Bahía Blanca | Miércoles, 16 de julio

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Crónica bahiense del maratón de Nueva York

Siempre soñé con que a los 40 años iba a correr el Maratón de Nueva York. De manera que la siguiente es la crónica de un sueño cumplido para este bahiense, de 40 años. La noche anterior al evento dormí muy poco: la excitación era terrible, y la incertidumbre de saber si podría recorrer o no los 42 kilómetros me tenía en vilo.

 Siempre soñé con que a los 40 años iba a correr el Maratón de Nueva York. De manera que la siguiente es la crónica de un sueño cumplido para este bahiense, de 40 años.


 La noche anterior al evento dormí muy poco: la excitación era terrible, y la incertidumbre de saber si podría recorrer o no los 42 kilómetros me tenía en vilo.


 Puse el despertador a las 5, ya que una hora después debía bajar al lobby del hotel para juntarme con los otros 120 representantes de la Argentina que estaban alojados allí, y también con mi amigo y compañero de entrenamiento, Pablo.


 Exactamente las 6.30 de la mañana, del domingo 7 de noviembre de 2010, me despedí de mi mujer y subí al colectivo que nos llevaría al Staten Island. La llegada fue impresionante, tanto el espectáculo como la organización. Un número y un color te dejaban afuera o adentro. Sin negociación posible. Pues a mí me tocó el naranja.


 Desde la multitud un tipo con acento indescifrable, me dijo: "Suerte, Diego". Me pregunté de dónde me conocía. Pero no era a mi. La camiseta decía Argentina y no se trataba de Diego Villar, sino de Maradona.


 Al cabo de un rato, anunciaron que había que acercarse a la largada, que estaban por cerrar los corrales. Y de pronto ahí estábamos, en medio de la muchedumbre a punto de empezar a caminar hasta el inicio de mi sueño, que empezó, como todo en los Estados Unidos, con el himno cantado a capella.


 En ese punto recordé los meses de entrenamiento, el sacrificio, los días de calor y de lluvia, mis hijos lejos... Después del himno, otro clásico: "New York, New York", de Frank Sinatra, cantada por todos y cada uno de los participantes. Y al final la fiesta: el tremendo cañonazo de largada que disparó en mi el recuerdo de la última frase de mi entrenador Miguel: "Diego, corré con la cabeza y sabe que el secreto de correr es correr".


 Me sequé las lágrimas de emoción y me dije: "andando". Luego de casi 10 minutos pasé por debajo del arco de largada y puse en cero el cronómetro para tener mi tiempo personal. Era justo el inicio del puente colgante Verazzano, de 3 kilómetros, uno de los más largos del mundo, que une la isla con New York. Como suele suceder, salimos como locos por lo menos el primer kilómetro, hasta bajar la ansiedad.


 En el puente, el viento helado te mataba y la subida era imponente. "Esto recién comienza", pensé. De pronto, un loco argentino gritó "argentinos, foto, foto". Increíblemente el loco era el Indio Cortínez, campeón argentino de maratón, pero que esta vez corría para divertirse, sin sufrir. ¡Y para sacar fotos!


 Al salir del puente empezó la verdadera fiesta. Miles y miles de personas a cada lado, gritando y gritándome a mi "argentine, go, go" y de tanto en tanto: el mejor grito: un "¡vamos Argentina, carajo!", que me helaba el alma.


 Imposible sustraerse de la música de las más de cien bandas tocando, como de la muchedumbre, cada uno en un mundo distinto, corriendo por deporte, por una promesa, por una enfermedad de la que se recuperaron, por mil cosas distintas. En esta maratón corre gente, pero, sobre todo, corren historias.


 Llegué a Brooklin. Todo era griterío y miles de espectadores llevaban una campanita. Pero de pronto todo se apagó. En el barrio de judíos ortodoxos invadió el silencio. Lo único que se escuchaba allí era el repiqueteo rítmico de las zapatillas contra el asfalto.


  Los gritos volvieron en Queens y uno aumentó el ritmo, sabiendo que por delante llegaría el terrible Puente Queensboro, que une Queens con Manhattan. La subida era eterna y muy pronunciada. Para algunos, allí la fiesta empezaba a convertirse en drama y frustración. Aparecieron los primeros que caminaban, lloraban o paraban. Empecé a pensar si dentro de unos kilómetros no estaría igual. Por suerte, la bajada también fue muy larga y ayudó mucho para la recuperación.


