Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

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La nueva novela de Chaija, un homenaje a los maestros del horror

El escritor acaba de publicar su octava novela dentro del género. Se trata de “El Horror de Providence”.

Patricio Chaija con su flamante producción. Foto: Pablo Presti.La Nueva.

Fernando Monacelli / fmonacelli@lanueva.com

   Patricio Chaija lo hizo de nuevo. Por octava vez acaba de publicar una novela dentro del género que más dispara su despejada creatividad y su volunad por escribir: El horror.

   En esta oportunidad se trata de “El Horror de Providence” (Editorial Muerde Muertos), obra que el autor define en pocas palabras: un homenaje a varios grandes maestros del género.

   De hecho, los principales personajes son los escritores universales Lovecraft, King, Poe, Bloch, Matheson, Campell, entre otros.

   La novela comienza con la muerte de Lovecraft, a quien sus colegas de todos los tiempos entierran en el jardín de la mansión donde esa misma noche competirán entre ellos contando historias para decidir quién se queda con la casa, es decir, quién será el nuevo rey del terror.

   Chaija, además de escritor, se desempeña como profesor de Literatura y coordina talleres literarios en Bahía Blanca, demuestra una vez más su gran habilidad para entretener y a la vez avanzar en una literatura que ya lo ubica entre los mejores escritores del género.

   --¿Por qué el horror?

   --Es el género que más me dispara la imaginación, en el que me siento más cómodo. --¿Tus lecturas también giran en torno al mismo género? --Leo de todo, pero tengo predilección por el horror desde siempre.

   --Tus influencias literarias se pueden ver en tu nueva novela, ¿qué otros autores leés fuera del horror?

   --Muchos, pero uno que me gusta particularmente es el peruano Julio Ramón Riveiro.

   --¿Cómo es tu rutina de escritura, teniendo en cuenta la vastedad de tu obra?

   --Escribo todos los días, durante horas, de manera enfervorizada, de mañana, luego del almuerzo y, sobre todo, de madrugada, hasta las tres de la madrugada.

   --¿Te fijás, como hacen otros escritores, objetivos por cantidad de páginas, por ejemplo?

   --No menos de diez por día. No me levanto antes de eso.

   --¿Qué consejo le das a un adolescente que quiere empezar a leer?

   --Que piense qué temas de la vida lo entusiasman. Siempre hay un libro que lo va a estar esperando. Que no se quede con lo que le digan, que indague hasta dar con ese libro.

   --¿Y a uno que quiere empezar a escribir?

   --Que lea mucho, muchísmo, como loco, me decía mi mama. Pero prestando atención a cada página.

   --¿Pudiste escribir en pandemia?

   --Sí, de hecho terminé una novela muy extensa. Eso sí, la había empezado muchos años antes.

   --¿Creés que se viene una literatura Covid?

   --Lamentablemente, sí.

   --¿Por dónde empezar a leer a Chaija?

   --Creo que este es un buen libro para entrar en mi literatura.

   --¿Dónde se consigue tu nuevo libro?

   --Se consigue en las librerías del centro o la gente me puede contactar en redes sociales.

A continuación un fragmento del prólogo

El Horror de Providence
Patricio Chaija

   Durante una tarde de otoño, triste, solitaria y gris, viajaron los hombres que llegaron a un promontorio de una región extremadamente lóbrega y singular del país, y desde allí contemplaron la melancólica casa Howard. Se apersonaron de a uno, coincidiendo en algún punto de la ruta con sus coches y, de a poco, fueron formando la caravana hacia el lugar que los esperaba. Nadie estaba dichoso de dirigirse allá; los talantes de todos estaban ensombrecidos como las nubes que opacaban el horizonte y pendían sobre sus cabezas.

