Bahía Blanca | Sabado, 19 de julio

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EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE HOY: IRENE NEDDERMANN (segunda y ultima parte) A través del mar y las montañas

A poco de concluir la primera guerra mundial, Irene Neddermann, siendo una niña, inició con su familia el largo itinerario que, tras el paso por la Patagonia, la conduciría a Sierra de la Ventana. Lugar donde hoy prolonga la dicha de haber descubierto muy temprano los maravillosos dones de la naturaleza.


 A poco de concluir la primera guerra mundial, Irene Neddermann, siendo una niña, inició con su familia el largo itinerario que, tras el paso por la Patagonia, la conduciría a Sierra de la Ventana. Lugar donde hoy prolonga la dicha de haber descubierto muy temprano los maravillosos dones de la naturaleza.


 Otra parte de su felicidad la viene acompañando, desde su adolescencia, en una pequeña caja de la que sus manos logran extraer una contagiosa y armónica euforia.


 En 1923 había llegado con sus dos hermanas, una gemela suya, Asse, y su madre para reencontrarse con su padre, Hermann Brunswig, ex integrante de la derrotada marina alemana. En 1924, tras los duros tiempos de la Patagonia, donde era administrador de una estancia, la población de Valdivia, en Chile, se convirtió para Hermann en una nueva meta.


 Allí podría proporcionar a sus hijos educación y una perspectiva humana más favorable. Pero el camino del éxodo no fue fácil. Mejor dicho fue terrible desde el comienzo. Consistió en atravesar en un desmantelado barco uno de los mares más adversos del mundo: el estrecho de Magallanes.


 Se presentía el difícil curso desde el mismo momento de la partida, cuando "todo el pasaje fue confinado en los camarotes y luego empezó el baile --relataría Ella Brunswig, madre de Irene--. Menos mal que las nenas se durmieron pronto y no se marearon en toda la noche, mientras que yo la pasé al borde de la tumba. El zarandeo era tal que casi me caía del camarote. Cuando aclaró, llegó Hermann para aconsejarnos que nos quedáramos en las camas, que el asunto iba para largo, que sobre la cubierta todo estaba patas para arriba".


 --Al despertarnos --evoca hoy Irene-- nosotras también nos sentíamos mal y comenzamos a llamar a mi mamá. Pero ella estaba igual o peor. Oíamos el ruido de la loza que se rompía en el comedor y los gritos de la gente. Los padecimientos y el miedo eran constantes.


 "A duras penas pasamos el estrecho de Magallanes, pero el maltrecho motor del barco se detuvo y debimos permanecer anclados en un puerto, no me acuerdo cómo se llamaba, durante dos o tres días. Casi no quedaba comida ni agua".


 Durante la espera, se produjo un acontecimiento inusitado. Una fría noche, el rumor del agua y una oscilante luz anunciaron que dos canoas se aproximaban al barco.


 --Eran indios que andaban desnudos y habían encendido fuego sobre la canoa para calentarse --dice Irene--. Creo que esos fuegos, muy comunes en aquel lugar, tenían algo que ver con el nombre de Tierra del Fuego.


 "En una de las canoas vi sentada a una mujer muy gorda envuelta en pieles. A su alrededor se refugiaban sus pequeños hijos.


 "Los indios iban a mendigar, y desde el barco les arrojaban pan, cigarrillos, whisky, ropa, sombreros. Ellos bebían, se emborrachaban, se vestían con esos trapos y ofrecían un espectáculo lamentable, que nos entristecía".


 La madre de Irene, Ella Brunswig, opinaba que los indios, además de haberse contagiado, por falta de defensas, las enfermedades de los europeos, habían perdido con la civilización los hábitos naturales que los fortalecían, y soportaban la decadencia de su cultura autóctona adaptada al medio.


 Lo que más le llamó la atención a Ella fue que si un hombre caía al agua "se hundía como una piedra", porque no sabía nadar. La navegación estaba en manos de las mujeres, que conducían las canoas al mar y, al regresar, las dejaban a resguardo de los arrecifes, por lo que el último tramo lo hacían nadando. Y volvían a ellas de la misma manera. Los hombres permanecían ajenos a esos manejos y se dedicaban solo a pescar y cazar focas con lanzas y flechas.


