Bahía Blanca | Jueves, 04 de septiembre

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Bahía Blanca | Jueves, 04 de septiembre

El desconocido paso de Darwin por Saldungaray y la Sierra de la Ventana

Más allá de los descubrimientos hechos en nuestras costas, recorrió a caballo gran parte de la zona, conviviendo con gauchos y temiendo la aparición de los indios.

 

Fotos: Archivo La Nueva.

 

Hernán Guercio / [email protected]

   “Como aún era temprano en el momento de nuestra llegada, montamos caballos de refresco, solicitamos un soldado que nos guiara y partimos para la Sierra de la Ventana”.

   Hace casi 200 años y por estos lares, Charles Darwin empezó a pergeñar los primeros trazos de su teoría de evolución de las especies. Pero esa es tan solo una acotadísima afirmación de todo lo que uno de los padres de la ciencia moderna realizó en nuestra región, donde también disfrutó por primera vez de acampes bajo las estrellas en la inmensidad de la pampa, se sorprendió con el uso de las boleadoras, comenzó a fumar junto a los gauchos y hasta aprendió a tomar mate.

   Más allá de los aportes y descubrimientos en materia de botánica o paleontología que llevó a cabo en la zona de Punta Alta, Bahía Blanca y sectores aledaños, durante su estadía en lo que hoy es el Sudoeste Bonaerense también unió a caballo lo que hoy es Carmen de Patagones con Buenos Aires, cruzó el río Colorado, mantuvo un encuentro documentado con Juan Manuel de Rosas, hizo noche en lo que años más tarde sería el Fortín Pavón, en Saldungaray, y trató de escalar uno de los cerros más importantes de la región.


Charles Darwin


   En aquellos tiempos, esa “Sierra de la Ventana” –a la que alude en su obra Diario del Viaje de un Naturalista alrededor del Mundo- estaba lejos de referir a la localidad que hoy conocemos; ni siquiera era el cerro Ventana que, lógicamente, ya estaba bien formado. En 1833, al menos, Darwin nombraba así a la cadena montañosa de Ventania en general y al por entonces Cuatro Picos, hoy cerros Tres Picos y De la Carpa. Incluso, en su libro señala que esta formación era claramente visible desde Bahía Blanca y que el capitán del HMS Beagle, Robert Fitz Roy, había estimado su altura en 3.340 pies, unos mil metros (NdR: es de 1.239m.).

   La travesía hacia Buenos Aires desde la entonces Fortaleza Protectora comenzó el día 8 de septiembre, bien temprano en una mañana brumosa, en un trayecto que más tarde definiría como “un país deshabitado” y que en todo momento estuvo signado por el temor a la aparición de algún grupo de aborígenes violentos.

   Motivado por numerosas historias sobre capas de carbón, minas de oro y plata, cavernas y selvas que supuestamente había en estas sierras, la decepción del naturista fue muy grande al llegar a ellas. “Me aguardaba un cruel desengaño”, reconoció años después.


En líneas punteadas, se observa el trayecto hecho por Darwin a caballo en nuestro país.


   Esto no impidió que la curiosidad pudiera más y, a pesar de haber cabalgado todo el día desde la posta El Ombú, junto con su guía decidieron hacer frente a “las montañas” y comenzaron el lento ascenso hasta que los sorprendió la noche y debieron establecer campamento. “No creo que la naturaleza haya producido jamás peñón más desolado ni más solitario; bien merece su nombre de hurtado o solitario -escribiría-. El rocío que, durante la primera parte de la noche, había mojado las mantas que nos cubrían, se transformó en hielo a la madrugada”.

   El día siguiente continuarían la escalada del Cuatro Picos, pero solo alcanzarían dos de las cimas antes de darse por vencidos. El desgaste por la cabalgata, los calambres y la falta de fuerzas terminaron torciendo su voluntad. “Desde el punto de vista geológico, ya sabía todo lo que podía saber; el resultado que (de continuar el ascenso) pudiera obtener no merecía, pues, una nueva fatiga”, contaría. A pesar del viento helado, esa noche dormiría nuevamente bajo las estrellas, “mejor de lo que había dormido jamás”.

   El 10 de septiembre, Darwin y su guía continuarían su camino hasta Buenos Aires, y arribarían a la posta El Sauce, “después de haber corrido valerosamente ante la tempestad”. El puesto estaba ubicado sobre una de las márgenes del hoy río Sauce Grande, a escasos metros de donde –casi tres décadas después- se emplazaría el Fortín Pavón, en Saldungaray.

 

Por el cansancio, Darwin solo pudo escalar dos de los cuatro picos del cerro. Al día siguiente viajó a la posta El Sauce.

