El derrocamiento de Hipólito Yrigoyen
Marcelito, como lo llamaba el recién depuesto Hipólito Yrigoyen, no ahorró críticas al líder partidario. Desde su cómoda residencia, conocida como Manoir de Coeur Volant, fustigó al “Viejo”: “Yrigoyen ha jugado con el país. Socavó su propia estatua y deshizo al partido radical, lo que explica que los enemigos más encarnizados del jefe inepto sean los verdaderos radicales. (...) Los personalistas son como la hiedra parasitaria: partido el árbol por un rayo, la planta se seca y muere. (...) Los argentinos deben tener eterna gratitud a los hombres que en un momento dado se jugaron para ponerse al frente de la reacción y producir lo que era un anhelo general y casi unánime”.
Sonaba extremo, pero el líder de los “antipersonalistas” –los que querían un radicalismo sin la figura excluyente de Yrigoyen a la cabeza− con estas palabras avalaba la prisión del caudillo.
¿Cómo se había llegado a esta situación tan anómala de que el “número 2” de un partido fuera cómplice del derrocamiento de su líder?
Al comenzar 1930, el deterioro del gobierno era enorme. Hipólito Yrigoyen, al que muchos veían ya como un “viejo gagá” y de ideas abstrusas, caudillo radical con una historia de revoluciones y luchas en su pasado, ya no controlaba a su gobierno. Le costaba seguir la situación política y ni siquiera sabía muy bien qué sucedía con sus propios ministros que se dividían y enfrentaban en públicos bandos. La crisis económica desatada a partir del “jueves negro” en Wall Street, en octubre del año anterior, el crac de la Bolsa que abrió paso a la “Gran Depresión”, había precipitado los hechos y colocó al gobierno al borde del precipicio. Y, en el mundo, se multiplicaban los gobiernos apoyados en la fuerza militar, como el fascismo, el nazismo y el propio estalinismo de la Unión Soviética.
Los grupos locales que se inclinaban por una solución golpista posaron sus expectativas en el general José Félix Uriburu como el hombre que se animaría a empujar el gobierno radical al vacío y acordaron el movimiento con los seguidores de Agustín P. Justo –los “justistas”−, jefes y oficiales militares que, por lo menos declarativamente, solo buscaban que las viejas oligarquías conservadoras retornaran al poder cerrando la etapa radical de reformas cuando se cumplían ya 14 años consecutivos de presidencias de la UCR. De hecho, en las filas del Ejército había tomado forma tiempo antes un grupo interno, la Logia San Martín, que pretendía una mayor profesionalización, resistía los favoritismos del gobierno hacia sus adeptos y bregaba por el fortalecimiento de la disciplina interna. El general Justo, exministro de Guerra bajo la Presidencia de Alvear, aunque no pertenecía a la logia sentía afinidad por sus principios.
Hacia mediados de año, Uriburu logra concentrar la dirección del movimiento golpista y Justo se hace a un lado. El 25 de agosto una denominada “Legión de Mayo” se presenta en sociedad con publicaciones de extrema derecha. El gobierno anota el hecho y, con informaciones de que estallaría un complot cuya cabeza era el mismo Uriburu, dispone medidas de excepción: refuerza las guardias, instala baterías de ametralladoras en la Casa de Gobierno y en el domicilio particular de Yrigoyen, y ordena la detención de un grupo de coroneles y tenientes coroneles sospechados de golpistas y, en su mayoría, con influencia o mando directo sobre tropas.
Uriburu pasa a la clandestinidad y el 29 la Liga Patriótica Argentina exige la renuncia del gobierno y convoca a derrocarlo si no lo hace. Entre el 3 y 4 de septiembre grupos estudiantiles asaltan las facultades y se suman al pedido de renuncia. A pesar de la gravedad de los acontecimientos el presidente ordena la liberación de los oficiales presos dando crédito a la palabra de honor de los detenidos. El teniente general Luis Dellepiane, ministro de Guerra y hombre fiel al presidente, se siente desautorizado y renuncia el día 2. Su texto es por demás elocuente de la crisis: “Soy político y me repugnan las intrigas que he visto a mi alrededor, obra fundamental de incapaces y ambiciosos. He visto y veo alrededor de V. E. pocos leales y muchos interesados. Habría que nombrar un tribunal que analizara la vida y los recursos de algunos de los hombres que hacen oposición a V. E., y de otros que, gozando de su confianza, hacen que V. E., de cuyos ideales yo tengo la mejor opinión, sea presentado al juicio de sus conciudadanos en la forma despectiva que es (...). Al final he deseado (…) proceder a salvar otra vez al país y al Ejército del caos que lo amenaza. Solo lamentó no haber podido realizar obra constructiva”.