 Después de aquella aventura que lindaba con lo prehistórico, Irene presenciaría al siguiente día otra imagen bárbara que hoy continúa asociada a su memoria con el mismo dramatismo que la contemplaron sus ojos infantiles.


 --Ya no teníamos nada para comer. A la mañana vimos que unos hombres conducían hacia el barco, nadando, una vaca. Cuando estuvo cerca, la ataron de los cuernos y la subieron con un guinche. Fue un espectáculo pavoroso, triste, observar cómo izaban al pobre animal y tras depositarlo en la cubierta, lo faenaban. Al mediodía nos sirvieron unos bifes que de tan duros no se podían comer.


 "Tiempo después nos enteramos de que ese mismo barco, en su segundo viaje, se había hundido".


  * * *


 Tras el arribo a Valdivia, los Brunswig se trasladaron a la cercana estancia de los Hertz, su nueva residencia.


 La mayor novedad en Valdivia la produjo la llegada de Hermann Lucas, flamante miembro de la familia, cuyo segundo nombre evocaba la amistad y el respeto profesado a mister Bridges, aquel inglés confeso germanófobo, que, salvado por Ella Brunswig, se convirtió en el mejor aliado del matrimonio alemán.


 --Para nosotras, las niñas, la presencia de Hermann Lucas significó una gran sorpresa. No lo esperábamos ni sabíamos que iba a llegar, porque entonces "de eso no se hablaba". Y de repente, sin saber cómo, nos encontramos con que disponíamos de un hemanito.


 "Yo tenía ya siete años y podía concurrir a la escuela. Cerca de la estancia había un boliche donde los indios se reunían para conversar y beber. En la Patagonia habíamos descubierto al gaucho. Lo admirábamos por su destreza y su forma de andar a caballo. Se convirtió en nuestro héroe y queríamos ser como ellos.


 "Una vez, al pasar ante el boliche, vimos que había como veinte caballos atados a los palenques. Elegimos los dos mejores y le pedimos a un señor que nos ayudara a montarlos.


 "Fue la primera vez que subí a un caballo de verdad. Salimos al trote, pero de repente y por su cuenta el caballo empezó a galopar. Recuerdo el preciso instante en que se produjo el cambio. Fue maravilloso, como si me hubieran crecido alas.


 "Cuando nos cansamos de andar, regresamos al boliche. Los indios no se habían preocupado. Al ver que los caballos no estaban, se iban a tomar otro trago. Sabían que si alguien se los había llevado, ya los devolvería. Enterarse de que habíamos sido nosotras, en lugar de provocar su enojo, les causó gracia".


 Al poco tiempo, Irene y sus hermanas, convencidas de que después de haber atravesado el estrecho de Magallanes el mundo ya no encerraba secretos para ellas, se encontraron ante otra aventura insólita: cruzar, como San Martín, la Cordillera de los Andes.


 Ocurrió que a Hermann le hicieron una buena propuesta desde la estancia Chacayal, propiedad de un alemán, en San Martín de los Andes, y para ir hasta allí no tuvo más alternativa que organizar, por su cuenta, el cruce de la cordillera.


 --Aprovechamos el mes de diciembre --recuerda Irene--. Había que andar largos trechos a caballo y cruzar tres lagos en barco. Mi padre contrató a un baquiano para que llevara a mi hermanito sobre su montura, vigilado constantemente por mi madre. Pero el baquiano de vez en cuando emprendía una galopada, y al preguntarle por qué lo había hecho, respondía sonriendo: "Al chico le gusta galopar".


 "Un día nos encontramos frente a un profundo cañadón que debíamos cruzar por un precario puente colgante. Mi mamá nos recomendó que claváramos la vista en un árbol de la otra orilla y no miráramos hacia abajo para no marearnos. Pero hasta los caballos tenían miedo.