 

   “Durante el trayecto hemos visto un gran número de ciervos y, más cerca de la montaña, un guanaco. Extraños barrancos atraviesan la llanura que viene a morir al pie de la Sierra (NdR: en mayúscula en el original); uno de ellos, que mide unos 20 pies de ancho y 30, por lo menos, de profundidad, nos obliga a dar un rodeo considerable para poder cruzarlo”, contaría después.

   La posta distaba mucho de ser lujosa; a diferencia de un fuerte constituído, no tenía empalizada ni mangrullo ni, menos que menos, un cañón. Por aquellas épocas, muchos de los denominados fortines de avanzada no eran más que un rancho de paredes de adobe y techos de paja, y esta no era la excepción. El lugar servía para albergar entre 12 y 15 personas, y contaba también con una fosa en sus alrededores para evitar que alguien (léase aborígenes) irrumpiera a caballo en él. Otros puestos eran incluso más humildes.

   “La conversación versa, como siempre, acerca de los indios –contaría después en su libro sobre lo ocurrido esa noche-. Antiguamente, la Sierra de la Ventana era uno de sus puestos favoritos”. Esa velada hasta se recordó una batalla ocurrida años atrás entre los originarios y los soldados, en el que un grupo de mujeres nativas se defendió desde la cumbre de una de las sierras, dejando caer grandes piedras sobre el ejército; muchas de estas aborígenes, cuenta el relato, lograron escapar y salvarse.


El fortín Pavón se construiría casi 30 años después del paso de Darwin por el lugar.


   Al despuntar el alba, Darwin partió en busca de la siguiente posta, siguiendo una línea irregular que terminaría uniendo las cercanías de Coronel Pringles, Olavarría y Tapalqué, cruzándose con soldados, aborígenes cosechando sal y cazando animales. Una vez arribado a Buenos Aires, viajaría también a Montevideo y Santa Fe, antes de embarcarse nuevamente en el Beagle hacia el sur del continente. Volvería a Inglaterra tres años más tarde, después de una travesía de casi cinco años alrededor del planeta.

   Lo demás, es historia conocida. Pero él nunca pudo olvidar del todo lo vivido en la Patagonia y las pampas argentinas. “Le he oído hablar del gran consuelo que suponía una copa de mate y un cigarrillo cuando descansaba después de una larga cabalgata y le era imposible conseguir algo de comer durante algún tiempo”, contaría su hijo Francis, en su Autobiografía.

   Del Cuatro Picos no habló más; menos aún de los actuales Tres Picos y cerro De la Carpa. Y aunque no logró hacer cumbre en todos ellos, sí le quedó una idea clara: “Creo ser el primer europeo que ha trepado por esa montaña”, escribiría Charles Darwin; y probablemente sea cierto.

 

El científico, el  Restaurador y el Colorado

 

   Previo a su partida hacia el Cuatro Picos y Buenos Aires, Darwin venía de largas jornadas de cabalgata desde El Carmen (hoy Carmen de Patagones) hasta una Fortaleza Protectora bahiense que, sinceramente, no le había causado la mejor impresión: “Bahía Blanca apenas si merece el nombre de ciudad”, escribiría. 

   La intención de seguir a caballo hasta Buenos Aires la había tomado varias semanas antes. Tenía la venia del general Juan Manuel de Rosas para utilizar las postas del ejército nacional para descansar y cambiar sus caballos. Lo había conocido el 13 de agosto, en un campamento al borde del río Colorado, en cercanías de Pedro Luro, durante una de sus campañas sobre las tierras aborígenes. “Jamás se ha reunido un ejército que se pareciera más a una pandilla de bandoleros”, escribiría años después, sobre las fuerzas allí reunidas.

   Ese encuentro le había dejado sensaciones bastante encontrados respecto a Rosas, a quien catalogó como “un hombre de extraordinario carácter, que ejerce a más profunda influencia sobre sus compañeros”, además de tener una popularidad inmensa en el país y, como consecuencia, un poder despótico. También habló de cierta fama de que solo reía cuando iba a castigar a alguien.


Juan Manuel de Rosas


   “Mi entrevista con el general terminó sin que él hubiera sonreído una sola vez, pero obtuve un pasaporte y permiso para servirme de los caballos de posta del gobierno”, recordaría.

   Luego de este encuentro de no más de dos horas de duración, Darwin llegó a considerar –en la primera edición de su diario- que Rosas pondría “al servicio del país” la “más absoluta influencia” que tenía en sus subalternos para “asegurar su prosperidad y dicha”. Años después, en la segunda edición, una nota al pie reconocería su cambio de opinión: “Esta profecía ha resultado una completa y lastimosa equivocación”.