 Además, al bajar en Manhattan, en la 1ra. Avenida, más o menos a los 25 kilómetros, iban a estar nuestras mujeres y todo el grupo de Argentina alentándonos. Mario, el guía que viajó desde Buenos Aires con nosotros, se había llevado una caña de pescar para atar la bandera. Un genio.

"Esto es real o un sueño", se preguntó




 Ya pasando el puesto de agua, percibí la bandera saliendo de entre la gente. La idea era detenernos para una foto, pero la emoción de ver a Cali, mi mujer, entre el gentío, fue increíble, por lo que sólo bastó un beso, un "te amo", una mirada que jamás olvidaré, y a seguir corriendo otra vez con los ojos llenos de lágrimas, y otra vez con la cabeza llena de preguntas: "¿Qué estoy haciendo acá? ¿Esto es real o un sueño? ¿Llegaré o no?".


 En el kilómetro 30, Pablo, mi compañero, empezó a sentir los efectos de la hipoglucemia. Dijo: "no me siento bien, estoy como obnubilado" y agregó lo que yo no quería oír: "Seguí solo que no puedo más". Ni lo pensé. Le tiré una piña y le grité: "Esto lo terminamos juntos o no lo terminamos". Tomó una pastilla de glucosa y recuperó el ritmo.


 Luego me tocó a mi. Entrando al Bronx, me empezó a doler la espalda y las rodillas, como si me hubieran llenado las piernas de agua. "No doy más, me duele todo", dije, pero Pablo pagó mi apoyo con el suyo y seguí adelante.


 Doblamos por la Quinta Avenida, hacia una tremenda subida hasta bordear el Central Park. Allí también pensé que no llegaba, pero llegó el estímulo que necesitaba: pasando el famoso Hotel Plaza, entre el gentío que dejaba muy poco lugar para correr, vi otra vez a Cali. Era imposible, no entendía cómo estaba ahí. Fue el aire y el impulso final para lo poco que me quedaba.


 Ahí nomás entramos al Central Park y otra vez subidas y bajadas, como para terminar de rompernos todo. Ví mucha gente acalambrada o caminando. Decía "Por Dios, que no me pase a mí ahora".


 Ya en la curva final percibimos otra vez al Indio Cortínez, fresquito, esperando en la curva para tomar fotos, y gritando "¡Vamos, Argentina!".


 Allí subí la cabeza, ya que venía totalmente doblado, y vi el arco final. Nos tomamos de la mano y los dos con los brazos en alto atravesamos el reloj de la meta, el que marcaba exactamente 3horas, 42 minutos (ese fue el tiempo en la general y 3 horas 32 minutos en el de mi GPS), ya que tardamos 10 minutos en pasar por el arco de largada.


 Un instante después, lloré como un nene. Miles de colaboradores nos atendieron, felicitaron, preguntaron si estábamos bien. Nos colocaron la medalla y nos sacaron la foto final.


 Por el frío, nos proporcionaron una especie de capa metálica y de allí empezamos a caminar por un sendero hasta encontrar la salida. Moría por sentarme, pero no divisamos ni un banco, seguramente para no entorpecer que la gente avance. Ví varios que salían en ambulancia. Igual, me dolía todo tanto, que si me sentaba no me paraba más, así que avance con todos como un zombie.


 Nuestro hotel estaba a cuatro cuadras del Central Park pero terminábamos como a 20. Yo había llevado algunos dólares en mi cinturón de hidratación, pero era domingo y estaba todo New York cortado por el maratón. Así que caminamos muertos de frío buscando un taxi y de pronto pasó un patrullero, y el policía nos pregunta: "¿los llevo?". Así volvimos al hotel.


 Después llegaron el relax y la noche. Todo el mundo salió a la calle, con sus medallas, gritando "congratulations", hasta invitándonos con una bebida.


 Lo cierto es que nos hicieron sentir al igual que en toda la carrera, como un ganador, y eso que llegamos en el puesto 8 mil de los 45 mil que corrieron.


 Al otro día, por la mañana, en la puerta de la habitación, apareció un ejemplar del "New York Times" con el resultado de cada corredor, mientras la empresa de turismo adjuntaba un papel con una inscripción que quizás resuma esta historia: "El hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo".

Diego Villar/Especial para "La Nueva Provincia"