Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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Tensiones que por ahora no llegan a los extremos

La columna dominical de Eugenio Paillet, corresponsal de La Nueva. en Casa Rosada.

NA y Archivo La Nueva.

   Una caracterización fácilmente comprobable por el propio devenir de los acontecimientos ha marcado a fuego la última semana de la política vernácula. No ha tenido que ver -como podía esperarse en un país medianamente normal , lo que la Argentina ha dejado de ser desde hace un buen tiempo- con el problema más imperioso que tienen hoy las autoridades entre sus manos. 

   Que es cómo frenar, siquiera corregir, el avance al parecer irrefrenable de la pandemia de coronavirus que no encuentra techo en el número de contagios y de víctimas fatales, que nos ubican en el top ten de los países más afectados, pese a que cuando se complete el plazo de la nueva extensión de la cuarentena se habrán cumplido exactamente 205 días de encierro más duro o más blando. Una eternidad si se la compara con lo ocurrido en otras naciones del mundo que sufrieron de manera dramática los estragos de este flagelo.

   Por un lado, la embestida lisa y llana que se veía venir del gobierno nacional contra las posiciones de Horacio Rodríguez Larreta, cristalizada en el recorte a la coparticipación de la Ciudad y ahora se sabe que también de otros fondos que le serán restados a la administración porteña mediante un proyecto de ley que la Casa Rosada envió al Congreso para revisar si lo gastado por el alcalde desde 2016 a 2019 merced a los giros del gobierno de Mauricio Macri se cumplieron o no dentro de lo que marca la ley. Más allá de cualquier otra puntualización, la secretaria de Provincias del ministerio del Interior, Silvina Batakis, autora central del proyecto, ya avisó para no traicionar que los envíos de esos fondos de Mauricio a Horacio fueron “absolutamente discrecionales”.

    Sería un error de concepto o de fallido análisis político suponer que el avance sobre las posiciones de Rodríguez Larreta son apenas derivaciones de cuentas que no le cierran a la Contaduría General de la Nación, que es la que aporta la materia gris a la redacción del proyecto de Batakis que deberá sancionar el Congreso. 

    Hay en esa embestida claramente un intento del gobierno de Alberto Fernández, y por añadidura de su mandante y mentora, de bajar al alcalde de la cima de las encuestas en las que ha surfeado todos estos meses de pandemia y que generaron no solo que su figura crezca como un presidenciable para 2023. 

   También ocasionó ruidos y resquebrajamientos hacia el interior de Juntos por el Cambio. Entre quienes quieren apuntalar a Larreta como el único capaz de recuperar el poder dentro de poco más de tres años y los que reniegan de los estrategas de las “palomas” que rodean a Horacio para jubilar por anticipado al expresidente Macri. 

   Otro dato sustantivo de la semana ha sido la formidable demostración de poder que viene de realizar la vicepresidenta Cristina Fernández. La batalla ganada en el Senado por la inaudita cifra de 41 votos a 0 para desplazar de sus cargos a los tres jueces que la investigan en distintas causas por presuntos actos de corrupción como Bruglia, Bertuzzi y Castelli, no solo habla de esa fortaleza de quien en los papeles aparece como la número dos  en el esquema de po del Frente de Todos, aunque en la realidad es la que avanza e impone sin medias tintas gestos y acciones a quien en la práctica debería ser el número uno y el responsable de la toma de decisiones. 

    Solo basta escarbar en el pasado, y en el rol meramente decorativo de los vicepresidentes desde 1983 a la fecha, o detenerse en la última experiencia de Gabriela Michetti como apenas una dirigente fiel con peso nulo en la toma de decisiones, para entender esta anomalía política en la que en las decisiones, las estrategias y hasta las venganzas personales -si hay que escuchar a los opositores que se desgarran las vestiduras- el Presidente  gestiona y gobierna según un libreto que pareciera llegarle siempre atado desde el Senado. 

    El presidente Fernández, vaya a saberse si por efecto de ese estilo de gestión que impone a paso redoblado la vicepresidenta, ha quedado de algún modo expuesto ante la mirada ciudadana. 

    Las encuestas son claras al respecto: más de la mitad de los consultados cree que el presidente “no maneja la botonera” aunque sí la lapicera. Y que su caudal político actual reflejado en una imagen positiva que pese a todos los tropiezos en general se mantiene por encima del 50 % de aceptación ciudadana, obedece a su éxito inicial a la hora de combatir la pandemia, pero no a sus aciertos a la hora de gobernar. 

    El que de alguna manera arriesgó una impresión jugada sobre el estado de situación del presidente fue Eduardo Duhalde, que apelando a un viejo concepto boxístico dijo que lo veía a Alberto “grogui”, y hasta se permitió asimilarlo a los momentos  erráticos del expresidente de la Rúa. 

   Nadie en el Gobierno arriesgaría en público un comentario sobre ese escenario que se va plasmando. Ni siquiera por la instalación del súper cepo al dólar en medio de pujas que Alberto no pudo o no supo zanjar entre el ministro Martin Guzmán, que ya dijo que no vino a “aguantar” la economía y el titular del Banco Central y hombre de Cristina, Miguel Pesce, que encareció otro 35 % el valor del billete verde y provocó de hecho una nueva devaluación. 

    Alberto, que se había desecho en elogios hacia las habilidades de Guzmán para arreglar el tema de la deuda externa, y lo sentó desde allí como hombre privilegiado en la mesa chica de Olivos, terminó laudando en esa puja a favor de Pesce. 

    El Presidente no debería ser asimilado con demasiada asiduidad al hombre que dice y se desdice, que borra hoy con el codo lo que escribió ayer con la mano, o que apela a eslóganes dudosos como descartar la cultura del ahorro o menospreciar la meritocracia. No le hace bien.