Crónica de un golpe de Estado
El más sangriento golpe de estado de la historia argentina estuvo precedido por días en los que la crisis política y económica dominaron la agenda en el marco de duros enfrentamientos sociales. A la par, las audaces acciones de los grupos guerrilleros exacerbaron los ánimos provocando abiertamente a las fuerzas armadas.
Ricardo de Titto / Especial para “La Nueva.”
En noviembre, desde las páginas de The New York Times el comentarista C. L. Suzberger anunciaba que la caída de Isabel era cuestión de tiempo: “Parece inevitable que las Fuerzas Armadas argentinas perpetren un golpe de Estado, probablemente en pocas semanas más, con el objeto de deponer el imprudente e ineficaz gobierno de María Estela Martínez de Perón. [...] Un ciclo histórico se ha cerrado”.
Para entonces el ejército, extendida su participación, concentraba el poder represivo y ejercía, de hecho, el mando de la Policía Federal, la gendarmería, las policías provinciales y el servicio penitenciario. Un diagrama nacional dividía al país en áreas, zonas y subzonas que facilitaban su operatividad y eran muchas las voces que le reclaman un papel político más abierto. En la iglesia, por ejemplo, al tono mesurado del arzobispo de Santa Fe, Vicente Zaspe se oponían otros, como monseñor Bonamín, vicario general de las Fuerzas Armadas: “¿Cuántas veces Dios se ha servido de personas morales como si fueran personas físicas, individualidades, para sus fines? ¿Y no querrá algo más de las Fuerzas Armadas, que esté más allá de su función de cada día, en relación a una ejemplaridad para toda la Nación [...] que se pueda decir de ellos que una falange de gente honesta, pura, hasta ha llegado a purificarse en el Jordán de la sangre para ponerse el frente de todo el país hacia los grandes destinos futuros?”.
El 18 de diciembre, con la conducción de Jesús Orlando Capellini, un alzamiento de la aeronáutica lanza proclamas sobre Plaza de Mayo y exige la renuncia del comandante del arma, Héctor Fautario. Tras algunos días de negociaciones y la mediación del obispo de Paraná, monseñor Tortolo, los golpistas deponen su actitud. El alzamiento evidencia la debilidad de las instituciones de la democracia ante el poderío militar: entre los sublevados solo Capellini recibe una detención transitoria y poco después Fautario es reemplazado para el brigadier Orlando Agosti.
En vísperas de Navidad, el 23 de diciembre el Ejército Revolucionario del Pueblo intenta copar el Batallón de Arsenales 601 de Monte Chingolo. Es una acción desesperada y suicida que, además, evidencia que su estructura está infiltrada por los servicios de inteligencia: el Ejército conoce el plan y espera el ataque con un operativo que causa un descalabro. El ERP pierde entre 80 y 100 de sus combatientes, la mayoría de ellos jóvenes con escaso adiestramiento.
A esta altura la capacidad operativa de los grupos guerrilleros les impedía emprender acciones de cierta envergadura: en diciembre el último foco de la guerrilla rural de Latinoamérica se reducía a algunas decenas de militantes dispersos, aislados y cercados en el monte tucumano. Justamente allí es donde se realizaron las primeras experiencias de “guerra sucia”, un focalizado antecedente del terrorismo de Estado que genera denuncias que se publican en Francia, Suecia y España. El ejército replica que, desde el 25 de mayo de 1973, ningún guerrillero ha sido condenado judicialmente.
Videla elige aquella provincia para dar su mensaje navideño destinado al gobierno y a todo el país: “Es imprescindible que el pueblo argentino y sus Fuerzas Armadas tomen conciencia de la gravedad de las horas que vive la Patria [...] la delincuencia subversiva, si bien se nutre de una falsa ideología, actúa favorecida por el amparo que le brinda una pasividad cómplice. [...] Miramos consternados a nuestro alrededor y observamos con pena, pero con la sana rabia del verdadero soldado, las incongruentes dificultades en las que se debate el país, sin avizorarse soluciones. Frente a esta tiniebla la hora del despertar del pueblo argentino ha llegado. La paz no solo se ruega, la felicidad no solo se espera, sino que también se ganan”.
