Con Eduardo Mallea, en 1972 En busca del autor y de sus personajes

Este reportaje a Eduardo Mallea se realizó en septiembre de 1972. Recuerdo que, antes de viajar a Buenos Aires, me encontré con Carlos Viglizzo y le comenté mi intención. "No vas a tener suerte --me dijo--; yo, que soy corresponsal de 'La Nación' (donde Mallea dirigía el suplemento cultural), no logré que me concediera una entrevista".
Cuando a mi regreso le transmití el resultado de mi aventura, no lo podía creer. Más que librero, Viglizzo era un apasionado difusor de la literatura, y podía recitar de memoria a Lorca o hablar sobre el teatro de Sófocles con el mismo entusiasmo y la misma autoridad. Entusiasmo que contagiaba a quienes frecuentábamos su librería de la calle Alsina. "Son los milagros de la juventud", exclamó ante mi relato. Y es cierto. Muy pocas entrevistas concedió en su vida el gran escritor.
Aquel privilegio, o milagro, me permitió registrar detalladamente lo que significó para Mallea Bahía Blanca, su ciudad natal, y me brindó una completa radiografía --con minuciosos detalles-- de su teoría de la novela. Dos aportes que me parecen significativos y que, al cumplirse el mes próximo un nuevo aniversario de su nacimiento, reproducimos hoy, en toda su extensión. .
Rara vez Mallea concedió una entrevista. No era propenso al diálogo y menos aún si entre él y su interlocutor se interponía un micrófono. La entrevista que reproducimos es en parte fruto de la casualidad. O de quién sabe qué.
Yo no había visto nunca a Mallea.
Por entonces sus obras no me producían el desasosiego que me transmiten hoy. El estilo luminoso me rescataba de sus túneles oscuros. Ahora me resulta difícil acercarme a él. Experimento ante sus libros una succión desalentadora. Defecto irreparable mío. Pero, en aquel año, quería conocerlo como gran escritor que era y como bahiense cuyo vínculo al terruño permanecía restringido a la memoria literaria. La presencia de Bahía Blanca en él era enorme. La presencia de él en Bahía Blanca, una constante evasión. Siempre estaba por venir y nunca venía.
En diciembre de 1972 le pedí a don Fermín Estrella Gutiérrez --recordado historiador de la literatura-- que oficiara de mediador para entrevistarme con algunos escritores amigos suyos. Entre ellos, Mallea. Cuando llegué a Buenos Aires, fui a la casa de don Fermín, en la calle Beauchef. "Con Mallea no hay nada que hacer" me dijo."Mallea no concede entrevistas a nadie". Le respondí que intentaría acercarme de alguna manera. Trató de desanimarme. Finalmente, ante la insistencia, me proporcionó la dirección del novelista. La anoté y guardé el papel. Decidí ir directamente a su departamento de la calle Posadas. Mientras nos despedíamos, don Fermín reiteraba paternalmente sus objeciones. Casi me convenció. Pero a medida que me alejaba, su exorcismo iba perdiendo efecto. El impulso de alcanzar mi objetivo se imponía. Pecados de la juventud, que dicen. Emprendí la búsqueda.
***
Buenos Aires agonizaba en su propia hoguera. El calor era insoportable. Al cruzar las calles, los zapatos se hundían en la melaza del pavimento. El penoso deambular se parecía a una novela de Mallea. Producía sensación de ahogo. De estancarse en uno mismo. De agotamiento. De aspiración y renuncia. De renuncia y aspiración. Cuando llegué a Posadas acudí al papel para ver la dirección exacta. Había desaparecido. Creí recordar que el edificio estaba al 900, al 1.000, al 1.100. Cada vez me metía más en un relato de Mallea. Yo era el protagonista de una búsqueda inútil, ferviente, equivocada. Completamente exhausto orienté mis pasos en procura de un teléfono público --que entonces no proliferaban como hoy-- para llamar a don Fermín, confesarle mi persistencia en el pecado, pedirle perdón y, de nuevo, requerirle el domicilio de Mallea.
Descubrí el indicativo telefónico en un bar donde también aprovecharía para calmar la sed. Varias personas se habían refugiado en aquel minúsculo oasis. Contemplaban, a resguardo, el tormento de la calle, felices de que momentáneamente les fuera ajeno. Brillaba sobre el pavimento una bahía silenciosa de aguas alquitranadas. Al borde de su mesa, un hombre y una mujer compartían silenciosamente el agobio generalizado. Acapararon mi curiosidad mientras discaba el número. No alcancé a completar el llamado. Me dirigí a ellos intentando ser lo menos indiscreto posible. "Discúlpeme, pero ¿es usted el señor Mallea?" pregunté con notoria incertidumbre. Recordaba su imagen fotográfica. El final feliz de mi peregrinaje no se parecía a una novela suya porque, efectivamente, era Mallea.
