Termina la Primera Conferencia Internacional Americana
La delegación argentina estuvo integrada por Sáenz Peña y Quintana y Quesada, y llevó a cabo todo tipo de desplantes. (Primera de dos entregas)
Ayer, 14 de abril se conmemoró el Día de las Américas, instituido en 1930. La idea de reunir a los países americanos registraba varios antecedentes. Entre 1826 y 1865 se celebraron cinco congresos hispanoamericanos, el primero de ellos el famoso “Congreso Anfictiónico” convocado en Panamá por Simón Bolívar y el último, el Congreso americano realizado en Perú -también llamado Segundo Congreso de Lima–, que deliberó entre fines de octubre de 1864 y marzo de 1865 y que fue un intento para unir las naciones americanas en torno de principios comunes en vista de una creciente intervención europea y estadounidense en los países latinoamericanos y del que participó el embajador Domingo Faustino Sarmiento –en tránsito hacia Estados Unidos– contraviniendo órdenes del presidente Mitre.
Quince años después fueron los propios Estados Unidos los anfitriones y de un Congreso en el que participaron 18 de las 19 repúblicas independientes del continente. Pero así como Alberdi (véase recuadro) y Sarmiento, lo mismo que el mexicano Benito Juárez o el cubano José Martí, eran entusiastas impulsores de la unidad americana, así también, hacia 1880 la Argentina mostraba otros valores –el liberalismo y el positivismo personificados en el “roquismo”– que lo alejaban de sus vecinos latinoamericanos. Para más, la abundancia creciente motivada por la exportación de carnes y, después, granos, generaría un “orgullo argentino” que lo acercaba mucho más a sus compradores –Inglaterra, Francia, Alemania– que a las pobres naciones de nuestro continente.
Por eso, para la mayoría de los argentinos la vida americana no estaba en el centro de su interés. En realidad, buena parte de la población apenas si participaba en el sistema político interno y poco se sabía o discutía sobre el acontecer en otras latitudes del continente. El poder político estaba concentrado en pocas manos que eran las mismas que conducían la economía y eran los mismos que conducían la política exterior. Como destacan Floria y García Belsunce en su Historia de los argentinos “el arte de la diplomacia era para ellos un segmento de su vida pública y una prolongación de sus intereses y de sus hábitos sociales. Solo ellos podían percibir la ‘dimensión internacional’ de la Argentina. En cambio, esta era inaccesible a la masa de la población criolla y a los inmigrantes, asediados por sus necesidades cotidianas”.
“Después de 1880 solo la clase social más elevada entrevió la creciente importancia internacional de la República”, escribe Thomas McGann en Argentina, Estados Unidos y el sistema interamericano 1880-1914. Percibió esa importancia por “razones materiales”, porque la nación vivía ligada al mundo mercantil europeo, y también por razones culturales, pues la oligarquía vivía atenta a las formas de pensar en Francia que alimentaba su “soberbia o alienación cultural” que, como veremos, se extendía incluso a sus relaciones con los Estados Unidos.
Cuando hacia 1880 Colombia invitó a los países latinoamericanos a reunirse en Panamá para arbitrar medios de arreglo pacífico de los conflictos regionales, la Argentina ignoró la invitación. “Pasaba por momentos críticos a raíz de la ‘cuestión Capital’ y Roca había asumido poco tiempo atrás el gobierno. Bernardo de Irigoyen se encargó de redactar la respuesta a Colombia. En resumen, la Argentina tenía su propia “doctrina de paz”, apropiada al desarrollo de sus propios recursos, y ninguna prevención respecto de Europa, cuyos capitales y gente necesitaba”. De todos modos, la reunión no se realizó a raíz de la guerra entre Chile y Perú.
“La retórica de la política exterior argentina –continúan estos autores–no descuidaba, sin embargo, los temas de la unidad americana. Y en 1888, incluso, la acción diplomática conjunta con el Uruguay permitió la convocatoria a un congreso –el Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado–, al que asistieron en Montevideo los países organizadores y Brasil, Bolivia, Perú, Uruguay y Chile”.
Fue una reunión “sudamericana” que constituyó una buena demostración de capacidad diplomática para la delegación argentina en la que lucieron sus habilidades Quirno Costa, Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña, mientras afirmaban sus prevenciones respecto de los Estados Unidos país que gozaba de un “industrialismo triunfante” y una dinámica expansionista tras consolidar su “conquista del oeste”, algo parecido –y simultáneo– a lo que en nuestro país se conoció como “Conquista del Desierto”.
