Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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La economía y poco más

Desde tiempo inmemorial, entre las mayores preocupaciones de los argentinos figura la inseguridad que, malgrado todos los esfuerzos hechos durante décadas para acotarla, ha crecido sin solución de continuidad.

La idea, de ordinario tan mentada en tertulias, debates televisivos y polémicas de café, según la cual estaríamos llegando a un límite peligroso, que una vez traspuesto nos colocaría al borde del sálvese quien pueda, en realidad no resiste análisis.

La única certeza es que la degradación no tiene piso y bastan tres hechos de reciente data para demostrarlo. Hay cárceles en donde las cerraduras de las celdas no funcionan; casi un 20% de los nuevos efectivos de la policía bonaerense no saben manejar un arma.

Como si ello no resultara alarmante, hete aquí que en Rosario -ciudad que en las próximas semanas recibirá a cientos de efectivos de seguridad- el Estado no está en condiciones de asegurarles una vivienda. Han sido los vecinos quienes se han movilizado para recibirlos en sus casas particulares, si acaso ello fuese pertinente.

Aunque nadie se anime a pregonarlo en público y, por razones atendibles, menos que nadie los funcionarios encargados de velar por nuestra seguridad, el problema no tiene solución en el corto plazo de un país, esto es, de aquí a 10 o 20 años vista.

La situación sería gravísima si, de buenas a primeras, por desidia, estupidez o incompetencia, Suiza o Japón se hubiesen convertido en algo parecido al Gran Buenos Aires en materia de criminalidad. La reacción de la sociedad no tardaría en llegar porque habrían pasado del paraíso a la selva.

En una nación como la nuestra, en cambio, acostumbrada a vivir con códigos selváticos, los asesinatos, violaciones y robos violentos forman parte de la estadística. Nada más.

Cuanto sucede con la inseguridad pasa, de la misma manera, o casi, en otros ámbitos, en teoría fundamentales, pero a los cuales o no se les presta la debida atención o no sirven las presuntas soluciones que plantea la clase política para resolverlos.

Véase el caso de la educación. Cada prueba pone al descubierto las enormes falencias que arrastran nuestros alumnos primarios, secundarios y universitarios. Cada evaluación arroja, año tras año, resultados magros en punto a la capacidad que tienen para comprender textos, resolver ejercicios elementales de matemáticas o redactar sin faltas de ortografía. Cosas simples que se han vuelto complejas por el grado de deterioro que nos aqueja.

Eso sí, la Argentina se enorgullece de su ingreso irrestricto a la universidad pública y echa en saco roto a lo que nos ha llevado el bendito sistema: de cada 10 ingresantes, 7 no terminan su carrera que, por supuesto, debemos pagar todos con nuestros impuestos.

Los ejemplos podrían seguir sumándose hasta aburrir. Como esa no es la intención, lo importante es la conclusión: ninguna de todas las calamidades sociales que golpean a la sociedad en forma aleatoria pueden modificar substancialmente el curso político.

Son males que no todos sufren –aunque todos estamos enterados acerca de su existencia y de su magnitud- y, por lo tanto, su gravedad social termina siendo relativa. Si muriesen diariamente 1.000 personas, fruto de la violencia criminal, la situación se tornaría inmanejable para la autoridad de turno, insufrible para el conjunto societario y la reacción no tardaría en hacerse notar. Pero a los muertos los podemos contar con los dedos de la mano. Con la educación sucede algo semejante, solo que menos trágico: no hay asesinatos; hay burros en potencia que pasan desapercibidos hasta que ya es tarde.

Esta es la razón en virtud de la cual lo único determinante en la Argentina es la economía. Las decisiones que toman los gobernantes y los mercados tienen consecuencias, más o menos inmediatas, de alcance colectivo. Que un millonario las sufrirá de una manera muy distinta que el cartonero Báez, lo sabe cualquiera. Sin embargo, el quid de la cuestión no está ahí. Reside en el hecho de que, en mayor o menos medida, la inflación, el crecimiento o decrecimiento del PBI, y el buen manejo o el desmadre de las cuentas públicas, lo pagamos -más temprano que tarde- todos.

Por eso, solo cuanto castiga a una inmensa mayoría, es decisivo en términos políticos. En otros lugares la corrupción pública, la falta de instituciones, la mortalidad infantil y la contaminación ambiental no pueden ser desatendidas porque sublevarían a la población. Algo que en estas playas es desconocido.

Si alguien desea saber en dónde nos hallaremos plantados el año que viene y cuáles son los desafíos que enfrenta el gobierno macrista, lo más conveniente y realista es que comience por olvidarse de las cuestiones específicamente políticas –vigencia de las instituciones republicanas, por ejemplo-, las educativas, las de seguridad, las ambientales y las sanitarias, porque nada habrá cambiado en 2017.

Es más, no sería de extrañar que, en algunos casos, empeorasen menos por la inoperancia del oficialismo que por los vicios estructurales de la sociedad argentina.

Así como en determinadas áreas no hay soluciones definitivas o, siquiera, provisorias en el corto plazo, lo contrario puede darse con ciertos indicadores económicos. La inflación puede bajar de manera vertiginosa en pocos meses. El PBI puede crecer en el próximo medio año, como la tasa de empleo. Ello podría modificar el humor social en poco tiempo.

En 2017 vamos a estar mejor o peor según evolucionen las variables económicas más sensibles para un país en donde hemos venido a enterarnos -luego de doce años de padecer índices fraudulentos- que, de cada tres habitantes, uno es pobre o indigente.

Lo que cuenta es el salario de bolsillo, el valor de la moneda, la seguridad del empleo y salir de la recesión. Todos los demás son datos accesorios. Estamos en el subdesarrollo profundo y es un verdadero milagro que, con el 32% de la población bajo la línea de pobreza, el conflicto social prácticamente no exista.