Bahía Blanca | Lunes, 11 de agosto

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Un intendente de aquellos

Como buen comerciante que era, Guillermo J. --unos pocos sabían que la décima letra del alfabeto correspondía al nombre Jacinto-- reconocía la importancia de las preposiciones. Por tal motivo, durante su intendencia y en aquellos tiempos en los que había que pasar por distintas guardias para entrevistarse con los funcionarios de turno en alguna repartición oficial, él usaba este as que llevaba bajo la manga.

 Como buen comerciante que era, Guillermo J. --unos pocos sabían que la décima letra del alfabeto correspondía al nombre Jacinto-- reconocía la importancia de las preposiciones.


 Por tal motivo, durante su intendencia y en aquellos tiempos en los que había que pasar por distintas guardias para entrevistarse con los funcionarios de turno en alguna repartición oficial, él usaba este as que llevaba bajo la manga.


 Cuando un uniformado le solicitaba identificarse, farfullaba "Intendente Coronel Rosales". Sin la preposición "de", no sólo lograba un acceso más directo, sino que hasta se cuadraba y le hacía la venia.


 Seguramente muchos recordarán al Guillermo J. vendedor, algo regordete, verborrágico y de eterno buen talante, quien ofrecía, a veces de puerta en puerta, las cocinas y heladeras de su comercio, que cualquiera podía pagar a entera comodidad con la sola garantía de la palabra empeñada.


 Había aprendido el oficio de las ventas cuando purrete, a bordo de una jardinera con la que recorrió todas las calles y los campos del distrito en el reparto del alimento cocido por su abuelo, a quien ayudaba en su panadería.


 Puntaltense de pura cepa, descendiente de los inmigrantes leoneses Genaro García y María Rodríguez, venidos a este pago bajo la Cruz del Sur en los años fundacionales, Guillermo J. comenzó con la venta de artículos para el hogar (heladeras a kerosene, heladeras de hielo y otros elementos de la época) en 1948.


 En esos años contrajo matrimonio con Julia Argentina Ruiz, una mendocina que había dejado atrás la ruta de los buenos vinos para trabajar en el Hospital Naval Puerto Belgrano, de cuya unión nacieron Guillermo Francisco y Genaro Enrique.


 Una década después construyó el recordado local de Irigoyen al 300, con depósito, anexo y una vidriera y salón de exposición progresista para la época. Tanto que, para la venta de calefones, se exhibía una ducha que dejaba correr el agua caliente de tal modo que los clientes probaban su temperatura.


 Allí contó con el apoyo de su empleado predilecto, a la sazón uno de sus mejores amigos y futuro comerciante de fuste, Edgar Buide.


 Además de su familia y sus amigos, su pasión eran las aves de corral. Compraba en remates partidas de pollos, pavos reales, faisanes y gansos que inevitablemente iban a parar a su campo en Calderón, adonde se juntaban con los burros, guanacos, chanchos y ovejas de su propiedad. Un zoológico-granja que no era rebelde como la descripta por George Orwell en su novela alegato contra el comunismo.


 Entre tantos artículos vendidos, fue uno de los pioneros en traernos lo que para muchos era inalcanzable en 1965, el televisor blanco y negro. Indirectamente, y a través de sus ventas, nos cambió la forma de vivir este mundo problemático y febril.


 Presidente de la denominada Liga de Comercio (hoy Uciapa), secundado por otro comerciante de lujo y amigo del alma, Faid "El Turco" Rayes. Dirigente de la Confederación General Económica. Referente de la agrupación denominada Dirigentes de Ventas de Punta Alta. Mentor de fiestas populares y especialmente de los corsos. ¡Qué no hizo por su querida ciudad!


 Si algo le faltaba era gobernarla. Se dice que las máximas autoridades militares del momento, Lambruschini de la Fuerza Aérea y el propio almirante Massera, lo recomendaron para designarlo intendente.


 Desempeñó el cargo desde el 24 de mayo de 1976 hasta el 9 de octubre de 1982. Al decir de su hijo Genaro, era un vendaval de proyectos, y sólo un mal penoso, un cáncer de páncreas, pudo doblegarlo para llevarlo al cielo de los vendedores. Lo sucedió en la función ejecutiva Gabriel Horacio Potenar.


 Viejo zorro en las artes del regateo seguramente desde allá arriba recordará pícaro junto al "Turco" aquella vez cuando consiguió, mediante un ardid increíble, la aprobación de la obra del camino a Pehuen Co. Convenció nada menos que al gobernador, el general Ibérico Saint Jean y a su ministro de obras públicas, Pablo Gorostiaga, con una botella de whisky Chivas Regal y una caja de castañas de cajú, degustados en las propias oficinas de los funcionarios.


 Pero la imagen forjada en la memoria popular es aquella del domingo 25 de junio de 1978 cuando todos salimos a festejar la obtención del Campeonato Mundial de Fútbol de nuestra Selección Nacional, después de aquella sufrida victoria 3 a 1 en tiempo suplementario ante la "naranja mecánica", la selección holandesa.


 En un palco armado por el popular peluquero "Chiche" Genari, Guillermo J., quien ese día festejaba su cumpleaños, emponchado, se abrazaba con el gentío para gritar desaforado "¡Argentina, Argentina!" y "¡El que no salta es un holandés!".


 Días después, durante la celebración del octogésimo aniversario de la ciudad, el propio Gorostiaga, en un palco compartido con esa gran mujer bahiense, Edith Dumrauf, y nada menos que con su amigo Luis Sandrini, acompañado de Malvina Pastorino, lo describía como "el Kempes de los intendentes bonaerenses".


 Un gran personaje Guillermo J. De los que escasean en estos tiempos. De los que tanta falta nos hace. Un intendente de aquellos.

Referencias: Genaro García; La Nueva Provincia, 3/7/1978; José Fernando Nuño, Panorama, LU2, Bahía Blanca.

Sergio Soler/Especial para "La Nueva Provincia"