Los irlandeses en la Argentina y en Bahía Blanca
Los irlandeses estuvieron en el Río de la Plata desde el vamos. Con Don Pedro de Mendoza, en 1535, vinieron Juan y Tomás Farrel, con el Real Veedor Cabrera, Juan Gordon. Cuando Buenos Aires es destruida por los aborígenes, los sobrevivientes recalan en Asunción. Desde allí partió Don Juan de Vera y Aragón a fundar Corrientes. Un Farrel y un Gordon lo acompañaban.
Pero sólo las invasiones inglesas aportaron el núcleo fundacional de la comunidad hiberno-argentina. Muchos irlandeses, forzados a servir a la corona británica, integraban la tropa invasora. Identificados con españoles y criollos, algunos desertaron, se pasaron a las fuerzas de Pueyrredón y pelearon a muerte. Ese fue el caso de Skennon, quien sirvió un cañón en Perdriel y sólo dejó de disparar al caer prisionero. Beresford lo mandó a fusilar en la Plaza Mayor y Lué y Riega, el obispo, lo asistió.
La capitulación de Whitelocke dispuso el intercambio de prisioneros; los irlandeses optaron por quedarse. Siendo prisioneros, muchos habían formado familia, habían jurado fidelidad al Rey, se habían afincado. Así surgieron pequeñas colectividades en el interior. La de Buenos Aires pronto reclamó un paisano por capellán. El primero fue el dominico Burke y, desde 1831, el padre Patricio O'Gorman. En su ayuda, en 1843, llegó el padre Antonio Fahy O.P., el mítico pastor que creara la Comunidad Argentino Irlandesa.
En base a una pequeña comunidad ya afincada, aprovechando las posibilidades que la política del gobernador Rosas creaba para los ovejeros irlandeses, al favorecer la ganadería ovina, intentado atenuar las consecuencias de la Gran Habruna, la infatigable labor del padre Fahy hizo que pronto creciera y se hiciera estable una fuerte corriente migratoria desde Irlanda. Enterados por paisanos residentes en la Provincia, pagados sus pasajes por algún pariente o amigo ya establecido; recibidos por el padre Fahy, que rápidamente los ubicaba en la campaña, entre coterráneos dispuestos a brindarles un catre, comida y trabajo; seguros de la visita regular de sus capellanes, los abuelos gringos no podían pedir más. El padre Fahy les tenía un destino cierto: el círculo de la pampa que, con centro en Buenos Aires, se extiende de la Ensenada a Rosario, las Irish pampas.
Por quince años se sostuvo ese flujo migratorio, de 1845 a 1860, y la gente prosperó. En enero de 1875, tuvieron su propio periódico, "The Southern Cross", que ya entonces afirmaba: "En ninguna parte del mundo el irlandés es más respetado y estimado que en la provincia de Buenos Aires. Y en ninguna parte del mundo, en el mismo tiempo, los colonos irlandeses hicieron tan gran fortuna".
Cuando los ingleses llegaron con el ferrocarril, sus empresas prefirieron irlandeses como empleados. Con ellos se entendían mejor, por comunidad de lengua y de cultura y las diferencias religiosas que separaban tanto hiberno-argentinos de los demás británicos, no eran obstáculo en un país tolerante en la materia.
Bahía Blanca no era objetivo deseado para los primeros inmigrantes irlandeses. Según dicen, el viento trajo al primero: John Plunkett. Mr. Plunkett emigró al Canadá y de allí rumbeó al sur, piloto de su propio velero. En Buenos Aires, el gobernador, Juan Manuel de Rosas, le habría encargado burlar el bloqueo anglofrancés para llevar un mensaje, pero un temporal lo trajo a nuestro estuario. Los datos registrados, más escuetos, menos pintorescos, prueban que fue práctico del puerto, que fue municipal, elegido allá por 1856, cuando se votó en el atrio de la Merced por primera vez. Una calle en White lo recuerda y muchos de nuestros conciudadanos llevan su apellido y su sangre.
A partir de 1884, la Great Southern Railway Co. ayudaría al viento a traer irlandeses. De sus empleados y obreros muchos portaban apellido irlandés. Otros fueron llegando por negocios con el campo, para trabajarlo. La mayor parte de los hiberno-bahienses desciende de ellos y muchas instituciones de la ciudad deben a ellos su existencia. El más destacado, sin duda, fue Jorge Moore, quien llegó de su San Pedro natal a trabajar a Tornquist, se estableció en Bahía Blanca, y aquí fue intendente por cinco períodos.
Con los ingleses, los apellidos irlandeses llegaron en forma relativamente masiva, pero también vinieron uno a uno y fueron poblando las guías y las casas de la ciudad y el campo. Hoy, la colectividad supera las cien familias, y siempre aparece una nueva. Su historia todavía espera su seanachai, su narrador, que la cante en verso heroico.
Porque los irlandeses en Bahía Blanca tienen su epopeya, aunque no la recuerden, aunque los bahienses, heredoirlandeses o no, la ignoráramos hasta hace poco.
Cinco leguas al norte de la ciudad se levanta La Vitícola, una estación de ferrocarril abandonada. Mandada a construir en 1890 por gestión de Mr. Edward Casey, fue destinada a servir a la Irish Colony de Napostá, que en 1889 poblara un grupo de 790 irlandeses con la promesa de recibir casa, comida, animales, semillas, herramientas de labranza y crédito. Las promesas no se cumplieron. Se les proveyó escasa semilla y fuera de época, bueyes viejos o sin amansar; en lugar de casas, debieron vivir en carpas, en zanjas o bajo los árboles, acosados por la enfermedad, la falta de medicinas, la muerte. El intento fracasó. No podía ser de otro modo.
En marzo de 1891, unos 500 colonos regresaron a Buenos Aires, quebrados y desmoralizados. Muchos habían vuelto antes, más de cien, en su mayoría niños. No regresarían nunca. Desde entonces, yacen a 25 kilómetros de la plaza Rivadavia, de la catedral, del palacio municipal, en espera de la resurrección.
La Colonia Irlandesa de La Vitícola fue el mayor asentamiento de inmigrantes en la historia de la ciudad. Sus Niños Mártires exigen que los bahienses reconozcamos que con sus cuerpos abonaron la prosperidad que hoy gozamos. Sus muertes reclaman que los hiberno-argentinos hagamos un alto en esta fiesta anual, los reconozcamos como orgullo de nuestra condición de argentinos de origen irlandés y sobre todo, que no los olvidemos.
Congeladas en el tiempo, esas muertes ya son nuestras,
no podemos eludirlas; el hambre que ellos pasaron, las fiebres no son recuerdos; nos golpean en el pecho... y sangran el corazón... y reclaman en silencio. ¡Que ese silencio no acalle el reclamo de los muertos de no volver a morir ni en la historia, ni en el tiempo...!
El licenciado Santiago Boland reside en nuestra ciudad.