Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Vivir y morir de hambre

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   Días pasados celebramos el día de la infancia o las infancias. Mario Margulis, sociólogo, quien dirigió durante muchos años el Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires, cuando se refería a la adolescencia decía que no hay una sola adolescencia si no que hay tantas adolescencias como sociedades hay.

   Con la niñez o la infancia pasa algo similar, por eso digo prefiero decir “infancias”, si analizamos nuestra geografía, o el entramado social advertimos varias.

   El 20 de noviembre de 1952, la Asamblea General de las Naciones Unidas se reunió con el objetivo de reafirmar los derechos universales del niño, sugiriendo a los gobiernos de todos los países del mundo destinasen una fecha para celebrar su día.

   Se celebra un día, pero ¿los derechos de las infancias no deberían estar presentes y ser atendidos casi como una obsesión?

   No entiendo cómo el tema no hace ruido…

   Duele, conmociona y desgarra saber que según el INDEC, en el segundo semestre de 2021 -último dato disponible- la pobreza alcanzó a un 51,8% de niños de entre 0 y 17 años. Las dificultades económicas impactan en la alimentación, educación, aspectos emocionales y el uso del tiempo libre de los niños, niñas y adolescentes. Casi como una cachetada, días pasados murió una niña de 11 años.

¿Debería hacernos ruido? ¿Debería llamar la atención? ¿Cómo garantizar aprendizajes significativos y un adecuado desarrollo emocional si el único ruido, lo que suenan “son las tripas de los chicos”?

Quienes accedemos a imágenes y estudios de resonancia magnética en las que se pueden comparar las diferencias entre recién nacidos en hogares con mayor y menor poder adquisitivo, advertimos las diferencias: los más desfavorecidos presentan hasta un 10% menos de materia gris.

   La pobreza, opera como acta de defunción anticipada, afecta capacidades cognitivas y consecuentemente hay mayor probabilidad de fracaso escolar. A su vez, impacta en el desarrollo físico por el déficit alimentario y también genera desorden emocional.

  La deprivación no solo garantiza “delgadez” o el “abdomen abultado” por la ingesta de carbohidratos, sino que como asegura Eldar Shafir, psicólogo, especialista en Ciencias del Comportamiento y Políticas Públicas, equivale a poseer menos espacio cognitivo que permita pensar y concentrase, ya que la mente está “ocupada” por otras preocupaciones: subsistir.

   Raciones escasas, falta de cuidados, carencia de estímulos, condicionan y afectan el cerebro; certificando el debilitamiento y hasta la desaparición de circuitos y conexiones neuronales para procesar información, que de persistir favorece al estrechamiento de la corteza cerebral.

   Que la pobreza afecta el cerebro ya no caben dudas, pero me pregunto: ¿Quién tiene el cerebro más afectado? ¿Quién está más desnutrido emocionalmente?

  Seguramente aquellos que tienen “la panza llena”, aquellos que tienen mayor grado de responsabilidad y de poder, aquellos que y pudiendo hacer algo serio y en serio, no lo hacen. 

   En nuestro país la pobreza alcanza al 51,8 % de los niños. Podemos decir que hay dos tipos de infancias, los que comen y la otra que literalmente pasa hambre.