Luces y sombras
Andrés Salvatori (*)
Espero en la aduana jordana, durante casi una hora, sentado en una sala, junto a otras pocas personas, hasta que, al final, nos viene a buscar el colectivo que nos traslada a tierra israelí.
Nos subimos a él y avanzamos por el espacio entre ambos controles, atravesando el puente Allenby.
Ya en el lado israelí, me llaman la atención las personas que trabajan allí.
Son jóvenes, en su mayoría, y todos van armados; algunos, con pequeñas pistolas y otros con rifles colgados en sus hombros.
Otro detalle. Hay gran cantidad de mujeres, muchas de ellas de una belleza casi discordante con el lugar en el que estamos.
Me revisan y me hacen deshacer toda la mochila, pasando por mi ropa y equipos un detector vaya a saber de qué.
Termino mis papeles de ingreso, cuando Linda --juro que ese era su nombre-- me devuelve mi pasaporte y, en un español forzado, agrega "Bienvenido a Israel".
Una hora después, estoy en Jerusalén.
No pierdo un segundo y me introduzco en la Ciudad Vieja, por la puerta de Damasco, una de las siete que perforan la imponente muralla que la rodea.
Con esfuerzo, un plano y preguntando, llego al Muro de los Lamentos.
Me coloco una kipá en mi cabeza, como deben hacerlo todos los que ingresan, y me paro frente al muro.
El ambiente me transporta en el tiempo y veo a David y a otros reyes israelíes entremezclados entre tantos judíos que se inclinan, una y otra vez, frente a la imponente vertical.
Camino unos cientos de metros y ahora estoy en un recinto cristiano.
La Iglesia del Santo Sepulcro desborda de turistas. Muchos de ellos se arrodillan ante la Piedra de la Unción, sin parar de besarla.
La construcción fue edificada en el siglo IV, por la madre de Constantino, quien fue el emperador romano que, con gran visión, fue el primero en aceptar al cristianismo.
Ultima etapa de mi recorrido.
Atravieso un detector de metales y un largo puente y llego a la cima del Monte Moriah.
Acá están el Domo de la Roca y la mezquita de Al-Aqsa.
Estoy, ahora, en tierra musulmana. Es más, quiero entrar en ambas, pero no me dejan; sólo pueden hacerlo quienes profesan la fe del Corán.
Mientras disfruto del lugar, observo un guardia que camina a lo largo de una serie de arcadas.
Su cuerpo transita, alternadamente, por luces y sombras. Su fusil se ilumina y se oscurece.
Se me cruzan David, en Jesús, en Mahoma.
¿Qué pensarían, si volvieran a la Tierra?
(*) Conductor del programa de TV Correcaminos
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