 "Yo ni el árbol me animé a mirar. No sabía si lo que temblaba era el puente o mis piernas. Llegar al otro extremo me produjo la sensación de haber nacido de nuevo.


 "Tardamos tres días en arribar al lago Lácar. Durante la última etapa nos condujeron en un carro de la estancia".

El amor gaucho y aborigen que no pudo ser






 Chacayal era una estancia moderna, con agua corriente, donde una maestra alemana se ocupó de la educación de las niñas y al poco tiempo nació el quinto vástago de la familia: Bernardo.


 Una vez, un gaucho vio a Irene en el jardín y --con las premuras que generan aquellas soledades del alma y de la tierra--, no tuvo mejor ocurrencia que preguntarle a boca de jarro: "¿Usted me quiere?". "Y yo, porque me daba vergüenza decir que no, le dije que sí. Al tiempo me mandó una carta proponiéndome casamiento. Lo comenté con mis hermanos, pero no les dije nada a mis padres.


 "Perturbada, guardé la carta en el bolsillo, de donde se me cayó mientras andaba por la cocina. La encontró la cocinera y se la llevó directamente a mi mamá. Hubo un pequeño escándalo. Como éramos muy inocentes, mi madre nos advirtió sobre el peligro de esas relaciones, y cuando lo supo mi padre se enojó mucho. Echó al gaucho y le dijo a mi madre que ya era hora de enviarnos a Alemania para que pudiéramos recibir una educación adecuada".


 En el afán de rescatarlas de aquellos horizontes frecuentemente ajenos al decoro y a las convenciones de la civilización, en el año 1929 Irene y sus hermanas fueron llevadas por su madre a Alemania.


 Se instalaron en Berlín, en la casa de un tío, funcionario de Cultura del gobierno.


 --Asistimos a importantes institutos. La pasamos muy bien, pero añorábamos los caballos, los gauchos, la libertad --dice Irene.


 A partir de 1933 vieron cómo sobre Alemania empezaba a agigantarse la sombra de otra clase de barbarie, mimetizada con el uniforme de la civilización.


 --Hitler sumaba cada día más poder. Era muy inteligente. Sin que el mundo se diera cuenta convocó a los jóvenes a un año de trabajo social que en realidad servía para crear la infraestructura de la guerra.


 "Una vez concurrimos a una manifestación política liderada por Hitler y Goering. Al pasar frente a ellos mi tío nos dijo en voz baja: 'Observen esas caras de asesinos. Estos son los que provocarán la ruina de Alemania'" .


 Europa estaba a punto de convertirse una vez más en campo de batalla. Y de nuevo la partida urgente hacia la Argentina. Irene y sus hermanas volvieron a reencontrarse con su familia que se había desplazado a una estancia de San Rafael, Mendoza.


 Europa ardió en la conflagración y Alemania, que fue derrotada una vez más allá, también perdió acá. Perón le declaró la guerra y todos los bienes de procedencia germana fueron confiscados, incluida la estancia de Mendoza.


 La familia Brunswig decidió entonces trasladarse a la Capital Federal. Compraron en Vicente López una casa que equiparon con muebles adquiridos a los oficiales repatriados del "Graf Spee", marinos como Hermann.


 Para sobrevivir, Ella Brunswig pasó a ejercer su antigua profesión de enfermera en el Hospital Alemán, Hermann encontró un trabajo rudimentario e Irene se empleó en un taller de encuadernación.


 En 1947, el gobierno decidió también expropiar el Club Alemán. Irene asistió a la última fiesta ofrecida allí, antes de entregar el edificio, por la colectividad alemana.


 --Yo no quería ir porque no conocía a nadie y era muy tímida. Pero mi padre me insistió y al final fui. El presidente del club me presentó a la gente. Tocamos el acordeón y cantamos.


 "Juan Neddermann, un alemán que había estudiado en Bremen, se acercó a mí y me invitó a bailar".


 Fue amor a primera vista. Apremiante. A los 14 días se comprometieron. Y tras el casamiento, oficiado a los pocos meses, nacieron cinco hijos.


 --Cuando mi madre murió en 1990, y todos mis hijos estaban casados, me dije: No, yo no quiero seguir en Buenos Aires.


