Muestra de humor escatológico plagado de exceso y desenfreno
Al arrogante subtítulo impuesto en nuestro país se podría agregar esta otra expresión popular: ni segundas ni terceras partes suelen ser buenas. Esta tercera entrega de la saga es por lo menos tan mala como las anteriores. Ya no están los hermanos Wayans --cómicos negros que deben su fama a la televisión basura--, ni delante ni detrás de las cámaras, pero esto no mejoró el producto.
A David Zucker --uno de los autores de ¿Y dónde está el piloto?-- se le podrían formular preguntas similares: ¿dónde está la historia?, ¿dónde está el buen gusto?, ¿dónde están las sutilezas narrativas? y un largo etcétera. Nada de eso existe en esta película, que es la exaltación del mal gusto como forma de entretenimiento.
Esta versión, como las anteriores, se sustenta sobre la parodia a otros filmes, en particular del género de terror. Recordemos que el punto de partida inicial de esta saga fue la parodia a Scream, esa maravilla de Wes Craven de 1997, en la que el director desmontó una "típica película de terror" para volver a organizarla a su gusto. En este caso, además de Scream, se imita a La llamada, Señales y otras.
Como en Señales, también aquí hay un sacerdote que perdió la fe y devino en granjero, mensajes en clave en un maizal, extraterrestres que tienen una extraña manera de saludar, cadáveres que explotan, un blanco papanatas y la reportera Cindy, que tomó a su cargo la crianza de un sobrino, epicentro de algunas de las bromas más macabras.
La estupidez es el denominador común de los personajes. ¿Generarán identificaciones? Pero lo que más abunda es el humor escatológico, y todos los elementos habituales del "cine bizarro".
A manera de complemento, un poco de historia sobre el origen de esta clase de filmes. Hay acuerdo que en los años 80 la comedia vivió anestesiada. Reagan era más un blanco para las balas de psicópatas que para los chistes de los cómicos. Esto cambió con la familia Bush (padre e hijo): uno bombardeó Irak y el otro lo invadió, demostrando que lo malo puede ir siempre peor.
Durante el gobierno de Bush padre, la comedia recuperó su brillo. Pero este reverdecer también liberó una variante que buscó satisfacer los deseos más primarios de los espectadores. Una variante nacida a la sombra de los escándalos sexuales de Clinton.
Hace 15 años eran los filmes de acción de Hollywood los que creaban héroes temerarios que alimentaban las fantasías del público joven. Ahora son las comedias las que brindan exceso y desenfreno.
"El público --afirma Michael De Luca, presidente de New Line Cinema-- quiere ver gente que se burle de la autoridad, que tenga una actitud irreverente ante la sociedad".
"Los años 80 --añade-- fueron políticamente correctos; la cultura no caía en la sátira ni en el humor obsceno. A medida que transcurrían los 90, programas de televisión como Los Simpsons (en nuestro caso, el de Tinelli) fueron dando muestras de una nueva actitud. De repente, todo valía".
Y cierto público --no todos-- comenzó a inclinarse por un tipo de comedia que apunta no al cerebro sino de la cintura para abajo. "Nos sentimos tan seguros --dice el director Andy Fleming-- que no queremos que el entretenimiento nos dé respuestas sino que nos escandalice".
En los Estados Unidos, a este tipo de cine (incluido el de los hermanos Farrelly) se lo denomina Gross-out cinema, que ha sido traducido como "cine escandaloso".
"Lo bueno de estas comedias --ha dicho el humorista Albert Brooks-- es que no hace falta verlas para odiarlas".
Quizás sea bueno que todos vean por lo menos una para entender ciertas tendencias actuales de lo que se conoce como sociedad posmoderna, donde "todo está bien" (es el saludo que hoy más se escucha) y quien no está de acuerdo con esta "doctrina" y pretenda emitir juicios morales o estéticos, es un aguafiestas, un arcaico o desubicado.