Volver al redil
Fueron días de ojos grandes, con fiebre, mirando al cielorraso. Días de estudiar decisiones importantes... Solo. Sin alguien en quien apoyarte, las razones tienes que echarlas al frente y luego recogerlas una a una y resolverlas tú mismo... En voz alta. Y así y todo, siempre terminas desorientado. Y hay que darse cuenta... Existen respuestas que sólo las determina el tiempo... y algunas otras te las contesta la vida cuando ya contemplas el final del sendero.
Y entonces, repuesta mi salud, una mañana después de un largo suspiro me vestí deportivo, monté la "Alpino" pequeña, fui a buscar el manojo de llaves y una vez más quise visitarla... Me perdí en dos cortadas sin salida entre los tamariscales pero encontré la calle larga, con el perfil de los árboles en el cielo y finalmente crucé los 25 centímetros de agua del canal de drenaje y detuve la moto junto a la puerta de la verja. Ochenta largos metros de volutas, arabescos y guardas en puntas de hierro, forjado a fuelle, yunque y martillo en el siglo 19. Aún por muchos años la puerta se batiría en sus goznes originales... Retrocedí unos pasos y la admiré... "Yo me inclino ante tu genio ignorado maestro, herrero", murmuré.
Entré al patio saltando sobre las lajas de basalto y enfrenté la casa. Desde el patio se apreciaba la alta galería ornamentada con columnas, baranda y balaustrada. En la puerta de la cocina habían corrido un postigo y faltaba el vidrio contra la cerradura. El tejido plástico estaba desgarrado en la puerta mosquitero. Intentaba encontrar la llave en el manojo, cuando me enfrentaron desde adentro dos enormes ojos amarillos, enfocados a suerte y temblor en los míos... A treinta centímetros estudiándonos y todo fue absoluta inmovilidad... Miré las pequeñas orejas y las femeninas fauces cazadoras, con los colmillos salientes y la casi esquelética apostura de tan sumida. Aferrada al borde del marco en sus garras descarnadas; sólo piel, uñas y tensores... No podía salir porque yo le impedía el paso y quise transmitirle que yo era su amigo. "¡Estás rechupada, Madrecita! ¿Cuántos gatitos amamantas?".
Ella fue soltando la presión de las uñas y quiso echar un maullido. Un intento... Un maullar sin sonido... La desolada mímica de un gemido... Se soltó y quedó mirando el oscuro hueco. Cerré el tejido con un trozo de alambre y cuando bajaba los tres escalones, me detuve frente a un cuzco blanco, salpicado de pintas negras, que muy serio desde abajo me cerraba el paso. No metía miedo. Era simplemente otro más como la gata... Pero era conductor e inteligente y me engañó desde el principio... El ya había visto el manojo de llaves y varias otras cosas en mí, además bullía en su mirar el destello de algún misterioso componente del raciocinio humano que entonces no advertí.
--¡Hola, pequeño! Parece que tres meses de abandono es mucho tiempo y no nos podemos ir del todo, ¿eh? --le dije, palmeándole la rodilla. El cuzco dio meneos a su rabo y se apartó, sin dejar de mirarme dolido y orejas tristes--. Mira... te diré una cosa... Si me reconoces como nuevo dueño de la finca, ve a traer al resto del equipo... Diles que los necesito... Traeré comida y aunque no encuentres a los otros, tú vuelves... ¿Entiendes?
Era un embeleso caminar por el patio, rodeado de árboles hacia esa verja. La cepillaré y le daré anticorrosivo. Conociendo el camino entre quintas tripulando la "Alpino" pequeña enseguida se llegaba al asfalto... El motor cantaba y con todo sentía un cosquilleante gozo. En la curva de un último cuadro un quintero venía sosteniendo un hacha grande en el hombro. Me detuve en el centro por trámites y compras y a las dos volvía entre quintas con la pequeña gorjeando con sus bolsos llenos.
Cuando enfrenté la calle larga, mirando a la distancia, no supe precisar qué extraño oscilar cambiaba borroneando y luego volvía a fijar el paisaje de las copas de los árboles... Dejé la "Alpino" inclinada en la calle y un gran pastor canela apareció de pronto, entre los tamariscos y la reja. Con la cabeza inclinada me miró indeciso desde más allá de la puerta. Una camioneta vieja estaba estacionada en la huella.