Cuenta regresiva
Las palabras de Videla –como la previa acción de Capellini– recuerdan al 16 de junio de 1955, aquel ultimátum que anunció el derrocamiento de Perón con tres meses de anticipación. El ex presidente Frondizi es uno de los que anuncia los acontecimientos: “El Estado marcha a la deriva”, dice, y el 16 de diciembre el MID se retira del Frejuli, el frente de partidos gobernantes que había triunfado en 1973. Un mes después Raúl Alfonsín afirma que se vive en un “marasmo”. Entretanto, militares asumen en puestos clave: el general Albano Harguindeguy pasa a revistar como Jefe de la Policía Federal y el general (RE) Otto Paladino ocupa la dirección de inteligencia, la Side.
Al iniciar 76 Isabel intentó convencer a las Fuerzas Armadas de instrumentar un plan similar a la “bordaberrización” del Uruguay realizada en 1973, entregándole el poder de hecho y disolviendo el parlamento, pero manteniendo la figura presidencial. La crisis ya era tan profunda que el plan no tuvo espacio y terminó con el alejamiento del ala “política” que representaban los ministros Antonio Cafiero y Ángel F. Robledo. El nuevo ministro de Economía, Emilio Mondelli, lanzó entonces un “Plan nacional de Emergencia” que era una réplica atenuada del fallido “rodrigazo” de junio del año anterior: autorizó aumentos en las tarifas públicas, devaluó el peso un 82%, solicitó apoyo del FMI y otorgó minúsculos aumentos salariales. El plan Mondelli y el anuncio del adelantamiento de las elecciones –con la expresa salvedad de que Isabel no se postularía para la reelección– fueron dos medidas que el gobierno creyó que servirán para “calmar” a los militares y ganar tiempo.
Pero, como un calco de las jornadas de junio-julio del 75 que habían logrado desplazar a López Rega del poder, una ola de huelgas se levantó en todo el país y, otra vez, los líderes sindicales vacilaron: mientras una minoría impulsaba la movilización, otros más prudentes anteponían “no hacer olas” para defender el sistema constitucional. La Coordinadora de Gremios en Lucha moviliza a los obreros y llama a parar contra el nuevo plan mientras se producen otras 37 muertes como consecuencia de acciones terroristas, la mayoría, realizados por grupos de ultraderecha.
El limón exprimido
Guido Di Tella dice que los grupos de poder aplicaron sobre el gobierno la estrategia de la manzana podrida: “dejar que se pudriera hasta que la demanda pública de intervención militar fuese unánime”. Similar es la caracterización del historiador David Rock: “Mientras intensificaba la guerra con las guerrillas, el Ejército esperó hasta que los últimos vestigios del apoyo popular al gobierno se derrumbasen y el peronismo quedase deshecho”. Tal vez pueda verse el fenómeno como la estrategia del “limón exprimido”, al que se le saca todo el jugo posible (incitándolo a la ofensiva económica y represiva) antes de tirarlo. Sea como fuere, se sostuvo a la presidenta “con la soga al cuello”: en el parlamento se le inició una causa acusada de corrupción en el manejo de fondos de la “Cruzada de Solidaridad Justicialista” y se presentaron pedidos de juicio político que, finalmente, no se efectivizaron.
El 16 de marzo, con tono conmovedor, Ricardo Balbín, que antes había pedido poner coto a la “guerrilla fabril”, aseguró al país: “No tengo salidas” y en tenor similar se expresó el intransigente Oscar Alende. Deolindo Bittel, del Partido Justicialista intentaba variantes institucionales de salida a la crisis pero otros políticos como el ex marino Francisco Manrique eran terminantes: “el pronunciamiento militar es inevitable ya que el vacío de poder alguien lo tiene que llenar”. Al limón isabelista no le queda más jugo. Una vez más los nudillos golpeaban en los cuarteles.