Los golpistas, con escasos enemigos que enfrentar, consideraron llegada su hora.
Un hecho fortuito, que los radicales temieran más al general Justo que a Uriburu que carecía de mando efectivo, le dejó a éste el campo libre para encabezar el alzamiento.
Desde guaridas clandestinas del Gran Buenos Aires, “Von Pepe” −así conocido por sus simpatías con la escuela militar prusiana− organizó sus limitadas fuerzas. Al aceptar ser la cabeza del movimiento fue terminante: “La primera condición que impuse a todos mis compañeros del Ejército y a la Armada sin distinción absoluta de jerarquías para la imprescindible unidad de la acción y de su desarrollo fue ésta: yo solo mandar y todos obedecer”.
Ante la liberación de sus hombres, Uriburu retorna a Buenos Aires y se instala en la casa de un amigo, en el barrio Norte. El 5 de septiembre, en un clima casi caótico y con un vacío de poder ostensible –la renuncia de Dellepiane había sido un golpe mortal para el gobierno– Yrigoyen delega el mando en el vicepresidente Enrique Martínez, que decreta el estado de sitio. Pero ya toda medida era tardía: el 6 de septiembre de 1930 estalla el movimiento revolucionario.
Con escasos efectivos, pero consciente de las debilidades de su oponente, Uriburu instaló el comando revolucionario en San Martín mientras civiles movilizados y varios legisladores entre ellos, penetraron en Campo de Mayo instando a las tropas indecisas a pronunciarse. Millares de volantes propagando la revolución fueron arrojados desde aviones que, en círculos concéntricos fueron acercándose al centro de la Capital Federal. A las 10 de la mañana, Uriburu se puso en marcha. Lo seguía una columna solo integrada por elementos del Colegio Militar y el Batallón de Comunicaciones ya que las tropas de Campo de Mayo estaban paralizadas en la indecisión. Marchó hacia la Casa Rosada y su columna se engrosó con el aporte de población civil que adhería con entusiasmo a la iniciativa. Hubo conatos de lucha e intercambio de balas en la esquina de Córdoba y Callao y en la Plaza de los Dos Congresos con un saldo de 15 muertos y más de 150 heridos.
Hubo otros conatos de resistencia, como el del comité radical de Flores, pero, como señala Félix Luna, “la confusión, la falta de conducción firme y la rapidez con que se produjeron los hechos hicieron imposible la resistencia popular”. Muchos opinan que, virtualmente, el gobierno se caía solo, ya que bastaron 1.500 hombres del Ejército –sobre un total de 40 mil más 10 mil policías– para concretar un golpe exitoso que, por sus características, bien se gana el título de putch.
Al llegar a la Casa Rosada, el contingente dirigido por Uriburu penetró en ella sin encontrar resistencia. Desoyó al vicepresidente Enrique Martínez y le exigió la renuncia. En el atardecer del día 6 Yrigoyen abandonó su vivienda de la calle Brasil y se trasladó a La Plata. Se alojó en el cuartel del Regimiento 7 de Infantería, suscribió su renuncia y la entregó al comandante de la unidad, el teniente coronel Irusta. Mientras tanto una turba desaforada irrumpía en su casa y prendía fuego a sus pocos libros y sus modestos muebles. La mayoría de los atacantes eran “niños bien” que profesaban un odio cerril hacia un presidente que había sido muy popular, que estaba ya muy viejo y que mantenía costumbres sencillas.
El “Peludo” –apodo que se correspondía con su estilo “escondedor” y enigmático− terminaba así, de modo casi humillante, su ajetreada carrera política. Y con la abrupta interrupción del orden constitucional se iniciaba un larguísimo período de más de medio siglo de grave inestabilidad institucional. La Argentina, felizmente, lleva ya casi tres décadas sin nuevas irrupciones políticas de las Fuerzas Armadas. Aquel fatídico 6 de septiembre, sin embargo, debe tenerse presente como un hecho clave de nuestra historia.