Bahía Blanca | Miércoles, 24 de abril

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Leé "Trip to Madness", uno de los cuentos destacados en el concurso literario

El cuento escrito por Alejandro Lezcano Larreguy fue seleccionado por el jurado como uno de los finalistas en el concurso literario.

Alejandro Lezcano Larreguy

   -Tengo un trip en el bocho, y no me puedo bajar-, dijo y se metió tres pastillas y un trago de vodka, que por lo exagerado del movimiento, rebalsó y corrió por ambos lados de su boca. Su mano, débil, dejó caer la botella estrellándose en pedazos contra el piso.

   Sin reaccionar, sin emitir sonido, sentado en aquel galpón descascarado y sucio, me encuentro mirándola desde hace horas mientras reposa allí desmayada. Se ve tan hermosa, aun en aquella posición forzada; con el brazo derecho por detrás de la cabeza (garantía de una contractura prolongada en la espalda), el torso levemente girado hacía el lado contrario, y la pierna izquierda cruzando completamente la derecha. Un mechón cae tímidamente cubriendo parte de la frente y ojo derecho, otorgándole un aire de misterio y fragilidad. Lo que más llama mi atención son esas disminutas pecas que cubren gran parte de su nariz y pómulos; intento descifrar si son color té con leche o un rojizo anaranjado. Cuando la conocí en aquel bar, fue ese el aspecto íntimo de su ser que captó aquella primera impresión. Luego vinieron las noches de desenfreno y excesos corporales, aquellas en que me deslumbraron otros aspectos gloriosos de su intimidad: pero no pienso en ellos en este momento, mi elección es estar absorto por esta belleza disonante y sutil. Si no despierta, habré captado en mi retina un instante efímero del universo y su magnificencia, resumiendo en la imperfección de esa belleza único o pienso, mientras reprimo la necesidad de acariciarla.

   Hace dos años me recibía de médico. Siguiendo el mandato familiar, había transitado la carrera sin sobresaltos, mostrando una clara predisposición a continuar con la clínica de mi padre, que previamente había sido de mi abuelo. Los rostros sonrientes de mi familia tornaron en una mueca inexpresiva cuando faltándome una materia les informé que, una vez finalizado, me tomaría un año sabático, y que el destino elegido era Brasil, más específicamente Salvador de Bahía, y de allí internarme hacía la región de Mato Grosso. Si bien había viajado por muchos países con mi familia, el lugar elegido siempre había sido esquivo en nuestras planificaciones, por lo que no les resultó demasiado extravagante a mis padres. Y como todavía me faltaba rendir el final que me liberara al mundo adulto y hostil, el nivel de preocupación en ellos resultaba poco significativo; al fin de cuentas, eran las ilusiones de un muchacho, que hastiado de las horas de estudio, obligaciones y docentes, necesitaba despejarse y tener un baño de realidad, antes de sumergirse de lleno en el aprendizaje del universo médico y sus exigencias.

   Pero eso no ocurrió. Definitivamente, rendí ese último final y unas pocas semanas después me despedí de mis padres en el aeropuerto, entre besos, abrazos y recomendaciones. La aflicción de mi madre resultó un tanto desmedida, pero mi padre, como hombre acostumbrado a lidiar con las emociones ajenas, no dejó entrever una manifiesta preocupación, convencido de que su hijo, médico y heredero, volvería en unas semanas cuando se despejara, y tomaría el control de la clínica, brindándole una mejor y más moderna forma de administrarla. El futuro, para él, estaba garantizado.

   El avión aterrizó en Salvador promediando el mediodía, recibiéndome con un calor sofocante y húmedo que resultó bien recibido por la euforia que llevaba tras el hecho de haberme animado a confrontar los consejos familiares. Como buen recién recibido, y sucumbiendo a la insistencia de mi madre, me apliqué todas las vacunas que el sistema sanitario recomendaba, y también aquellas que no, pero que se encontraban como obligatorias en el vademécun familiar. Munido de un equipaje liviano, tomé un taxi hasta la zona céntrica recibiendo una agradable bienvenida de parte del chofer, acompañando de un también reconfortante y abultado costo del viaje que me dejó tempranamente desorientado en las atestadas y calurosas veredas del casco histórico.