Señala al respecto Pablo Mendelevich: “A fines de 1975 el sistema institucional estaba francamente roído, lo mismo que la confianza pública, mucho más dominada por el miedo que por la esperanza. Y la clase dirigente no era ajena al desgaste. Los obstetras del ‘Proceso’, más eficaces que los políticos, venían alfombrando el camino hacia el poder merced a la acción psicológica, a la guerrilla, a la Triple A fundada desde adentro del gobierno y a la grotesca inoperancia que éste mostraba para enfrentar la crisis. Recién en los días previos al golpe se hurgaron tres rutas institucionales para evitarlo: la asamblea legislativa que declararía la inhabilidad de la Presidenta y designaría un sucesor; el juicio político y la gestación de un acuerdo pluripartidario encargado de elaborar un programa de emergencia. La primera variante, reclamada por la mayoría de los partidos, fracasó cuando el senador Ítalo Luder la tachó de improcedente. El juicio político fue bloqueado por los senadores peronistas. El tercer plan salvador sí avanzó. Los partidos asociados le pusieron fecha a una nueva comisión bicameral que elaboraría un programa de gobierno. La fecha era el 24 de marzo, por la tarde”,
El colapso
La falta de salidas que acusaban la oposición no era distinta de la que reconocía el propio ministro de Economía Emilio Mondelli. En los primeros días de marzo, luego de desarrollar la gravedad de los índices económicos que heredaba de las tres gestiones anteriores, caracterizada por una caída del PBI del 3%, una baja de la inversión del 24% y un profundo déficit de la balanza de pagos que superaba los mil millones de dólares, recuerda el economista Antonio Elio Brailovsky: “No atinó a dar ninguna explicación de por qué las cosas andaban tan mal. Simplemente, coronó su discurso con un versículo del Evangelio según San Juan: ‘Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’”.
“Un aplauso para el pobrecito Mondelli” es el premio que pidió Isabel en la CGT y reclamando –con tono y gesto maternal– que “no sean malos con el ministro”. En veinte meses de gobierno, la inestabilidad política era la constante: en ocho ministerios habían desfilado nada menos que treinta y seis ministros.
Los Montoneros, por fin, redoblaron sus acciones provocadoras y lanzaron la “Tercera Campaña Militar Nacional Montonera”: “Debemos enfrentar a un ejército que todavía es más poderoso que el nuestro –bajaba línea Evita montonera– y nuestra respuesta debe ser una guerra de desgaste, es decir aquella forma de combate que nos permita rehuir todo enfrentamiento decisivo. [...] La guerra de desgaste tiene por objetivos reducir, desmoralizar y desgastar las fuerzas del enemigo. [...] Debemos multiplicar las pequeñas operaciones de hostigamiento con aniquilamiento de hombres y recuperación de armamento. Esto significa el ataque (indiscriminado) contra todo representante de instituciones represivas”. En la semana previa al golpe, se dice en La voluntad, “mueren 8 policías de la provincia de Buenos Aires, 3 de la Federal, 1 de Córdoba, 1 de Rosario y 3 “servicios armados de la patronal”, y habían herido a otros 10 policías y realizado diversos actos de sabotaje, “elevando la moral de combate”.
En la tarde del 23 de marzo La Razón destacó: “Es inminente el final. Todo está dicho”. Isabel Perón, sin embargo, no parecía ver las cosas así: en la víspera de su derrocamiento –según narró Emiliana López Saavedra– “festejaba con masitas y bocaditos el cumpleaños de una empleada suya en la Casa Rosada”. Entre los festejos extemporáneos y el vacío de poder solo mediaba una diferencia de apreciación.
En la madrugada del 24 una Junta Militar depone a la presidenta. Trasladada en su helicóptero color naranja y argumentando un problema mecánico se la hizo bajar en el aeroparque metropolitano para trasladarla a otra aeronave que prestamente voló hacia el sur del país. El comunicado número uno, firmado por el general Jorge Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Agosti comunicaba a la población, “que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la junta de Comanadantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento de las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la interevención drástica del personal en operaciones”. La misma voz, comunicaba que seguía vigente el estado de sitio y que “cualquier manifestación será severamente reprimida”. A las tres y media, la Junta Militar ordena el cumplimiento de todos los servicios y transportes públicos. El país, desde las sombras de aquella noche, comenzaba a transitar una nueva etapa.