   Un Chevrolet negro encabezaba la marcha y aceleraba sobre el negro pavimento. Detrás venían los demás. Un Ford gris, que se perdía entre la tonalidad de los pantanos que circundaban la región, sucedía al primer auto. En él iban dos hombres de cejas pobladas y aire circunspecto. Apenas hablaban. Hacía más de cincuenta kilómetros que no cruzaban palabra. Detrás del volante del tercer coche se advertía un rostro pálido hasta lo increíble, que flotaba en la atmósfera enrarecida del vehículo. Hacía rato que la calefacción funcionaba a toda máquina y el aire se volvía incómodo y difícil de respirar. Lo que chocaba contra sus fosas nasales parecía el aire caliente de un secador de pelo. Un cuarto auto, blanco como la cal, pero deslucido y sucio, cerraba la comitiva. Dos hombres cerraban la marcha en él; estos estaban desbordados, con los ojos enrojecidos, el rostro desencajado, ojeras muy marcadas y una mirada vidriosa que hacía suponer que no descansaban bien desde, por lo menos, un par de días.

   Las ramas de los antiguos árboles se elevaban temblorosas, como dedos sin carne de hombres inmensos. A un lado y otro de la ruta estaban la foresta ennegrecida y las montañas heladas a lo lejos. Como un camino hecho de hormigas, los cuatro autos se perseguían en la ruta, siempre equidistantes, siempre respetándose. En la cima de una lomada vieron los hombres la majestuosa casa que buscaban, y quedaron sin aliento, sorprendidos y horrorizados. Luego descendieron y se acercaron a la construcción.

   Estacionaron en medialuna y bajaron de los coches. Los esperaba el mayordomo, que los recibió y los condujo al interior del edificio. Uno de los viajeros, antes de entrar, observó los techos altos, las cuatro torres almenadas, las innúmeras ventanas en cada ala. Caminaron sin hablarse; simplemente, descendieron de los vehículos y se dejaron llevar adentro. No tenían ánimo para charlas. El sol ya estaba oculto.

   El mayordomo los condujo a través de las habitaciones hasta el patio trasero. No se detuvieron en la contemplación de las fastuosas cámaras, doradas, bermejas y plateadas; algunas más lúgubres que otras. Ya habría tiempo. Se dirigieron a la explanada que se encontraba más allá de la última puerta. Un sinfín de arbustos ralos, malignos, se apretujaban en la tierra particularmente árida de la zona. Una mezcla de arena y ceniza se entremezclaban en el piso, haciéndolo duro pero maleable. El patio trasero semejaba un laberinto de ligustros achaparrados, pero en realidad el azar había decidido hacer crecer maleza acá o allá. Avanzaron cabizbajos, fijándose dónde ponían el pie, hasta que alguno vio la pala.

   Hubo un correteo de algo que huía entre las zarzas y a alguien se le precipitaron los latidos. Luego suspiró y bufó. En silencio se acercaron al pozo y a la pala clavada en el montículo.

   El cajón había sido cerrado con clavos por una mano inexperta. Unas sogas estaban tiradas en el piso, como el cuero de una serpiente secándose a la intemperie. Se quedaron en silencio mirando alternadamente el pozo y el cajón, y de vez en cuando se dirigían miradas inquisidoras. Así estuvieron un rato. Lo único que se movía eran los ojos de los convidados. Un hondo pesar los conmovió en sus pechos, y se oyeron unos resoplidos. No supieron cuánto estuvieron allí; pero en determinado momento, todavía sin pronunciar palabra alguna, pusieron manos a la obra.

   El cajón descendió mientras cuatro de ellos trajinaban con las cuerdas, dejadas ahí para esos menesteres. No pesaba tanto como suponían. Podía estar lleno de piedras, porque ninguno lo había abierto. Pero no era necesario. Sabían que en él se encontraba el cuerpo. Nunca los pasos de ese hombre iban a oírse en las calles pavimentadas de la región. Su máquina de escribir iba a quedar estática y se llenaría de polvo. Su pluma no pergeñaría largas y rebuscadas cartas. Todos, al pie del pozo, miraron cabizbajos el ataúd y pensaron en la cara del occiso, pero ninguno pudo formarla en su mente. Una pátina gris se afanaba en desdibujar los rasgos que pretendían formar. Uno de ellos tomó la pala y comenzó a echar tierra sobre la madera. Cada terrón sonaba hueco y reverberaba extrañamente en el aire quieto de la noche. Cuando hubieron concluido se miraron, y era como si algo se hubiera roto. Se reconocieron, pero nadie habló. Aún no podían articular ningún sonido. Era como si un extraño encantamiento se hubiera posado sobre ellos. Uno intentó pronunciar algo, pero desistió cuando no encontró palabras, o las olvidó, o su garganta, forzada, se negó a decir algo. Entonces se volvieron y caminaron hacia la casa.