   Recuperado, y sin la menos intención de verme expuesto como un turista incauto que pudiera ser fácilmente abordado, elegí caminar a paso decidido hacía la derecha, internándome entre las callejuelas y los edificios de piel gastada. Centenarias construcciones de ladrillos y revoques multicolores, con arcadas bien definidas en las ventanas altas como representando cejas tupidas de rostros con miradas melancólicas de un tiempo colonial pujante y glorioso. Plazoletas secas, de veredas rojizas, y un paisaje variopinto de muchachos jugando al fútbol entre los canteros, fueron calmando mi ansiedad ante el arribo a una ciudad incierta y sin la menor referencia que permitiera un punto de apoyo. Tampoco tenía hotel, ni sabía de la existencia de uno en la zona en que había decidido interrumpir el viaje del taxi; supongo que el excesivo número rojo que marcaba el reloj del automóvil, me había empujado a darle tal indicación al chofer. Así las cosas, deambulé errático por un par de cuadras más, hasta que levantando la vista en una de ellas con poco tránsito y escasos peatones, leo en un letrero que colgaba transversal a la vereda una de las palabras que no han sufrido las alteraciones en los lenguajes del mundo : “Hotel”, seguido del obligatorio nombre para una ciudad de esas características, “Samba do Salvador”. La inconsciencia o ausencia de otra posibilidad en el trayecto realizado, me indicaron que entrar era la mejor alternativa. El calor, proporcionado por un sol de verano que no incidía directamente por la estrecha de las calles me había provocado un profundo cansancio, mientras por adentro se percibía una atmósfera más fresca y ambientada por un suave murmullo de guitarra y voz. Ingresé al vestíbulo principal, que si bien era austero, la arquitectura colonial y florida lo convertía en un espacio generoso y cálido. El mostrador se desarrollaba a lo largo del salón, y un corpulento moreno, ataviado con una camisa excesivamente floreada, me recibió exhibiendo una sonrisa tan blanca como las salinas jujeñas. Me registré sin dificultades y animando un agradecimiento en un pobre intento de portugués, me encaminé hacia la habitación. No desentonaba con la condición antigua del hotel ni con la del barrio, aunque recuerdo que la primera impresión fue de un claro disgusto; pero con el cerrar de la puerta, me invadió un sentimiento de libertad y dominio de mis decisiones, que radicalmente cambió mi visión sobre ese cuarto de escasas pretensiones. Con una estruendosa carcajada me zambullí en la cama que dominaba el centro del dormitorio, la cual crujió haciéndose eco de mi acrobacia. Recuerdo estar boca arriba, y que las ataduras familiares comenzaban a desanudarse liberando sentimientos que me incitaban a movilizar la rebeldía contenida.

