Bahía Blanca | Martes, 12 de agosto

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La muerte de “un ilustre desconocido”

Leyendas y realidades. Poema conjetural, de Jorge Luis Borges, supone --imagina, pone en palabras-- los últimos momentos de vida de un antepasado suyo, el sanjuanino Francisco Narciso de Laprida. Escribe Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."
Laprida, un hombre de leyes, se sentía naturalmente alejado de la violencia; pero –es sabido- cuando las luchas polarizadas dominan el escenario resulta casi imposible situarse al margen.

Zumban las balas en la tarde última./ Hay viento y hay cenizas en el viento,/ se dispersan el día y la batalla/ deforme, y la victoria es de los otros./ Vencen los bárbaros, los gauchos vencen./ Yo, que estudié las leyes y los cánones,/ yo, Francisco Narciso de Laprida,/ cuya voz declaró la independencia/ de estas crueles provincias, derrotado,/ de sangre y de sudor manchado el rostro,/ sin esperanza ni temor, perdido,/ huyo hacia el sur por arrabales últimos.

Fue San Juan una provincia de muchas revueltas: terreno donde los enfrentamientos entre unitarios y federales no tuvieron solución de continuidad. Revolución tras revolución, golpe tras golpe, gobernaban unos –como el liberal Salvador María del Carril, después vicepresidente de Urquiza- y, de inmediato otros, como Nazario Benavídez, apodado el “caudillo bueno”, tres veces gobernador, y quien, por dos oportunidades, salvó la vida de Sarmiento, uno de sus más acérrimos opositores.

Tal vez, se especula, la provincia era muy inestable porque carecía de una aristocracia local y porque la presencia de muchos pequeños propietarios de chacras y viñedos la hizo prematuramente “democrática”.

Laprida era un hombre de leyes y naturalmente alejado de la violencia; pero –es sabido- cuando las luchas polarizadas dominan el escenario resulta casi imposible situarse al margen.

Su nombre ha pasado a la historia porque presidió la histórica jornada del Congreso de Tucumán del 9 de julio de 1816. Sin embargo, el historiador Guillermo Furlong se permite una observación: “El acontecimiento del 9 de julio [es] extemporáneo, intempestivo, absurdo, propio de orates”.

En efecto, “el 9 de julio un ilustre desconocido, venido de San Juan, dispone que el secretario pregunte en alta voz a los congresales ‘si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España’, y todos ellos, puestos de pie, respondieron al unísono que sí, e interrogados a continuación uno por uno, todos reiteraron sus votos, y lejos de poner alguna limitación o alguna cláusula de salvaguardia, agregaron que habría de ser una independencia así del rey de España como de sus sucesores y metrópoli, y como si esto fuera poco, todavía agregaron que querían ser independientes de toda otra nación” .

El papel de Laprida como presidente de la sesión no fue de modo alguno fortuito. Como representante de San Juan –junto con Fray Justo Santa María de Oro- formó parte de la ingeniería que diseñó San Martín desde Mendoza y que tuvo como “delegados” directos –operadores, se diría hoy- al grupo cuyano.

Hijo de un comerciante asturiano, había nacido en octubre de 1876. Tras estudiar en el Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires se graduó como bachiller en cánones y leyes en el Colegio Carolino de Chile en 1807 y tres años después, en la Universidad de San Felipe, recibió los títulos de licenciado y abogado. En Santiago de Chile participó del Cabildo Abierto del 18 de septiembre de 1810 que –siguiendo el ejemplo de la Primera Junta de Buenos Aires y otras similares- consagró la Junta Provisional de Gobierno, primer gobierno patrio del país trasandino. Luego regresó a San Juan y en 1812 fue electo como miembro del Cabildo.

Al año siguiente Laprida encabezó un movimiento popular que derrocó a un gobierno y por el que terminó preso. Al llegar San Martín a la gobernación trabó relación con él e impulsó la campaña para recaudar fondos para el Ejército de los Andes. Sus importantes donaciones le granjearon el respeto y la simpatía del Gran Capitán.

Ser un hombre “de” San Martín, como Tomás Godoy Cruz, Fray Justo Santa María de Oro o el mismo Juan Martín de Pueyrredón (diputado por San Luis, también cuyano), elegido Director Supremo por ese mismo Congreso, permitió articular un plan global que el Libertador tejió con esmero para declarar la independencia y, así, poder lanzar su campaña continental.

A mediados de 1818, Laprida renunció a su diputación ante el Cabildo de San Juan. Regresó para radicarse en su provincia y colaboró con el gobernador De la Rosa, quien le pidió lo reemplazara en el mando durante un corto período, en el que tuvo que enfrentar un movimiento revolucionario.

Su tarea constituyente, inconclusa en el Congreso anterior, se continuó con una nueva designación a la Asamblea de 1824. Profundizó entonces su amistad con Rivadavia y el grupo ilustrado de Buenos Aires, corazón del proyecto centralista y suscribió la Constitución de 1826.

Esa militancia en el grupo unitario le costará la vida: su cuerpo insepulto alimentará más de un siglo después, en 1943, el famoso poema de su notable descendiente que, al pasar, dice de modo premonitorio conociendo el fin ineluctable:

En el espejo de esta noche alcanzo/ mi insospechado rostro eterno. El círculo/ se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Corría 1829, un año trágico de nuestra historia, el de la “fusilación” de Manuel Dorrego, el mismo en que José María Paz y Facundo Quiroga riegan de sangre la provincia de Córdoba. En octubre, Laprida huía y buscaba refugio en Mendoza tras la ocupación de la provincia por las montoneras de Quiroga. Una partida del fraile Félix Aldao encerró al grupo unitario. Borges recuerda aquel momento y elige una palabra: “conjetura” porque, en realidad, son más las leyendas que las realidades constatadas sobre el episodio: se dice, por ejemplo, que su cuerpo fue sepultado aún vivo con la cabeza fuera de la tierra...

Solo se sabe a ciencia cierta que el fallecimiento del hermano del fraile, Francisco Aldao, motivó que el exsacerdote ordenara el atroz degüello de todos los apresados en el combate. Borges concluye:

Pisa mis pies la sombra de las lanzas/ que me buscan. Las befas de mi muerte,/ los jinetes, las crines, los caballos,/ se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,/ ya el duro hierro que me raja el pecho,/ el íntimo cuchillo en la garganta.

En diciembre de aquel año convulsionado Juan Manuel de Rosas fue elegido gobernador de Buenos Aires con facultades extraordinarias. La muerte de Laprida aparece entonces como una alegoría que sella un período histórico y abre otro: sus restos se confundieron con otros cientos de cadáveres insepultos en todo el país.

Lo más probable es que quien selló su violenta muerte jamás haya asociado al cuerpo inerme con el hombre que a viva voz había tomado el juramento de independencia en Tucumán un 9 de julio de la década anterior, fecha que todos –unitarios y federales-- festejaban ruidosamente cada año.