   Al entrar, el mayordomo les tomó las camperas y los condujo hacia la sala. Había un buen fuego, al que se arrimaron. Se dejaron caer en los sillones altos, gastados, y sonrieron complacidos cuando el mismo hombre de talante enigmático les sirvió una bebida oscura. Era un vino excelente, les dijo, que el dueño de casa había guardado para agasajarlos, y que no había querido que se abriera hasta que una ocasión lo ameritase. Brindaron por el viejo amigo que ya no estaba. Aún tiritaban, no tanto por el frío que se había adherido a sus pulmones sino por la tarea que acababan de realizar. Pero no sólo a sus pulmones el frío había invadido. Uno de ellos sentía la piel tirante sobre los pómulos, y se desesperó pensando en una lonja de aire frío pegada a su piel. Intentó sacársela, palmeándose con desesperación bajo un ojo. Pero desistió cuando se dio cuenta de su exageración. Lo mirarían raro. Ya era bastante irreal el motivo que los había reunido allí, como para tener que anteponer una conducta impropia, que rompiera el extraño protocolo que se habían impuesto... o que en todo caso iban descubriendo sobre la marcha, ya que nadie hablaba, aunque todo parecía estar determinado desde antes. Entonces, el que creía que el frío estaba adherido a su cara, se rascó la bolsa bajo un ojo, haciéndose el pensativo, como para no llamar la atención con ademanes impropios. Luego cerró los ojos y se los refregó. Este último gesto, le pareció, se condecía con el largo viaje que habían tenido que llevar a cabo para encontrarse en esa región; por lo pronto, no despertaría sospechas en los demás.

   La falta de palabras se estaba tornando llamativa. Ninguno había pronunciado nada porque nada debía ser dicho. Estaban en el límite mismo de sus existencias, avanzando línea a línea, si se puede expresar así, ya que eran un grupo de viejos amigos escritores que se habían reunido a despedir a uno de ellos: el primero. Desde sus pies, cuando avanzaban, el mundo se iba formando y las cosas se establecían al mismo tiempo que las palabras que las designaban. Antes de la alfombra no existía la palabra “alfombra”; sólo cuando se sentía el contacto mullido bajo los zapatos se materializaba el concepto, que no se pronunciaba.

   Uno de los hombres sacó de un bolsillo interior de su saco una cigarrera, y con un gesto convidó a los presentes. Todos denegaron, salvo uno, que se levantó y aceptó gustoso un cigarro y fuego. Luego se sentó y, entre las volutas de humo que comenzaban a esparcirse por el recinto, volvieron a quedar en silencio. Mirando el retorcido dibujo que en el aire hacía el humo, que se asemejaba a un dragón descoyuntado, que viboreaba y se replegaba innumerables veces, comenzaron a prestar atención a lo que los rodeaba. Estaban, sin lugar a dudas, en la sala en donde su buen amigo Howard había pasado la mayor parte del tiempo. Cada detalle contenía ecos del ausente: el hato de cartas sobre la mesa de vidrio, las pinturas en sus marcos dorados, el tapiz que adornaba la pared más ancha, el pesado cortinaje de terciopelo borgoña, de doble barral, que ocultaba la oscuridad de la noche, allá fuera, las columnas de piedra, que se perdían en la alta penumbra sin poder saber exactamente dónde estaba el cielo raso. Reconocieron en los sillones, en donde se sentaban de a dos o en soledad, el espíritu megalómano de su maestro. Sonrieron levemente, pero al instante sus sonrisas se evaporaron cuando recordaron que él ya no estaba.

