tierra”. La mecánica adolescente se redireccionó, Y muy pronto estaban concentrados en otros menesteres; todos menos Martín, quien para sus adentros ya había decidido entrar al camposanto. 

   La fría madrugada dio fin al encuentro entre amigos; se despidieron, cada uno rumbeó para un lugar diferente y Javier Martín y Gonzalo, los tres protagonistas de la leyenda urbana, comenzaron a surcar calle Roca, la cual, a la altura del barrio en donde estaban, se corta abruptamente en la parte de atrás del cementerio. Llegando al sórdido lugar, estratégicamente Martín “soltó” la iniciativa de llevar adelante “un desafío un tanto macabro” -tal cual lo habría dicho-: cruzar por el interior del cementerio para retomar la calle del otro lado, la cual sigue su recto recorrido. Ante la negativa irrevocable de sus amigos, y ya apelando a toda su terquedad, redobló la apuesta: les dijo que quería jugarles ‘una carrera’: ellos por afuera bordeando las seis hectáreas y él por adentro. Que si bien pareciese que tendría ventaja porque iría en línea recta, que no olvidasen que ellos iban a circular sin obstáculos, y que él se enfrentaría a diferentes desniveles, tipos de suelo y caminos; ya que los mausoleos, las cruces y las irregularidades de las construcciones le iban a dificultar el tránsito.

   Los dos amigos, divertidos y relajados, aceptaron en buen grado la bizarra empresa, viéndolo trepar por el cerco recuperable y oyendo a lo lejos, pisadas sobre la hierba mojada y el mármol infranqueable.

   Fue la última vez que lo vieron con vida.

   Javier y Gonzalo no se apuraron, abordaron el descampado de la calle lateral, 25 de Mayo, la cual a fines de los años 70 era prácticamente una huella; doblaron por la esquina blanca que se acercaba al ingreso por el otro lado de calle Roca y allí esperaron entre bromas y cargadas, la llegada del ‘demorado amigo’, al cual ya empezaban a llamar entre risas, advirtiéndole que no hacía falta que se esconda, que se ‘banque’ que había perdido la apuesta...

   Nada.

   Media hora, cuarenta minutos, una hora; y el encapotado cielo de las tres de la mañana era interpretado como el peor de los augurios para ambos.

   Nada.

   Martín no volvía. La incertidumbre, trocada en desesperación, les hacía persignarse y querer correr sin demoras al destacamento policial. Sin embargo, optaron por aquello que jamás hubiesen imaginado: entrar a buscarlo. 

   Saltaron la valla helada, la pared descascarada que presidía el acceso, y se internaron en la más profunda oscuridad. El viento pareció acompañar con un nuevo siseo húmedo la búsqueda impensada. Sendos y ocasionales claros de luna obraban de serpenteante vía, débilmente luminosos, entre las tumbas y los desniveles. Un vaho putrefacto que asemejaba el olor acre de la sangre, algo de descomposición y el frío creciente, coronaban una noche de presagios olvidables y siniestros. 

   Las filas de panteones se intercalaban abruptamente con ocasionales tumbas al ras de la tierra. Javier y Gonzalo, olvidando el pudor adolescente, se tomaban del brazo, del cuello y de las manos, avanzaban a horcajadas del misterio, eludiendo antiguos conceptos y llorando a viva voz.

   “¡Martín!”, gritó Gonzalo, entrecerrando los ojos que lagrimeaban, ante la borrasca creciente . 

   La efigie maldita de un búho cruzó la tempestad, y el cielo se iluminó en cúmulos indefinidos. 

   Comenzó a llover desconsoladamente.

   Javier se sacó la campera y la blandió en lo alto, para tapar ambas cabezas, y consecutivamente, el primer relámpago les marcó, en una horrorosa intermintencia, el camino definido hacia un claro abierto.

   En una terrorífica perspectiva, los amigos comenzaron a gritar desgañitándose.

   El cuerpo sin vida de Martín se levantaba inerte, de pie, con el cuello desgarrado y atravesado por una punta de hierro, pendiendo de una tumba alta y antigua de la zona de los niños, esas que guardan cuerpos de recién nacidos fallecidos, con un cerco de rejas que asemejan tremendos corralitos góticos de metal oxidado.

   Descompuestos, empapados, con el alma quebrada y el corazón desbocado, emprendieron una rápida huida por el mismo camino que habían entrado.

   Dicen que en el fin zigzagueante del cementerio helado hacia el muro que los separaba de la calle, entre la tormenta en su cenit y la confusión de la intempestiva retirada, vieron, no sin el miedo más grande jamás experimentado, una imagen vaporosa y estilizada con la campera de Martín, junto a figuras extrañas en el aire, espectros rubicundos que flotaban por encima de la sección de tumbas infantiles, presididas por desorbitadas estatuas de ángeles... con mirada torva.