La fundación de la Biblioteca Franklin
Por Ricardo De Titto / Especial para "La Nueva."
Es sabido que la educación pública era una prioridad en los primeros gobiernos constitucionales argentinos. Lo fue para Urquiza, como para Mitre, Avellaneda y Roca, que sancionó la famosa Ley 1420. Sobresale con ese programa, desde ya, la figura de Domingo F. Sarmiento. El “maestro de América” regó el país de escuelas, formó docentes, trajo educadoras norteamericanas al país, puso en marcha el desarrollo de la ciencia... En fin, visualizó el tema de la educación como la estrategia para formar ciudadanos conscientes, democráticos y participativos, involucrados en la “cosa pública”.
En esa política es donde toma cuerpo su impulso a las bibliotecas. Se conoce como “Ley Sarmiento” a la ley 419, sancionada el 21 de septiembre de 1870 por la cual “las bibliotecas populares establecidas o que se establezcan en adelante por asociaciones de particulares en ciudades, villas y demás centros de población de la República, serán auxiliadas por el Tesoro nacional”. Se establece entonces que el Poder Ejecutivo “ constituirá una Comisión protectora de las bibliotecas populares” que “tendrá a su cargo el fomento e inspección de las bibliotecas populares, así como la inversión de los fondos “para adquirir libros”.
Se trataba, en síntesis, de fomentar la creación y el desarrollo de bibliotecas populares, constituidas por asociaciones de particulares con el objetivo de difundir el libro y la cultura. En 1986, la ley 23.351 ”de Bibliotecas Populares” estableció los objetivos y el funcionamiento de la Comisión Nacional (Conabip), y creó el Fondo Especial para Bibliotecas Populares. La piedra basal puesta en su momento por Sarmiento había renacido pero la idea matriz era la misma: el sanjuanino enviaba paquetes de libros a zonas de frontera, como lo hizo en la selva del norte salteño, porque estaba convencido de que “los libros trabajan solos”, y que de lo que se trata es, simplemente, de ponerlos a disposición de la gente.
Nace “la Franklin”
Así fue que siendo embajador en los Estados Unidos alentó un proyecto surgido en su provincia natal. Corría el otoño de 1865 cuando, por iniciativa de un joven abogado y docente sanjuanino, Pedro Desiderio Quiroga, se constituye en San Juan la “Sociedad Bibliófila de San Juan”. Un grupo de intelectuales locales anima así el proyecto de fundar una biblioteca pública. La idea había sido promocionada por Sarmiento durante su gobernación (1862-1864) y por eso fue que Quiroga lo incluyó también como miembro de la sociedad.
El emprendimiento sanjuanino captó el apoyo de una “Sociedad Auxiliar de la Biblioteca Pública de San Juan” que se constituyó en Buenos Aires promocionada por un grupo de destacados comprovincianos entre los que se destacaban el ex vicepresidente Salvador María del Carril y el médico e higienista Guillermo Rawson, por entonces ministro del Interior. Sumaron también sus aportes a la sociedad Damián Hudson, Juan María Gutiérrez y Nicolás Avellaneda entre otros.
Del Carril fue quien propuso a la Sociedad Auxiliar que la forma que debía adoptar la biblioteca sanjuanina tenía que ser similar a las bibliotecas circulantes −denominadas populares− y citó en su apoyo el discurso del político francés Eduardo Laboulaye pronunciado cuando se fundó “La sociedad de la biblioteca popular de Versalles”. El mismo Del Carril haciendo suya una propuesta de Sarmiento, sugirió que el nombre que debía adoptarse debía ser “Franklin” eligiendo ese nombre no solo porque él había sido el creador de este tipo de bibliotecas circulantes en 1739 en Filadelfia sino porque Benjamín Franklin era colocado en la institución como un patrono, un protector, una especie de santo laico, que debía ser inspirador para todos los miembros de la comunidad. El ejemplo del inventor del pararrayos era el del self made man que progresa en la vida con su esfuerzo personal y a través del conocimiento que las bibliotecas favorecían. No por nada este político, científico e inventor era considerado uno de los “padres fundadores” de los Estados Unidos.
Con estos criterios ya consensuados y el impulso que se recibía de la Capital y de los Estados Unidos, en mayo de 1866 el gobernador de la provincia Camilo Rojo, dicta un decreto y nombra a la comisión que debería encargarse de fundar la sociedad civil que sostendría la biblioteca pública. Finalmente, el 17 de junio de ese año, se reunió la asamblea constitutiva de la sociedad Franklin Biblioteca Popular y se eligió a la primera comisión directiva, recayendo la presidencia en el doctor Isidoro Albarracín.
Entre fuegos y tragedias
Durante los primeros años los sucesivos gobiernos de la provincia le acordaron un subsidio para atender a los costos de mantenimiento de la institución y, a partir de 1870, con la “Ley Sarmiento”, la nación también comenzó también sus contribuciones. Pero en junio de 1876 la ley provincial que le acordaba un subsidio regular fue derogada y ese mismo año, durante la presidencia de Avellaneda, se derogó también la ley nacional. A la institución se le hizo imposible seguir funcionando y la comisión directiva decidió depositar toda la bibliografía en una casa particular. En 1878 el Ministerio de Educación tomó a su cargo la conservación del acervo, que permaneció sin acceso al público hasta 1884.
