Bahía Blanca | Martes, 15 de julio

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El día que "La Llorona" caminó por la Plaza

La más conocida de las apariciones fantasmales tiene una desgarradora y triste historia situada en las entrañas de nuestra ciudad.

Fotos: Archivo-LaNueva.

Fernando Quiroga

Especial para "La Nueva".


   Doña Emilce falleció en el mes de julio. Su familia, contaba que la docente, quien en su más temprana juventud gustaba de recopilar relatos orales de la Fortaleza Protectora Argentina, se había interesado mucho en una historia posterior que narraba un viejo peón, Don Arnaldo Cifuentes Vera o Veria (no hay registros escritos), quien cuando ella era una moza todavía, se fue a radicar a Balcarce.

   En su más temprana juventud, la educadora escuchó de boca del antiguo trabajador del campo, una anécdota de la niñez de éste; hecho fantasmagórico que hoy, ya entrado el siglo XXI, parece lejano e inverosímil; sin embargo para anteriores generaciones de bahienses, no lo fue.

   La leyenda urbana de “La Llorona”, al igual que tantas otras a lo largo de Latinoamérica, parece haber germinado en cada caserío de nuestra vasta extensión territorial.

   Bahía Blanca, también parece haber sido escenario de sus escalofriantes apariciones; una en particular nos ocupa hoy, justamente, el relato fantástico que nos legó Doña Emilce.

   Para comprenderlo, debemos situarnos a fines del siglo XIX, en una Bahía abriéndose a la condición de ciudad; erigiéndose orgullosa como bastión de progreso del sur.

   Celina Onzué (o tal vez Unzué, de la acaudalada familia porteña) desembarcó en nuestras pampas con una horda de sirvientes, pajareras e interminables valijas de madera.

   Independiente e indómita, aún para su clase, se habría codeado con el patriciado bahiense de antaño. Se decía que la muchachita altanera había “escapado” hacia nuestra floreciente ciudad, por un “entrevero sentimental”. Aquí, habría empeorado su situación... el nuevo destinatario de su pasión, era un joven curita recién egresado del seminario.

   El relato rosista de la joven Camila O’Gorman era muy conocido, por lo que los escándalos previsibles, eran rápidamente desbaratados en la Capital.

   Aparentemente encomendado por su padre desde el norte, y para evitar el bullicio, un sicario habría viajado para poner fin a la vida del clérigo. “Que sea rápido y sin dolor”, habría dicho el padre de Celina, reafirmando mientras se persignaba: “es un hombre de Dios, que no sufra”. El siniestro ejecutor lo habría degollado rápidamente, y ante los ojos de la joven...

   Dicen que Celina maldijo a los cuatro vientos, realizó un sortilegio y se quitó la vida minutos antes del alba. Nuestra Señora de la Merced, aún sin su campanario, no pudo tañer por el velatorio del sacerdote; la comunidad recibía su cuerpo en silencio y lo honraba; seguramente esa libertina era la responsable.

   Los restos de ella, olvidados rápidamente, fueron trasladados a Buenos Aires. Su padre expresó en el funeral que su virtuosa hija siempre había sido un ejemplo; en eso no se equivocaba, su nobleza y sinceridad eran ponderadas por todos, pero lamentablemente había nacido fuera de época.

   Dicen que la capilla ardiente para el sacerdote, había sido improvisada (aunque no conste en registros oficiales) en el mismo templo que hoy se erige la Catedral, lo que explicaría situaciones sobrenaturales posteriores.
Lo cierto es que grandes, chicos, ricos y pobres, lo acompañaron compungidamente hasta que, entrada la madrugada, un grito y una aparición desmesurada los sumió en el más profundo de los terrores.


Qué decía la gente
   Los testimonios orales hablan de una mujer de largo y ondeante vestido blanco, en parte hecho jirones, con abundante cabello desgreñado tapándole el rostro; irrumpiendo en el lugar, llorando a gritos e inundando el ambiente de un débil aroma a agua de rosas mezclado con podredumbre. 

   Abriéndose paso hacia el féretro, saltando hacia el cajón, abrazando los restos mortales, la monstruosa criatura lloró desconsoladamente ante los parroquianos.

   Estos, con mirada atónita y horror sagrado, comprobaron mientras se santiguaban, que el rostro de la dama bestial era el de Celina; a quien sabían muerta, y quien ahora los miraba desafiante, encaramada sobre el féretro de su amante como un animal con su presa, con el rostro desencajado y la boca abierta.

   La figura de esfumó ante la concurrencia y, los más valientes, se apresuraron a cerrar el cajón, entre desmayos múltiples y lejanos aullidos de perros desaforados.

   Los días, meses y años, transcurrieron sepultando estas memorias, pero algunos recordaban que ya entrado el siglo pasado, tanto en 1905 con la inauguración de la reforma de nuestra iglesia central como en 1929, con la puesta en funcionamiento del campanario, comenzaron a registrarse apariciones de una mujer como la descripta.

   En diferentes espacios del casco histórico se registran, desde hace una centuria, relatos de su avistamiento: siempre gemidos lastimeros que, al oírse y llamar la atención de un testigo incauto, hacen que se la vea nuevamente, durante fracciones de segundos, amenazante y viva...

   Llantos desgarradores en la Plaza Rivadavia; fugaz movimiento de sombras frente a la Catedral, donde se la ha divisado aún en estos tiempos, a veces hincada frente a los portales, descolocando a conductores que la ven con sorpresa, pero no vuelven a divisarla en los espejos retrovisores.

   De rodillas, desgreñada y sin rostro, llora provocando terror y atraviesa, no solamente los muros del templo, sino también nuestro imaginario colectivo; desde ayer y para siempre.