Bahía Blanca | Jueves, 18 de abril

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¿En qué estadística entra el cabezón?

Despedida al actor Jorge Ventura.

No recuerdo si se lo escuché a alguien alguna vez . No sé si lo leí en algún libro. En ambos casos es probable. Si sé que a lo largo de los años de ejercicio del oficio, fui esbozando una idea que ahora, a esta altura, ya no admite discusión para mi. Y es que no existe la objetividad en el periodismo.

La razón es muy sencilla, se me ocurre: soy un sujeto, no un objeto, no somos una cosa. Uno sí debe tender a la objetividad, pero es como la utopía, como el horizonte: nos permite avanzar, sabemos que está ahí, pero también sabemos que no podemos llegar.

Y hoy, menos que nunca, quiero disfrazarme de un periodista que busque la objetividad. Quiero tener este espacio que me da la vida para disponer de el a mi antojo. Para que lo que sentí y siento salga desde lo más profundo de las tripas. Aunque sea periodísticamente incorrecto. En desorden. Mezclando conceptos. No me importa, no me importa…

Para decirle a todos que me respondan dónde, en qué estadística entra la muerte de un amigo entrañable. En que estadística del coronavirus? En qué cuadro sinóptico? En qué gráfico? En qué colores lo encuentro?

Qué hacemos con tantos números? Qué hago con el porcentaje de camas? Qué hago con la cantidad de respiradores? Hásta cuándo habrá que seguir escuchando la discusión salud vs economía, salud y economía, economía vs salud, restricciones vs. libertades, cuarentena vs anticuarentena?

Respeten a los muertos. Respeten la memoria de los muertos. Respeten el sufrimiento de los familiares de los muertos.

Esos números de los cuales abusamos periodísticamente ( me incluyo ) nos han quitado perspectiva de lo que significa la vida de un hombre, de una mujer. Es la vida, y la vida de un hombre y de una mujer jamás puede sintetizarse en un número, en un cuadro, en un porcentaje. Porqué ahí, en la vida de cada uno, van cosas que no se pueden medir, no se pueden mensurar, no entran en los gráficos de torta, como el sufrimiento, el amor, la pasión, la amistad, la esperanza, el pesimismo, el optimismo, las caricias, los abrazos, los encuentros, las charlas, las risas, el llanto, los sueños, los fracasos, los triunfos, las derrotas, la dulzura, el sacrificio…

Quiero despedir al cabezón, haciendo lo que se hacer: escribiendo algo así como una carta en la que quiero expresar lo que siento, cómo lo recuerdo y cómo lo recordaremos mientras imagino que él me está escuchando.

El cabezón era un adulto-adolescente-niño que vivió y vio la vida siempre desde arriba de un escenario. Su vida fue una obra de teatro. En cualquier lugar donde lo pusieran las circunstancias esperaba el telón abierto para actuar. Nunca se lo dije, y me arrepiento, pero ahora comprendo hasta dónde se mimetizaba en su condición de actor.

No importaba el escenario. Podía ser en el trabajo. En una cancha de paddle. En un asado. En un cumpleaños. En las fiestas de fin de año. Llegaba él, y se iluminaba el teatro.

Cómo no recordar los asados en Martín Rodríguez al 200 con todos nuestros hijos pequeños, cuando tipo una de la mañana decía: che aguanten un cachito, duermo a Axel y seguimos… Y a la media hora venía Axel caminando, mientras se escuchaban sus ronquidos desde la pieza…

Cómo no recordar lo que invariablemente hacía en todos los cumpleaños , tanto los de sus hijos como de los nuestros. Cuando ya los pibes habían soplado las velitas y estaban todos jugando, él gritaba: “a comer el heladoooo…”. Y sabía que helado no había, y los pibes se agolpaban con las manos extendidas, mientras él se reía a carcajada limpia… Siempre hacía lo mismo… y siempre causaba gracia.

Cómo no recordar sus incontables anécdotas en los tiempos en que trabajó como visitador médico. Cómo no recordar en esas sobremesas interminables de los asados con mujeres e hijos cuando contaba, una y mil veces las macanas que hicieron con Tito cuando iban a los exploradores, o cuando el gerente de un banco lo llamaba por teléfono, él no atendía, y esperaba que le dejara siempre el mismo mensaje: Venturitaaaaa, sé que estás por ahí, venturitaaaa, atendeme…! Y siempre terminaba riéndose a carcajadas. Cuántas veces las contó? Cien, mil, dos mil, no importa, siempre causaron gracia a un público, sus amigos, que esperábamos justamente eso…