   Me dormí profundamente por la relajación de los pensamientos y el cansancio del vuelo. Cuando desperté, observé que el sol estaba escondiéndose detrás de las viejas edificaciones, por lo que decidí no desperdiciar más el tiempo y luego de un baño rápido y refrescante, salí a la calle en búsqueda de un bar característico; conservaba demasiadas ganas de tomar una caipirinha autóctona. Según le entendí al moreno de recepción, a tres cuadras se encontraba un bar aceptable que hacía muy buenos tragos y también ofrecía algo de comer. No resultó difícil encontrarlo, estaba alegremente iluminado en el frente, y a una cuadra de distancia ya se escuchaban los sonidos locales de axé y samba; inevitablemente la música se introdujo en mi cuerpo, y éste se condujo sin resistencia hacia el interior del local. Elegí una mesa pequeña prevista para dos, sobre uno de los laterales. La ambientación era rudimentaria y colorida, con las paredes cargadas de cuadritos con figuras en blanco y negro, y de color también, que supuse eran de personajes famosos que habrían pasado alguna vez por el  local, o habrían tocado su música en él. Si bien no estaba muy concurrido, tampoco era escaso el público presente; todos estaban ocupando mesa salvo algunos conversando animadamente en la barra. Con un gesto llamé al mozo y le solicité en mi confuso portuñol una bandeja de bolinhos y una caipirinha, ambos pedidos con abundante lima. No recuerdo si el banquete resultó glorioso o si mis expectativas eran bajas, pero mi corazón contento confirmaba el cumplimiento una vez más del conocido refrán. La música  rítmica, moldeada originalmente en las pulsaciones sanguíneas de la lejana África, y ondulada por las cuevas y la alegría de las mulatas locales, comenzó a subir de volumen, incitando a los presentes a bailar. Levemente embriagado por el seductor trago, mi cuerpo presentaba intenciones de participar, mientras que mi mente buscaba  una posible excusa para continuar afirmada a las ataduras. Hasta que mis ojos se posaron en el movimiento serpenteante de aquella mujer que dominaba el centro del salón de baile, aunque nadie parecía tomar registro de ella. El instinto sometió a la razón, y me impulsó a la improvisada pista hasta quedar a su lado. Grotescamente ensayé unos pasos para acompañarla. Apenas noto mi presencia, me recibió con una sonrisa y girando hacia mí comenzamos a movernos como una sola pieza. Intercambiamos palabras sin sentido, para confirmar que ambos éramos argentinos. Durante el baile nos seducíamos y nos atraíamos, mientas yo hacía desmedidos esfuerzos para no pensar en el momento.

   Finalmente, la energía entre ambos terminó por liberarnos. Ella , delgada, de brazos infinitos, un cuerpo de suaves curvas, y con una sonrisa enigmática pero definitivamente seductora, me fue guiando en una sucesión de pasos y movimientos que nunca pensé que mi cuerpo podía ejecutar. Así nos fue sumergiendo la noche, y así nos fuimos sintiendo cómplices. La invité un trago, que aceptó gustosa y divertida.

   Charlamos: animados, ausentes. Ella, artista, hacía un año que estaba en Salvador probando suerte con sus pinturas. Me contó que tenía un atelier y que cuando quisiera podía darme una vuelta para conocerlo y darle una opinión de sus cuadros. Yo evité aburrirla con mi historia, y le propuse que era el momento para ir a conocer sus obras.

   Le encantó la frescura de mi propuesta, aunque yo no me reconocía en el ofrecimiento.

   Su mirada, sus movimientos, su conversación, me incitaban a la rebeldía de lo correcto, por lo que ni pensar la tomé de la mano y corrimos del lugar aprovechando el alboroto que había en la pista por las parejas bailando. Reíamos atolondradamente mirando a nuestras espaldas para ver si alguien del bar nos seguía. Corrimos varias cuadras hasta que la música se fue apagando y la tranquilidad de la noche fue calmando la ansiedad; entonces, de frente a una pared descascarada, la besé. Nos besamos. Ella resultó apasionada, de pronto había tomado la conducción del beso y manejaba los tiempos, la respiración, los movimientos; yo, definitivamente, me dejé llevar. En el atelier las que sobraron fueron las obras; sobre el colchón, en el piso de madera, ella me enseñó por primera vez lo que era la pasión en libertad, sin ataduras, sin preconceptos, en una fluida mezcla de salvajismo, locura, caricias urgentes y piel.

   Luego de varios días de vernos en su casa y compartir salidas a la playa, a los centros históricos y a todo tipo de fiestas vanguardistas y eclécticas, me propuso que dejara el hotel y me fuera a vivir con ella. Manteníamos la relación con un espíritu aventurero, buscando permanentemente provocar e intervenir en historias que nos desafiaran, que nos generaran la excitación de sabernos vivos. Yo iba descubriendo aspectos en mí que desconocía, y ella amaba ese despertar, la excitaba a ir por más.