Aceptó recibirme la siguiente mañana en su casa. Me presentó a su esposa, Helena Muñoz Larreta, sobrina del autor de La gloria de don Ramiro. Una mujer de palabras y gestos contundentes que alertaban sobre su sólida personalidad. Me sorprendió su figura gótica, conventual. Parecía concebida para la intemporalidad por un antecesor de El Greco. Supe luego que era una poetisa, probablemente alejada de las marquesinas literarias. Cuando leí sus poemas, imaginé que su intimidad levitaba a espaldas del gran teatro del mundo.
A la mañana siguiente, Mallea me estaba esperando en la puerta. Debía ir de inmediato al banco a cumplir un trámite urgente y me pidió que lo acompañara. Concluido el operativo, en un bar cercano tomamos un café. Me dio la impresión de un hombre amplio, directo, cordial, sin impostaciones. Hablaba y preguntaba sobre Bahía Blanca como si fuera una región mítica, extinguida hacía mucho tiempo. Daba la sensación de que su vida era inseparable del contexto literario. Durante los trámites diarios seguía habitando entre sus libros, creados e increados. Se nos hizo tarde. "¿Por qué no dejamos la entrevista para mañana y viene a la tarde, a tomar el té con mi señora?", me dijo.
***
Cuando llegué a su casa me aguardaba con un ejemplar de Simbad, prometido el día anterior. Mientras su esposa preparaba el té, conversamos en el living. Desde el ventanal se veía, enfrente, un baldío, rescatado al hacinamiento mediante una demolición, donde quince o veinte adolescentes soñaban a gritos con la gloria del fútbol. Mallea comentó su inhabilidad infantil para los deportes.
Convocados a la mesa, me sorprendió la parquedad de la merienda en la cual hábitos monásticos coincidían con el horario inglés. El té de las 5 y dos "criollitas" untadas con paté entonaban el himno a la frugalidad.
Agradecí en lo íntimo que me incorporaran a sus costumbres cotidianas sin modificarlas; lo asumí como señal de confianza. Entre otras cosas, recuerdo, Helena refirió que en el borrador original de "Todo verdor perecerá" el epílogo era demasiado violento. Agata, la protagonista, atacaba directamente a su marido Nicanor y lo mataba. "Era un desenlace muy forzado", sostuvo. Le había sugerido a Mallea que lo cambiase. El se dio cuenta de que tenía razón. Lo cambió por completo. Quedó el que conocemos: mientras Nicanor delira en medio de la fiebre, Agata abre las ventanas para que entre el viento helado, acelerando su muerte.
Helena no ignoraba lo que significa respirar el aire de las cimas literarias. Juan Ramón Jiménez había prologado su libro y hasta recitado en la SADE algunas de sus poesías. Lo recordaba sin jactancia, exhibiendo la anécdota como un preciado tesoro. Ya de noche, al despedirme, me obsequió un ejemplar de Sonetos en carne viva. Aquella poesía era otra versión de su misma imagen, sacramental, mística, desmaterializada.
El momento más difícil de aquel encuentro se produjo al enfrentarse Mallea con el grabador. Parecían rechazarse mutuamente. Apeló a toda clase de evasivas. "No sé hablar. Cuando me hacen una entrevista razono peor que un jugador de fútbol. Por eso jamás acepto un reportaje", afirmaba. Al cabo, y tras anticipar algunos de los temas a considerar, se resignó. A veces, en mitad de su respuesta indicaba con un gesto que apagara el grabador. Y, tras el intento de fuga, empezábamos de nuevo. De aquel valioso testimonio se publicaron algunos párrafos. El resto permaneció en el mutismo de la cinta, hasta que hace algún tiempo la recuperé de un viejo archivo. Al volver a escucharla pensé que algunas claves de su novelística habían quedado registradas en aquel agónico diálogo. Tantos años después, creo que vale la pena reproducirlo textualmente. Así comienzan aquellas palabras recuperadas tras el prolongado silencio:
"Yo era un niño que empezaba a leer cuando sentí la necesidad de manifestarme por escrito en el sentido que la lectura me sugería siempre --dice Mallea--. Mis primeros tanteos como lector me estimulaban para que canalizara una necesidad mía de expresión. Leía en general autores de novelas policiales. No sólo los admiraba, sino que los imitaba".
--En su primera infancia escribir, recrear, era ya una diversión...
--Naturalmente, y jugaba. Y me gustaba mucho jugar a los mismos juegos que los demás chicos, con la diferencia de que era bastante torpe para los juegos en que habitualmente los chicos son muy hábiles. Jugaba mal a las bolitas, era pésimo para el fútbol. Me gustaba participar en ellos, pero resultaba un perfecto inútil. Interiormente experimentaba una gran necesidad de crear cosas entrando en el dominio de la imaginación. Si leía un relato de Conan Doyle me sentía llevado hacia una necesidad de extender el dominio imaginativo que me estaba prestando la lectura, y poner una parte mía inventando algo parecido.
--Se parece a lo que ocurre con el personaje de "Simbad", al principio de la obra. El ve lo que ocurre en la vida con mirada de escritor.