En junio de 1884 cuando Sarmiento visita San Juan por última vez -morirá cuatro años después- se encarga personalmente de reorganizar la Biblioteca Franklin y se la pone de nuevo en funcionamiento: obtiene la aprobación de los estatutos sociales y la personería jurídica, y recupera todo el patrimonio que se encontraba arrumbado en el Ministerio de Educación.
En 1889 la biblioteca obtiene un subsidio de la legislatura provincial para adquirir un edificio donde funcionar. Pero mientras se gestionaba la adquisición del inmueble, el 7 de julio de 1892 sufre un incendio que destruye la totalidad del patrimonio bibliográfico, Guerrero comenta que la tradición oral recogida de los testigos de la época asegura que se trató de un atentado criminal, para solapar el robo de documentos raros y libros valiosos que se encontraban en el fondo documental de la biblioteca. El 18 de diciembre de 1893, la biblioteca adquiere el edificio ubicado en la esquina de General Acha y Laprida y desde ese momento se instala definitivamente en el lugar que hoy ocupa. Comprando una casa contigua, en 1906 la biblioteca logra disponer de una superficie de unos mil metros cuadrados en un lugar preferencial de la ciudad, a una cuadra de la plaza principal.
Las construcciones de ambas propiedades eran antiguas y disfuncionales, por lo que en 1919 los directivos decidieron desocupar el lugar para iniciar las obras del nuevo edificio que sería diseñado especialmente para albergar una biblioteca por lo cual durante un tiempo la biblioteca funcionó transitoriamente en una escuela. La construcción del edificio se demoró, no se conseguían los recursos necesarios y el tiempo transcurría. De modo que la biblioteca se hizo realmente “itinerante”: a finales de 1927, por razones políticas, fue desalojada de la escuela y debió mudarse por unos meses a la casa de un prestigioso historiador local, Horacio Videla, autor de una Historia de San Juan en siete tomos. A principios de 1928 comienza a ocupar un local alquilado donde permanece trece años hasta que el 9 de julio de 1941 durante la celebración de los 75 años de la institución puede inaugurar su edificio propio sobre la calle Laprida. El edificio estaba inconcluso -faltaba levantar la segunda planta proyectada originalmente-, pero brindaba todas las comodidades para prestar el servicio cultural al que estaba destinado.
Sin embargo, esta coqueta construcción que tanto tiempo había demandado su realización, permaneció en pie menos de tres años. El 15 de enero de 1944 el gran terremoto que destruyó la ciudad de San Juan y produjo miles de muertos, también derribó el reciente edificio y las extraordinarias y torrenciales lluvias que siguieron a ese día terminaron por hacer desaparecer casi en su totalidad el patrimonio cultural que albergaba la Franklin. Al cabo de un par de meses se removieron los escombros y en una sala que había quedado en pie siguió funcionando la biblioteca, con nuevas donaciones y recursos que los socios inmediatamente comenzaron a aportar. La biblioteca, felizmente, fue incluida en el ambicioso proyecto de reconstrucción de la ciudad lanzado por el gobierno nacional y que movilizó a todo el país en auxilio de la sufrida comunidad sanjuanina.
Los nuevos desafíos
En 1954 asume una nueva comisión directiva. La coyuntura política era compleja y la biblioteca, haciendo honor a su trayectoria democrática de apertura a la comunidad sin distinción de ningún tipo, albergó y propuso la realización de debates permitiendo que expusieran en su sala personas con las más diversas ideas políticas, aunque siempre centrados en temas culturales y científicos y en un marco de respeto y seriedad. Está actitud fue la causa de que el gobierno provincial, el 29 de noviembre, decretó la intervención de la institución y a los pocos meses el mismo gobierno dispuso la cancelación de la personería jurídica, condenando a la Sociedad Franklin a su extinción.
El nuevo gobierno que asumió en septiembre de 1955 dejó sin efecto este decreto y mediante otro -fechado casualmente también el 29 de noviembre- se le restituyó la personería.
El 10 de febrero de 1958 se terminó de construir y se habilitó al público el edificio que hoy posee la biblioteca, con una superficie total de 2.300 m2 distribuidos en cuatro plantas con una curiosidad: el nuevo edificio nunca fue inaugurado formalmente.
Con nuevos desafíos propios de la era digital e incorporando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, desarrollando múltiples actividades culturales y artísticas, celebrando convenios con bibliotecas inmensas del mundo, como la de Shangai (China) y adoptando los nuevos modelos “híbridos”, “la Franklin” festejará sus 150 años. El autor de esta columna tendrá el honor de participar de esos festejos que celebran al libro, ese vehículo de la cultura que lleva ya más de cinco siglos -desde Gutemberg- como el más preciado y atesorable mecanismo de comunicación social. Vaya esta nota en homenaje también de aquellos que sostienen en pie una obra formidable que merece el reconocimiento de todos los argentinos. Cuando el lector de este artículo visite Cuyo tiene ahora un nuevo objetivo que descubrir. No es el sorprendente y rústico Ischigualasto -el “valle de la Luna”- ni los bellísimos paisajes de Calingasta, pero les aseguro que se van a llevar una grata sorpresa.