Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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El desembarco de los “Chicago boys”

Ricardo de Titto / Especial para “La Nueva.”

   José Alfredo Martínez de Hoz, miembro de una tradicional familia terrateniente y con presencia en la banca, había sido el designado para dirigir la economía. Desde varios meses antes de que se consumara el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 se le encargó que elaborara un plan que finalmente se identificará con su apellido. El 2 de abril, tras ocho días de feriado cambiario y bancario, el ministro, realiza una larguísima ponencia donde argumenta que los problemas no se reducen a la alta inflación –signo de los tiempos de Isabel-- sino que, además, son de carácter cultural y estructural y que era necesario atacar expresamente dos pilares de la economía argentina de posguerra: la participación del Estado y la autarquía relativa (o “economía cerrada” o “de sustitución de importaciones”) porque producían “un aislamiento no sólo material sino también mental” con “profundas desviaciones” en la cultura sociopolítica. Promete una economía de producción. Lejos de eso, durante varios meses la Bolsa es antro de un voraz juego especulativo y la estrategia es recesiva.

El plan Martínez de Hoz

   Sus teorías aplican de modo ortodoxo las recomendaciones de la escuela de Chicago o “monetarista”, fundada por Milton Friedman. Por eso, muchos de sus jóvenes asesores como Guillermo Walter Klein, serán reconocidos como los “Chicago Boys”. Los sucesivos golpes de Estado del Cono Sur facilitan la penetración de las ideas de Friedman. Así fue en Brasil desde 1964, en Chile y Uruguay desde 1973, como lo es en Argentina desde el 76 y lo será años después en Bolivia.

   La situación económica mundial no es favorable. Desde 1974 el aumento de los precios internacionales del petróleo pone fin a la hipótesis de desarrollo industrial sostenido sobre despreciables valores energéticos y la Argentina atraviesa un proceso de estanflación que combina recesión con inflación. Un caracterizado profesor de la escuela monetarista, dice que para superar la estanflación, “es [necesaria] una auténtica y profunda depresión”. Milton Friedman, por su lado, asegura que el aumento de los índices de desocupación no es un indicativo de que exista recesión.

   El modelo impuesto modifica los sistemas de cambio, crédito, impuestos, comercio exterior y el régimen laboral para concentrar la economía en pocas manos y entregar el patrimonio nacional a las empresas multinacionales. Las recetas básicas son sencillas y se han vuelto a utilizar varias veces después: disminuir gastos sociales, rebajar salarios, presionar con altos índices de desempleo y subempleo. Además, en este caso, aumentando los gastos militares. La represión a los trabajadores es la única forma de asegurar el plan que decanta en una fuerte caída de la participación de los asalariados en la renta nacional: mientras en 1974 su parte era del 40% hacía 1977 apenas supera el 20%.

Caramelos, deuda externa y salarios

   Más de un pequeño empresario se sintió aludido cuando veía en la televisión –todavía en blanco y negro– un aviso que mostraba un jardín al que había que desmalezar para que crecieran plantas fuertes: las [empresas] pequeñas y rastreras, son perjudiciales y deben ser quitadas de raíz. Otro aviso aumentaba las preocupaciones: un “tanquecito” de la Dirección General Impositiva (DGI) invitaba a los televidentes a perseguir a los tiros a los contribuyentes y delatar a los evasores e infractores. El Estado militar, a la par de desplegar represión clandestina, “depura la sociedad de corruptos”... y se mete en todos los rincones de la sociedad.

   La política aperturista, sin embargo, no implica inversión para desarrollar ramas estratégicas de la producción. Benito Llambí señala con acierto que los gobernantes “creían que da lo mismo fabricar acero que caramelos”.

   El economista Antonio Brailovsky ofrece algunas cifras que evidencian el descalabro económico que significa el plan para los trabajadores, la clase media y los pequeños productores: en seis años las tasas de interés de un valor del orden del 15% anual a tasas del orden del 10% mensual, el salario real, a fines de 1981, equivale al 21,8% de su valor de 1974, la participación de los asalariados en el ingreso nacional pasa de 51,3% en 1974 a apenas el 17,9% en 1977; el impuesto a las ventas –el que paga el pueblo–, es el 19,3% de la recaudación de la DGI en 1970 mientras que diez años después, su sucesor, el IVA, cubre el 35,5%. Al mismo tiempo los impuestos a los sectores pudientes, como ganancias y réditos, bajan de 24,1% al 12,6%.

   Aumentar la desocupación para depreciar la fuerza de trabajo es una de las estrategias básicas. Entre 1975 y 1980, 450 mil obreros industriales pierden su trabajo y, a mediados de 1981 se estiman en 1,5 millones los desocupados absolutos y cerca de 4 millones los subocupados o trabajadores “informales”.

   El gobierno impone la “Ley de Prescindibilidad” y estimula los “retiros voluntarios” que reducen drásticamente el personal de las reparticiones y empresas públicas. El recurso, sin embargo, no significa una optimización del servicio y, menos aún, reducción de costos. Buena parte de las tareas que realizaban los cesanteados son concesionadas a empresas privadas que cobran montos muy superiores a los costos anteriores.

