Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Gritos de horror bajo la lluvia

Extraño testimonio sobre una aparición fantasmal  en el Hospital Naval de Puerto Belgrano.

Fernando Quiroga / Especial para “La Nueva.”

   ¿Por qué los hospitales suelen ser escenarios frecuentes de extrañas expresiones sobrenaturales? Antiguos nosocomios albergan manifestaciones ocultas, y en muchas oportunidades, se habla de sugestión, sin embargo algunos casos (muchos de estos contemporáneos) no sólo esgrimen la posibilidad de realidades insoslayables, sino que la sola mención, eriza la piel aún de los autoproclamados “no creyentes”.

   Según tradiciones vinculadas a la teúrgia (Aspectos secretos de la magia común a muchas civilizaciones antiguas) los espacios físicos guardan “retazos” de la esencia de quienes los han habitado, y son los sentimientos extremos, odio, dolor, amor, los que siguen manifestándose en los mismos pasillos y salas por los que caminaron hace ya mucho tiempo...

   La vivencia de Carolina, nativa de Calingasta (San Juan), es quizás una de las experiencias más fuertes entre los testimonios sobrenaturales, no solo de la zona, sino también de estos últimos años.

   “Decidí animarme a contarlo. Hasta el año pasado viví en Bahía Blanca, porque con mi marido nos quedamos en la zona, pero ahora nos radicamos en la Pampa. Dejé de trabajar para quedarme a criar a mis chicos, y lo que voy a contar, ocurrió cuando me había alistado como tropa voluntaria, en Puerto Belgrano, hace ya cuatro años”. 

   La entrevistada habla de la prestación de servicios navales que se efectúa por propia decisión cubriendo los requerimientos de personal de marineros de las unidades de combate y bases navales, dependencias y otros organismos de la Armada Nacional.

   Entre mates y tortas fritas, nos refiere una experiencia macabra digna de un guión cinematográfico.

   “En mi familia siempre fuimos creyentes, de hecho soy devota de la virgen de Salta (muestra una cadenita que pende su cuello con la imagen) porque si bien soy sanjuanina, viví desde los 4 años hasta los 18, en la falda del Cerro San Bernardo, en Salta capital. Sin embargo a lo que viví, no le encuentro explicación”. Nos recibe en la casa de su suegra, en un ambiente familiar y acogedor, en el que nos cuesta imaginar lo terrible de su experiencia.

   “En una oportunidad fui asignada al Hospital Naval. Todavía tengo recuerdos imborrables de la administración, excelentes personas que me trataron más que bien en mi paso por ese lugar”, recuerda sonriendo.

   También rememora la calidad de la atención.

   “Si bien vengo de la capital de una provincial y en Salta hay muy buena atención médica, sinceramente el ‘Naval’ tiene todo lo necesario”.

   En esas jornadas de alegres remembranzas, ocurrió lo imprevisible:

   “Me habían enviado al vestuario, no recuerdo las razones. No había traído abrigo, ni siquiera una camperita, y se sentía frío entre los árboles”.

   Eran las 20.30 de un martes de febrero de 2015. Carolina caminaba por la galería lateral de la enorme clínica, llamada popularmente ‘la glorieta’  camino al viejo vestuario de enfermeras militares y civiles, el que hoy se comparte con las empleadas de maestranza. Al frente, los grandes eucaliptos comenzaron a recortarle una figura inquietante. Había comenzado a llover, pero podía apreciarse una figura gris acercándose entre los árboles en dirección al primer edificio histórico del nosocomio castrense.

   “Entre los árboles, a cien metros de donde estaba, noté que se acercaba una mujer; al principio creí que se trataba de una hermanita (en clara alusión a las monjas que visitan diariamente el hospital) pero después me di cuenta que no, por lo ceñido de la ropa que llevaba. Era muy notable, y parecía como salida de un cuadro: tenia un vestido oscuro de esos de fiesta de gala -se persigna y hace un gesto con las manos indicando que llevaba un miriñaque- y la sensación que me dio era como que venía encima de algo, o era trasladada en algo con ruedas. Yo pensé que no le veía los pies por el vestido, pero la falda terminaba en algo oscuro, que no se divisaba bien. De lo que sí estaba y sigo estando segura –afirma con vehemencia y cierto pudor– es que no venía caminando; se desplazaba como si viniese sobre el aire”.