De pronto, un golpe sordo resonó en lo profundo de la tierra. Cuando entré al patio vi el remolino furtivo entre el macizo de malvones y más acá, al hombre grande que enarbolaba el hacha como un estandarte. Estaba de costado, buscando la comba justa para asestar en el segundo golpe, el exacto ángulo del corte... En lo alto, el ciprés se mecía en suaves reverencias de despedida, con la cerviz que parecía ya vencida... ¡Dios, a él...! "El árbol de la creación más hermosa y desvalida de la Naturaleza". Sobre una mesa octogonal, ornamentada en mayólicas el otro hombre preparaba una motosierra... ¡Ay...! ¡Ay...! Extendí una mano adelante...
--¡No! ¡No des otro golpe...! --como un ruego, grité. El hombre del hacha me miró.
--¿Quién eres? --preguntó. Yo tenía la mano extendida y la palma hacia arriba...
--Mañana, con los sellos de los papeles seré dueño de esta finca... --dije.
--¡Qué bien... Mañana... --dijo el hombre de la motosierra.
--Sí... Mañana... --dijo, el hombre del hacha--. El árbol lo cortamos hoy...
--Negociemos... --dije, fuerte.
--¿Qué pretendes?
--Dejar el árbol con el menor daño posible... ¿Para qué quieres el tronco?
--¡No te importa...!
--¡Sí, me importa! ¿Para qué quieres el tronco? ¡Dímelo!
--Para poner un puntal en la cabriada del galpón que se ha quebrado...
--Bueno. Te pago un puntal de quebracho en la maderera del camino y tú me respetas ese árbol... --dije. El hombre del hacha quedó dudando.
--Seguro quiere hacer trampa... --dijo el hombre de la motosierra.
--Y tú... ¿Para qué quieres tu parte del árbol? --pregunté.
--Pues... que necesito tres postes para el alambrado del frente... --dijo.
--Bien. Puntal y postes... ¿cuánto valen? --dije, y saqué la billetera.
--¿Y qué si nos llevamos el árbol y también tu dinero? --amenazó el hachero.
Entonces retrocedí dos pasos, guardé la billetera y en la mano que tenía extendida hice chasquear los dedos... Un remolino blanco, en un giro enloquecido surgió del seto de los malvones, cruzó frente al hacha y de pasada arrancó un girón de tela y carne de la pierna del hombre grande... Se tocó la herida y miró la sangre en su mano antes de mirarme a la cara... La mancha blanca había desaparecido entre los árboles... Los dos hombres se miraron después rígidos como estacas...
--Vecinos... ¿Cuánto valen el puntal y los postes? --pregunté suspirando.
--Digamos... Cien por todo... --dijo, el hombre de la motosierra.
Saqué el dinero y lo dejé sobre una laja, cerca de la puerta.
--Toman sus cosas, el dinero y negocio hecho... Buenas tardes... --dije.
--¿Y si esa madera cuesta más? --dijo el hachero cuando iban hacia la puerta.
--Vienen como "buenos vecinos" y agregaré la diferencia... --les dije.
El enorme pastor canela estaba apostado impidiendo el paso. El pelaje erizado como alambre, la mirada con bizquera, los colmillos adelante... Los hombres se volvieron a mirarme. Pintas, el cuzco de la mordida, casi entre mis piernas. Desde un ángulo de la casa, asomando entero un perro de lanas con sangre de mastín, en puntas de blanco esperando órdenes... Y junto a los escalones de la galería, un perro alto, rojo como el fuego, mostrando los dientes como la descarnada máscara de la muerte...
--Dile al Canela que los deje salir... --le dije a Pintas. Sólo gimió levemente y el Canela se apartó. Los "buenos vecinos" tomaron el dinero y se fueron en la camioneta... Y en el centro del hermoso patio, estuve rodeado de pronto por mi formidable familia de guardianes... Mientras entraba "La Pequeña" al patio, le dije a Pintas...
--Esos dos no saben hacer negocios... Sólo les pagué por madera seca... Nada por la vida del árbol... Después, fuimos con los bolsos hacia la galería.
--¡Vamos, familia! Vamos a comer... --les dije, a mis perros--. Adentro tenemos a una Madrecita con su cría de invitada... Mientras afuera, muy alto, dominando el patio, el ciprés cabeceaba saludando al atardecer, que ya venía coloreando de rosado el horizonte fugitivo...
Roberto José Ortelli