   La toma de préstamos en el exterior coloca en ruina al Estado. En 1975 la deuda externa era de 8000 millones de dólares y cinco años después se cuadruplica hasta representar la mitad del PBI. Un mecanismo perverso aumenta la deuda y enriquece a los bancos, como describe Brailovsky: “A partir de 1978, y con las reservas internacionales en alza, la Argentina comenzó a pedir préstamos a la banca privada internacional para no usarlos. Se obtenían divisas pagando por ellas los intereses más altos del mundo –porque la Argentina aparecía como un área de riesgo financiero, por su alto grado de endeudamiento– y se volvían a depositar, a un interés menor, en los mismos bancos que las habían prestado. Y lo que en una medida menor era una operación financiera usual, adquirió las proporciones de la desmesura. Se regalaron millones de dólares en intereses pagados a los bancos internacionales por préstamos que el país no utilizó para nada. En ningún momento se proporcionó una explicación que justificara esta conducta.”

   Una cara engañosa oculta a buena parte de la clase media que está sobre una bomba de tiempo. La fijación de un peso sobrevaluado artificialmente permite a miles de argentinos viajar al exterior y hacerse famosos en Miami por el “deme dos” que los hace creer nuevos ricos. “José Mercado compra todo importado”, ironiza Charly García en una canción porque el consumista argentino “pasa la vida comprando porquerías”. En efecto, las chucherías electrónicas taiwanesas están en absoluto auge.

   Una rápida cuenta que suma el crecimiento de la deuda externa, la fuga de capitales y las inversiones de argentinos en el exterior arroja un nivel de desinversión similar al producto bruto anual de la Argentina. En 1981 Aldo Ferrer sostiene: “A partir de aquí hay que aceptar que la Argentina es un país en una situación muy semejante a la de aquellos salidos de la guerra de 1945”. Ferrer concluye –con ironía– que el modelo implica que al país le sobran dos millones de kilómetros cuadrados y 15 millones de habitantes.

   Algunos miembros del elenco oficial reconocen la gravedad de la situación, como Livio Kühl, ministro de industria en 1981 que declara que es “la peor crisis, si no de la historia argentina, por lo menos de este siglo”. Apuntemos que el legado es consecuencia de un gobierno “estable”. Después de treinta años, Videla es el primer presidente que cumple su “período” completo (en su caso, de 5 años) y Martínez de Hoz dirige la economía durante 60 meses continuados, lo que constituye todo un récord nacional, cercano al de Ramón Cereijo quien, bajo la primera gestión de Perón, tuvo la investidura durante 72 meses, entre 1946 y 1952.

   El plan, sin embargo, cuenta también con adherentes. David Rockefeller lo elogia calurosamente y lo considera un “milagro económico” y expresa “su absoluta confianza en el camino emprendido”. El comentario no es gratuito: una de sus empresas petroleras, Amoco (Standard Oil de Indiana) firma concesiones con Videla que se extienden hasta fines de siglo y el Chase Manhattan Bank se apropia de un banco argentino. En los tiempos del mundial del 78 una reunión de 110 managers de empresas multinacionales derrochan alegría en la mesa redonda organizada por Bussiness International: “El Proceso de Reorganización Nacional abre oportunidades de inversión y negocios que las empresas multinacionales no desaprovecharán.”

   En las mismas fechas visita el país Henry Kissinger que avala a Videla discerniendo sobre un hipotético perfil de la dictadura: “Los Estados Unidos les deben a ustedes comprensión. [...] Existe una enorme diferencia entre los gobiernos autoritarios comprometidos a instaurar la democracia y los totalitarios que rechazan del todo a la democracia.”

La crisis

   En 1980 aparecen inocultables signos de crisis del modelo. En la primera mitad de 1980 el déficit comercial llega a 500 millones de dólares. El brusco colapso del BIR (Banco de Intercambio Regional) que había atraído inversores pagando tasas de interés descomedidas produce pánico y una estampida. Entre abril y junio, una cifra cercana a los 2000 millones de dólares “cortoplacistas” busca otro horizonte para especular fuera del país y la “plata dulce” cambia rápidamente su sabor. En julio se producen nuevas bancarrotas y, entre ellas, las del poderoso Grupo Sasetru, exportador de cereales a pesar de que la Argentina no se pliega al boicot cerealero contra la URSS “ordenado” por Estados Unidos como represalia a la invasión soviética a Afganistán. La URSS se ha convertido en un socio comercial fundamental: en 1972 el intercambio comercial rondaba los 30 millones de dólares y en 1981 roza los 3.500 millones. Sin embargo, en 1980, las exportaciones, en dólares constantes, bajan el 3,9% y las importaciones crecen el 43%.

   Agravando la situación, la dictadura realiza pésimos negocios en la construcción de la represa de Yaciretá, que comienza a perfilarse como el “monumento a la corrupción” y, a fines de 1978, hay nuevas consecuencias económicas desfavorables por el armamentismo que se incentiva ante los problemas limítrofes con Chile. Los historiadores Floria y García Belsunce remarcan al respecto que “sus efectos desastrosos en el tema de la deuda externa y la corrupción son frecuentemente soslayados”.

   Como consecuencia de éste cúmulo de factores si se confecciona un índice del conjunto de variables de la economía nacional con valor 100 en 1940, se aprecia un punto máximo hacia 1948 (132,1) y un rango estable en adelante que fluctúa entre 105 y 120 puntos. En 1978 retrocede a 99,3 y dos años después, en 1981, baja a 91,4. El país, después de Videla-Martínez de Hoz, retrocede cuarenta años. La parte de la torta retrotrae a los trabajadores a niveles de la década del 30. Con los primeros reclamos de “Pan y Trabajo” frente a la iglesia de San Cayetano, el comienzo del fin de la dictadura comienza a avisorarse… Luego, con la Guerra de Malvinas, el derrumbe será estrepitoso. Pero un nuevo modelo económico se había instalado ya.