 "Aquí, en Sierra, vivía mi hermana melliza, Asse, casada con un estanciero de origen alemán. Un día le dije que nos alquilara una casa para mi esposo y para mí. Y nos vinimos".


  * * *


 Y en Sierra de la Ventana se siguen cumpliendo sus sueños. Irene ama la montaña y le gusta sentir la brisa serrana sobre su rostro, desde el lomo de un caballo. O desde el asiento de su bicicleta.


 Además del caballo de montar --que vive en el patio de su casa, y mientras se alimenta le corta el césped--, en el campo, frente a la ventana, tiene otros seis que comparte con los turistas y los chicos que ensayan sus primeros galopes.


 A los 87 años, se levanta muy temprano y se acuesta también muy temprano con un libro. La lectura es otro de sus placeres.


 Su padre, Hermann, nunca volvió a Alemania. Murió en 1970. Ella Brunswig retornó varias veces a su tierra y vivió los últimos días de su avanzada edad en un confortable geriátrico de Buenos Aires. Irene regresó a Europa con su esposo. Dos de sus hijos residen en Alemania, una en Brasil y los otros dos en Buenos Aires. Su hermana Asse murió en 1998. Juan, su esposo, en 1999.


 El libro sobre la vida de su familia, Allá en la Patagonia, que alcanzó ya su tercera edición, ha conquistado el corazón de muchos lectores. Turistas que llegan a Sierra se acercan a Irene para requerirle detalles sobre ese vívido relato. María, quien compaginó las cartas de su madre, Ella Brunswig, y dio unidad a la obra, permanece en Alemania. Todas las semanas parte hacia allá, desde Sierra de la Ventana, una carta de Irene para ella, y llega desde Alemania una de María para Irene.


 Años atrás, el dueño de Chacayal, un español de apellido Sangrador, compró el libro de María en Buenos Aires y se encontró con la sorpresa de que en él se hablaba de su estancia. Eso lo impulsó a organizar una comida para invitar a todos los que en años anteriores la habían habitado. María con sus nietos y los nietos de Irene vinieron desde Alemania. Fue un momento grato de evocación y reencuentros. La antigua vivienda ya no existía, porque fue destruida por un incendio, pero quedaba, de los viejos tiempos, el corral y la casa de los peones.


 A Irene la han nombrado ciudadana ilustre de Sierra de la Ventana.


 Curiosamente, el día que jamás olvidará nada tiene que ver con lo que acabamos de relatar.


 Se relaciona con la etapa en que se desempeñó como institutriz en la casa de la familia Andrade, en Huerta Grande, Córdoba.
--Allá vivía un indio que era cartero --relata--, muy noble, simpático y hasta buen mozo. Siempre me llevaba las cartas. El se enamoró de mí. Era mi amigo. Pero yo sabía que no podría casarme con él.



 "Muchos años después, volví a ese pueblo con mis hijos, y lo fui a visitar. El ya era jefe del correo. Cuando vio a mis hijos y supo que me había casado, se cubrió la cara con las manos y comenzó a llorar desconsoladamente. Ese gesto me produjo una congoja que me duró para siempre".


 El vínculo de los turistas que llegan a Sierra de la Ventana con Irene se produce a través de su pequeña y comunicativa caja de la felicidad: su acordeón. Permanece en sus manos desde que tenía 15 años, y era una niña scout en Alemania. Con ella ameniza encuentros y reuniones.


 Antes de despedirnos, le pedimos que nos haga escuchar alguna pieza tradicional. De inmediato, sus dedos, finos y ágiles, comienzan a revolotear sobre las teclas y fluye una antigua canción alemana, alegre, efusiva, mientras Irene canta con el entusiasmo de una voz siempre nueva, infantil, llena de vida.


Leyendas

La familia Brunswig, antes de viajar a Chacayal.
Paso en barco de un lago cordillerano.
Gauchos en Chacayal.
Ella Brunswig, enfermera del Hospital Alemán.
La casa de la estancia en San Martín de los Andes.