   Carolina, sin aliento, se quedó inmóvil al lado del bicicletero que une la glorieta con el segundo tramo que va a los vestuarios: “No sabía qué hacer y me quedé como cubriéndome detrás de un árbol y las bicicletas; nunca había sentido tanto miedo”.

   La figura siguió su derrotero uniforme y entró al edificio histórico.

   “Me agarró un pánico enorme, quería hacer todo a la vez y no podía; entonces me fui corriendo al vestuario para hablar con mi superior, que estaba ahí”.

   Llovía copiosamente y mientras se acercaba a su destino, también estaba próxima al lugar por donde había ingresado la extraña figura: “No quería ni mirar, me daba vértigo y sentía que me faltaba el aire”.

   Las tormentas de verano de estas latitudes se caracterizan por ser cortas, imprevistas y fatales. Una brisa del Sur poco usual, sumada a la humedad persistente bajaba la temperatura y colaboraba al escalofrío: “En un momento sentí frío, y coincidió cuando desapareció el último rayo de luz de la tarde”.

   Carolina llegaba al lugar donde se dirigía y la figura del viejo edificio de salud, fundado a principios del siglo XX, se recortaba inquieto en la espesura. Una escalera desvencijada preside la entrada al vestuario y allí se detuvo para guarecerse, debajo del pequeño techo que la cobijaba: “Ahí pare y no quería ni mirar para el edificio de enfrente, a tan solo unos metros”. Sin embargo no pudo hacerlo, un ruido inesperado hizo que tuviese que enfrentar sus más profundos temores.

   A nada más que cuatro metros de donde estaba, la figura la miraba, silenciosa y lúgubre, permaneciendo bajo la lluvia, inquietantemente concentrada en Carolina.

   “Sentí que se me aflojaban los pies; recuerdo que empecé a llorar y a rezar al mismo tiempo, y que ‘la mujer’ giró sobre sí misma y se alejó hacia la pared contraria”.

   Sin embargo no desapareció. Giró nuevamente hacia nuestra entrevistada y llevó su mano al pecho: “No me pregunten porqué, pero sentí que quería comunicarse. Es raro lo que voy a decir; pero en ese momento percibí que el miedo se me iba, que todo iba a estar bien”. 

   Oscura y resuelta, la dama levantó un brazo, se agachó y tomó parte de la tierra del piso. “Vi cómo el barro se deshacía en sus manos, fue muy extraño y a la vez cautivante” Carolina, maravillada y temerosa la vez, era testigo único de una epifanía inalcanzable: una de las pocas personas en el mundo, que podrían estar presenciando, la confluencia discutible y tremenda, entre nuestro universo y el espiritual. 

   La mujer levantó la cara al cielo y liberó un alarido que significó, drásticamente, el fin del instante místico. Presa de un terror inenarrable, Carolina subió por la escalera para entrar al vestuario, pero éste estaba cerrado. Gritando a más no poder, la abominación se agitaba y cruzaba la pared con las manos extendidas y la boca (o lo que parecía serlo; una herida abierta y sangrante sin forma) abierta y sufriente, se debatía en el alarido inolvidable.

   “Cerré los ojos y le pedía a nuestra Señora del Milagro que la aparte, que me deje en paz, pero también que ‘ella’ esté bien”.

   De repente, desde adentro del vestuario, se abrió la puerta y dos compañeras ayudaron a Carolina a ingresar; por ‘la glorieta’, un enfermero y un médico se acercaron corriendo al escuchar los gritos, porque definitivamente sí, se habían escuchado...

   Entre lágrimas, abrazos y explicaciones que se cortaban por el llanto y el estupor, las compañeras de Carolina le narraron a esta (como pudieron) situaciones muy similares frente a la misma aparición. Bajo la lluvia, el enfermero y el médico se miraban con sorpresa; definitivamente nadie hablaría jamás de lo ocurrido, pero todos, en mayor o menor grado, sabían que lo que habían visto o escuchado, era tan real como la lluvia que caía a sus pies en esos momentos.

   Y lo sería en silencio para siempre...