Vicente Quesada, embajador argentino en Washington, censuraba a los proteccionistas del partido Republicano, mientras en la misma época Roca era huésped de honor de los ingleses y “la Argentina –Buenos Aires– había llegado a depender de Europa en casi todo: dinero, gente, tecnología, modas, noticias”. En los Estados Unidos, pese a todo, aumentaba la estimación por la Argentina.
James Blaine, secretario de Estados de los Estados Unidos, en la Primera Conferencia Internacional Americana.
Los altivos argentinos
En 1889 el secretario de Estado de los Estados Unidos, James G. Blaine invita a los gobiernos americanos cursando las invitaciones para que los países envíen representantes a la primera Asamblea constituyente del sistema interamericano, en Washington y la Conferencia inicia sus sesiones el 2 de octubre y las clausura el 19 de abril de 1890 sancionando 19 recomendaciones entre las que se encuentra una aprobada el 14 de abril de 1890 que establecía la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas llamadas a actuar a través de la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas, luego llamada Unión Panamericana –creada por resolución de la IV Conferencia Interamericana de 1910 celebrada en Buenos Aires–. y desde abril de 1948 Organización de los Estados Americanos (OEA). Durante dieciséis años funcionó en un edificio ubicado en Jackson Place 2, frente mismo a la Casa Blanca hasta que se trasladó al edifico actual.
La delegación argentina a la Primera Conferencia Panamericana estuvo integrada por los mismos Sáenz Peña y Quintana -ambos, luego, presidentes de la nación– y Quesada -ministro argentino en Washington–, y llevó a cabo todo tipo de desplantes.
Fue el único grupo que no participó de los paseos organizados en tren por los anfitriones ni de la ceremonia inaugural, durante la cual salieron a recorrer la ciudad de Washington en coche abierto y se “vistieron de levita con sombrero de copa y salieron a pasear por las calles de Washington en un carruaje abierto, para que el público no tuviera duda alguna respecto al verdadero motivo de la ausencia”, que era el de impugnar al secretario de Estado norteamericano, propuesto para presidir las sesiones.
En lo sustancial, los altivos argentinos se alzaron como la voz de rechazo a casi todas las propuestas emanadas de los Estados Unidos, país que no pudo concretar ninguno de sus proyectos elaborados en base a la “Doctrina Monroe” y la del “Destino Manifiesto”.1
A veces con argumentos sólidos y en otros casos mediante maniobras leguleyas, la delegación argentina logró que no se impusieran la “unión aduanera”, ni el uso de una moneda de plata continental, ni la obligatoriedad americana de aceptar un tribunal arbitral supranacional. Suerte parecida corrieron los proyectos tendientes a uniformar los sistemas de pesos y medidas, las tarifas portuarias y el establecimiento de líneas navieras.
¿América para los (norte)americanos?
En lo general, los delegados argentinos, siguiendo las instrucciones del combativo canciller Estanislao Zeballos, resistieron todos los intentos de avance continental de los Estados Unidos, país que aceptó que, para ellos, todo había resultado un rotundo fracaso.
Durante los debates sobre la unión aduanera, Sáenz Peña fue explícito y acuñó una frase para la historia, al afirmar que una zona de libre comercio americana implicaría “una guerra de un continente a otro; 18 Estados independientes, aliados para excluir de la vida comercial a esa misma Europa que nos extiende su mano, nos envía sus fuertes brazos y complementa nuestro sistema económico, después de proporcionarnos nuestra civilización. [...] ¡Dejad que América sea para la Humanidad!”.
Esta declaración –objetivamente probritánica– estaba en sintonía con las del ministro Victorino de la Plaza que, previamente había adelantado una consideración: “El gobierno, que no conoce sino de manera general las bases de aquella convocatoria, se asociará con verdadera satisfacción a sus propósitos si se ve que las resoluciones que se tomen no lograrán en ningún caso a poner en peligro vínculos e intereses tan importantes como los que ligan a este país con los pueblos europeos”.
Una Argentina oligárquica, pero antiyanqui
Sin eufemismos, la declaración de De la Plaza –que residirá muchos años en Londres como agente financiero y bancario de capitales británicos y será, después, presidente de la Argentina al morir Roque Sáenz Peña– aclara que Gran Bretaña es aún, en todo sentido, la “nación más favorecida” y la que determina la política exterior y los alineamientos internacionales.
Lo que rechazó de plano la delegación argentina, como lo explicaría luego el ministro Zeballos, fue que “a que la conferencia internacional a la que asistíamos resultara dirigida administrativamente por el gobierno de los Estados Unidos”.