  Con manos penosas habían sepultado al amigo querido, ése que había sido inspiración y acicate para la profesión. Sus palabras siempre habían sido un aliciente para continuar, cuando uno sentía perder el rumbo. Y ahora esas manos recorrían los volúmenes de la biblioteca empotrada que amarronaba las paredes con sus lomos. En grafía dorada, blanca, o inexistente, gritaban con calma los títulos que su amigo había leído.

   Las historias antiguas se levantan. Sienten la presencia de la víctima, que no puede sustraerse al arrobo de contemplarlas. Quiere vivirlas. Alguien siente curiosidad, y esa es su perdición. Nunca dejamos de curiosear. Queremos vivir otras vidas. Y ese alguien se muerde los labios, se aprieta las manos y se dirige hacia las historias. Abre sus páginas. Las huele. (El aroma del polvo es una fragancia exquisita). Las acaricia con las yemas. Se detiene en la textura de la letra impresa. El ojo acaricia también, y es ahí donde ya no hay retorno: la maldición de la lectura vuelve a la vida al libro, al demonio embelesador que cada libro lleva dentro. El que contemplaba los lomos de los libros se volteó y miró a los demás. Todos levantaron la cabeza. Sabía que tenía que hablar.

   Ha venido a hacer algo, y eso ya está hecho, ¿no?

   No. Ahora debe hacer algo más. Debe contar su historia. Algo que justifique su posición en ese lugar. Miró a sus amigos, a sus camaradas durante tantos años y supo que es ya un hombre grande, que las arrugas del viejo que enterraron se ciñen en su cuerpo y poco a poco van comiendo su piel como un ácido. No. No quiere ser el próximo. Quiere contar su historia.

   De repente un ruido se sintió de la oscuridad proveniente de afuera. Uno de los hombres venció el miedo que presentía en los demás y de un salto se levantó y, con determinación, descorrió las cortinas. El aire denso de la noche era una pared infranqueable. No se podía ver nada. La casa estaba inmersa en un mar de tinieblas. Sería una larga noche.

   El vidrio los protegía. Lo que hubiera más allá de los ventanales no entraría. De nuevo el sonido. Como si la casa crujiera. Algunos suspiraron aliviados. Era sólo una vieja mansión con sus ruidos. Para los otros, podía ser una criatura que intentaba escarbar en la pared, intentando horadar la piedra y hacerse con sus presas.

   El hombre que había abierto las cortinas se sentó.

   Comenzó a hablar, y su voz atiplada rebotó en los objetos que poblaban las mesas y los anaqueles: carpetas, hojas, piedras violáceas y verdes, máscaras mortuorias, velas, trozos de soga y tapices, tapetes con arabescos y pesados cortinados de terciopelo.

   Es la hora de empezar, dijo. Les voy a contar una historia.

   Hizo silencio y dirigió la vista al fuego que crepitaba en la chimenea. Sobre la repisa una foto del grupo de amigos, de una excursión que habían hecho mucho tiempo atrás a las montañas, los observaba. En ella todos eran más jóvenes. Una extraña algarabía matizaba los rostros barbados.

   Ninguno pronunció nada, porque querían que su amigo se tomara su tiempo para hablar. Entre tanto el mayordomo entró y les llenó las copas. Ninguno vio de dónde había salido, pero el imperturbable hombrecito, rígido en su traje, caminó con pasos nerviosos y se detuvo junto a cada copa. Luego se marchó. Nadie le prestó atención. Todavía estaban embelesados con el sonido de la voz del que había comenzado a hablar. Los sonidos se habían perdido en el lugar, y cada cosa había absorbido algún eco, reteniendo un recuerdo del momento que había pasado.

   Se arrebujaron más junto al fuego y se dispusieron a oír una historia.

   El que había hablado se aclaró la garganta y los miró de hito en hito. Sus ojos parecían poseídos, enrojecidos por la bebida o los nervios. Poco a poco los fue reconociendo, y sonrió. Quién sabía por qué raros lugares había andado su mente. Pero ahora volvía. Había vuelto y lo que vio lo reconfortaba.

   Cuando pareció que iba a empezar, alguien lo interrumpió.

   ¿Es tu historia la que vas a contar?, preguntó.

   Es una historia de horror, dijo.

   Y comenzó a hablar.