   Luego de un tiempo entendí que ese modo de vida se basaba en fluir, en pensar lo mínimo y en darle el mayor espacio a mi lado creativo, instintivo, animal. Ella me propuso aprovechar mis conocimientos de medicina y me acercó al centro de salud del barrio en donde vivía. Con los miedos lógicos de volver a las responsabilidades, acepté con dudas, pero el recibimiento alegre que me brindaron los locales, terminó por convencerme. Y comencé a atender niños y niñas, y más tarde los padres de aquellos niños, hasta que me confiaron la atención de los adultos. La acepté con naturalidad, y con la misma naturalidad vivíamos el momento; aún con actividades diarias, pero con la espalda liviana de obligaciones. Ella avanzaba con su arte, proponiéndose nuevos desafíos, nuevas formas. Y era feliz. Y éramos felices.

   Mis padres intentaron ubicarme al hotel, ya que fue la última dirección que les di, y como ya era medianamente conocido en el barrio, el moreno de recepción me encontró fácilmente en la salita de salud. Nuevamente me asaltaban los fantasmas de la angustia por la obligación que me esperaba allá en mi lugar, pero ya no era mi lugar. Decidí llamarlos y plantearles la verdad. Que estaba profundamente enamorado como nunca lo había estado, y que me quedaría a vivir allí, con ella y con mi profesión, pero a mi manera. No lo aceptaron, pero no había retorno. Ella, con su amor infinito y su locura vivaz me apoyó enteramente, y me llenó de amor y de vida durante esos días grises.

   Estábamos en un carrusel de energía, con proyectos, con historias que vivir y por contar, enredados en una relación simbiótica. Pero la locura tiene esas cosas: lo que era intensidad de vida, se transformó en un choque emocional, sin explicaciones ni justificativos médicos que ofrecieran una solución. Ese espíritu activo y avasallante, transmutó en una montaña rusa de sensaciones y comportamientos erráticos. Su arte cambió, se tornó oscuro, confuso. No pudo hacer frente a los pedidos, y comenzó a rechazarlos. Intenté animarla, pero fue en vano. Nuestras salidas se fueron espaciando, hasta convertirse en episodios breves donde a fuerza de convencerla y saber esperar sus buenos momentos, nos permitimos revivir pequeños instantes de la felicidad que supimos disfrutar. Hasta que no se aguató más en sí misma, y aparecieron las pastillas; un colega, amigo del centro de salud, se las recomendó aconsejándole que al menos le permitirían dormir, descansar las imágenes en su mente. Y con las pastillas  vino el alcohol. Y cada vez más, y ya mis invitaciones a salir no surtían efecto. Pero la amaba, la amaba más que nunca. Le debía ese amor, por haberme rescatado de la apatía, de la tristeza indiferente que me provocaba la rutina sin siquiera saberlo, por mostrarme un modo de vivir en libertad creativa. Comenzó a escaparse, como una forma de liberarme de la obligación de cargar con su presente, pero más me desesperaba. Me sentía unido a ella hasta en lo más íntimo, y no sentía la más mínima culpa de haber dejado un incierto futuro provisorio por haberla conocido, por estar allí con ella. Sentía que su locura se la estaba absorbiendo y a mi con ella.

   Comienza a despertar, somnolienta, aletargada; en el galpón hace frío y la cubro con una caricia. Me mira y me regala una vez más esa sonrisa que tanto amé, que tanto amo. Me tiende la mano y se la acepto, la escucho suplicar débilmente: -Por favor, no me dejes hacer este viaje sola-. Le sonrío y se me escapa una lágrima, mientras que con la otra mano , temblorosa pero decidida, tomo un fragmento de vidrio roto de la botella y libero el flujo sanguíneo de nuestros cuerpos, que se mezclan, rebeldes, en un solo lago bermellón.