O aquel 24 de diciembre que, como siempre, se disfrazó de Papá Noel para sorprender a sus nietas y a los hijos pequeños de familiares, y le empezó a hacer efecto , mientras esperaba que se hicieran las 12 escondido en una carpa, la tarta de zapallitos amargos que había comido un rato antes. Siempre contaba que nunca, ningún pibe en el mundo, vió a Papá Noel revolear los regalos de esa manera y pasar tan rápido entre ellos, en la búsqueda desesperada de un baño…

O cuando, siendo el primero de los amigos con computadora, chateaba con el seudónimo Kevin Chuca y le hizo el bocho a un colombiano. Y el colombiano, creyendo que había encontrado el amor de su vida en la Argentina le pidió que le mandara una foto , que la quería conocer y el cabezón le mandó una con un batón de su mamá que había usado en un obra… Irreproducible las cosas que escribió ese pobre colombiano engañado en sus sentimientos.

Es imposible olvidar cuando en un parlamento de la obra Locos de Contento, por una ventana, tenía que gritarle a su hijo y cambiaba los nombres según a quién hubiera visto de nosotros en la platea de aquel teatro que funcionaba en la calle Sixto Laspiur. Y así el personaje fue Luisito, Carlitos, Tito… en todas las funciones lo mismo.

Discutí mucho con él cuando le agarró esa locura de irse a España. Me enojé mucho con él. Había hecho castillos en el aire pensando que ese viaje podía cambiarle la vida a él y a su familia. No entró en razones. Se fue, estuvo tres meses y volvió. Nunca lo reconoció, es más , se enojaba cuando se lo hacíamos notar, pero era claro que sus sueños no tenían anclaje en la realidad y que en verdad extrañaba mucho. A su compañera. A sus hijas. A sus nietas.

Jorge y Mónica. Mónica y Jorge. Era un nombre detrás del otro. Como una sola persona. Pese a las tormentas. Pese a las tempestades (que levante la mano quién nunca las pasó), así fue durante más de 40 años. Y así construyeron esa familia bien a la italiana: gritos, enojos, voces bien arriba, pero todos juntos… Hijos, yernos, nietas.

Jorge era el vuelo. Mónica, el ancla. Jorge era la vela abierta. Mónica, marinero siempre a la espera de mejores vientos. Jorge era el optimismo. Mónica, el sacrificio. Jorge era la sonrisa. Mónica, los dientes apretados. Jorge era el artista. Mónica, su productor general.

Y así funcionó. Y por esos sus nietas lo adoraban, una especie de Piñón Fijo que a mano tenían todos los días. Y sus hijos lo idolatraron.

Y nosotros, esta manga de viejos agretas, estaremos en el próximo asado, cuando podamos volver a juntarnos, recordando lo que nos decía y hacía. Estaremos esperando sus ocurrencias, pero no llegarán. Es que ninguno de nosotros tiene ese don de la repentización, de la creatividad, del humor, de la cargada para nada ofensiva, de esas salidas sorpresivas que invariablemente arrancaban una risa sonora. Como en aquella picada cuando Tito dijo que se iba a España a dar clases y él, sentado a su lado, empezó a imitar al personaje de la película El Joven Frankestein ante la mirada atónita del profesor especializado y las carcajadas de todos nosotros…

Se fue un buen tipo, un tipo sencillo, que matizaba todo con humor en esa mezcla rara de adulto – adolescente – niño que, hay que decirlo también, a veces nos hacía agarrar unas rabietas de aquellas. Pero nadie traiciona su espíritu. “Uno solo es lo que es y anda siempre con lo puesto”…Y así era el cabezón. Por eso se lo quería.

Ni siquiera traicionó su esencia la semana pasada cuando pude escuchar su voz a través del teléfono por última vez. Fue el sábado pasado, 12 de setiembre, sobre el mediodía. Desde hacía una semana estaba internado en el Privado. Hablábamos o chateábamos todos los días.

“Hola cabezón, como estás…”, pregunté.

“Hola nari, bien, me están dando un poco de aire, pero bien hasta ahora…”, respondió.

“Tenés fiebre? “, pregunté al toque…

“Y por ahí como que me vuelve, estoy en eso “, me dijo.

“Y qué haces, que te dan...?”, insistí con las preguntas

“No nada, me baño, me baja, me vuelve a subir, me baño otra vez, así estoy… te digo una cosa, de algo estoy seguro… de acá salgo limpito”, me respondió, motivando una sonora carcajada.

Así fue siempre. Ese era él… Al otro día, domingo 13 lo llevaban a terapia. No lo escuchamos más. No lo vimos más.

Se fue un buen tipo. Y no es poca cosa.

Y está claro que no entra en ninguna estadística.

Pido respeto. No me hablen de anticuarentena, ni de falta de libertades.

El cabezón está esperando que vuelvan a levantar el telón…

Luis Alberto Cano