Para destacar aún más su mayor afinidad con Europa, durante las deliberaciones Roque Sáenz Peña no dejó de recordar a España como “Madre Patria”, a Italia como “amiga” y a Francia como “hermana”, y al fin opuso el lema “América para los americanos” contraponiéndole aquel más amplio y adecuado a la mentalidad dirigente argentina de “América para la humanidad”.
A fines del siglo Carlos Pellegrini informaba a Miguel Cané el “desprecio cultural” que la clase dirigente argentina sentía hacia los norteamericanos y, al propio tiempo, la sobreestimación de sus propias cualidades: “Habrás visto cómo han tratado los Estados Unidos a España. ¡Qué niños! El día que llegaran a tener el poder de Inglaterra, si no viene una reacción en los Estados Unidos, van a acabar en la locura. Un senador (norteamericano) acaba de pronunciar un discurso a favor del imperialismo y hablando del porvenir decía que el imperio yanqui llegaría a tener por límites al norte, la aurora boreal; al sur, el Ecuador; al este, el sol naciente; al oeste, la inmensidad ¡Felizmente para nosotros, se detienen, por ahora, en el Ecuador!”.
Como subrayan Floria y García Belsunce, “el ‘antiyanquismo’ había nacido ya, y no precisamente por razones ideológicas”. Además, “hacia América latina la clase dirigente argentina no era menos pesimista. Años antes, Roca había escrito al mismo Cané una buena radiografía de los sentimientos que animaban a quienes atendían los acontecimientos americanos” (véase recuadro).
La llamada Generación del 80 crecía con ejercicio de la arrogancia, con un optimismo casi fatalista abonado en la creencia de la inevitabilidad del progreso ilimitado, sensación de dominio de la situación y del porvenir como una clase dirigente confiada en que controlaba la real política alumbrada por una era prolongada de “paz y administración”.
Alberdi y su Memoria de 1844
Casi medio siglo antes del Congreso de Washington Juan Bautista Alberdi redactó su Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso General Americano publicado por la Universidad de Chile en el que propone tratar: “Arreglo de los límites territoriales entre los Estados americanos”; “Regulación de la navegación marítima y fluvial”; “Protección del comercio”; “Uniformidad aduanera”; “Uniformidad de monedas, pesos y medidas”; “Uniformidad del derecho mercantil y especialmente de las formas y efectos de las Letras de cambio”; “Fundación de un Banco y un crédito púbico continentales”; “Validez y autenticidad de las sentencias e instrumentos probatorios”; “Validez de los títulos científicos y profesionales”; “Propiedad intelectual y literaria”; “Construcción de caminos internacionales”; “Unión postal”; “Extradición de criminales con exclusión delos acusados por delitos políticos”; “Limitación de armamentos”; “Establecimiento de una judicatura de paz internacional”; “Determinación del Derecho Internacional Americano”.
Carta de Julio A. Roca a Miguel Cané
“Mi estimado amigo: usted es un buen observador que no viaja impunemente, como tanto espíritu frívolo, y mejor narrador de lo que ve y observa. He leído, pues, con verdadero gusto su carta del 7 de octubre y no puede ser más interesante y fiel la pintura que en ella me hace del estado político, social y económico de Colombia y Venezuela que, por lo visto, recién ahora van por lo mejor de esa vía crucis, cayendo tan pronto en el despotismo más brutal como en la demagogia más desenfrenada, de que felizmente nosotros hemos salido ya sin haber descendido tanto como ellas.
Pero no hay que desesperar ni afligirse inútilmente. Esos pueblos que se revuelcan en la miseria con sus ilustres americanos, al fin se han de organizar y constituir, modificándose o (absorbidos) por la ola europea o yankee que no ha de tardar en hacer sentir su influencia. [...] Por aquí todo marcha bien. El país en todo sentido se abre a las corrientes del progreso con una confianza en la paz y la tranquilidad públicas y una fe profunda en el porvenir. Al paso que vamos, si sabemos conservar el juicio en la prosperidad, que no han sabido conservar los chilenos en sus triunfos militares, pronto hemos de ser un gran pueblo y hemos de llamar la atención del mundo”.
Citada por Ricardo Sáenz Hayes, Miguel Cané y su tiempo, Kraft. Buenos Aires, 1955.
1 La tesis del Destino Manifiesto fue presentada por John L. Sullivan en 1845 y explicaba la imperiosa expansión estadounidense no solo como algo inevitable, sino como un mandato divino. Con esa argumentación, los Estados Unidos ocuparon más de la mitad del territorio mexicano (2.400.000 km2), anexaron tierras de enormes riquezas agrícolas, mineras y petroleras, puertos excelentes y lograron así una dominante situación estratégica y geopolítica.