--Todos los que escribimos trasponemos emociones, sensaciones o ideas que uno mismo ha tenido. A veces muy transformadas, otras seguidas de una manera muy cercana. No tengo muy presente el principio de Simbad. Muchas de esas cosas que considero totalmente inventadas habrán tenido un fondo de verdad. Esa parte del libro es una idea narrativa que se me ocurrió muy diferente a lo que me había pasado a mí. De todos modos hay siempre un acercamiento entre la realidad y la creación.
--Mencionaba "Simbad" porque se desarrolla en Bahía Blanca y la zona. En varias novelas ubica el paisaje y personajes bahienses. Incluso su novela más traducida "Todo verdor perecerá" se desarrolla en aquella zona. Usted siente algo especial por Bahía Blanca, a pesar de no haber vuelto nunca. Sigue siendo paisaje y tema de su obra.
--La perspectiva, la idea de distancia es importantísima en el arte en general. Es lo que he llamado yo alguna vez punto de vista; tiene enorme importancia la distancia en que uno coloca el objeto de la narración. La distancia es capital. Si uno toma mal la distancia, todo el paisaje o el escenario de visión se le viene encima. Si se guarda la debida distancia, que es dificilísimo, la obra empieza a estar bien colocada. Muchos de los episodios que yo ubico en Bahía Blanca están puestos ahí porque los veía a la distancia necesaria, como para abarcarlos de una manera significativa. El libro que usted cita, "Simbad", es una novela abrumante, enorme. Pero yo la quiero mucho, puesto que puse tantos años en escribirla, viví tanto en ese libro, residí tanto en él. La parte del libro escenificada en Bahía Blanca, sus episodios, me parecen mucho más logrados que cuando me acerqué a temas próximos a mí, ocurridos en Buenos Aires. Creo que no podía conseguir el suficiente imperio y dominio sobre esos grandes escenarios. En cambio, la primera parte me parecía que se lograba de una manera más feliz. Alcanzaba un coeficiente de poesía mucho mayor.
--Me gustaría hablar sobre "Todo verdor perecerá", una verdadera obra maestra. Se tradujo a muchos idiomas.
--Sí, a varios y tuvo muy buenas traducciones y mucha difusión en el extranjero.
--La podemos calificar como una novela hondamente pesimista.
--No sé si llamarla pesimista. No creo que en el arte narrativo esa calificación pueda tener importancia. La noción de la palabra pesimismo tiene una extensión, un alcance más filosófico. La novela es un simple aparato de ficción. Una máquina novelesca que funciona por sí misma y no tiene otra orientación que los propios episodios que pasan allí. Cuando la escribí, no tuve ninguna idea de tipo filosófico ni metafísico. El título está sacado de la Biblia. A mí me sorprendió el éxito del libro y el éxito del título. Uno no sabe nunca si da con el tema y con el título ideal para un libro.
--Es la novela suya más difundida.
--Sí, junto con "La bahía de silencio".
--Yo me refería a pesimismo en un plano más vulgar por las características de los personajes. No al pesimismo instalado en la novela sino el que transmiten los protagonistas. Tal vez la palabra no sea pesimismo. Da la sensación de que el pesimismo está en los personajes que lo irradian y lo contagian. Llegan a crear en la intimidad del lector un clima denso, difícil, sin escapatoria. También se nota el pesimismo en el paisaje y en las cosas. A la postre parece que fueran ellas las que hacen que el personaje se entregue sin luchar. Ese es el paisaje bahiense. En ese sentido quizás sea una novela generadora de pesimismo.
--No sé si podría llamarse generadora de pesimismo, porque cada lector interpreta un libro de una manera distinta. Yo no escribí pensando en el pesimismo. Sí tenía una idea eminentemente nostálgica y dramática del asunto. Del asunto como tragedia. Y toda tragedia parecería inclinar a una idea de pesimismo. En realidad, eso dimana del asunto en sí. Un asunto que se me ocurrió poéticamente en conjunto, como se le puede ocurrir a uno un drama muy fuerte en el cual no hay una salida feliz. Yo no usaría la palabra pesimismo, sino como algo que está muy ligado al tema mismo del libro.
--Quisiera hacer una aclaración. El dramatismo en la vida cotidiana surge de una serie de hechos encadenados. Es decir, a tales causas tales efectos. En "Todo verdor..." parece que los personajes se ven superados por algo que viene de otro lugar, una fuerza superior a ellos. ¿Usted considera que los seres humanos tenemos libre albedrío o estamos sometidos a fuerzas superiores contra las cuales no podemos rebelarnos?
--Creo que la organización de un espíritu está eminentemente ligada a ideas sumamente profundas y sumamente diversas que pueden llevar a un hombre, según sucesivas experiencias, no a las experiencias puramente vitales, sino a las experiencias de pensamiento, a muy diversas salidas que son imprevisibles. No creo que haya libros que puedan transformar por sí mismos un sistema de ideas que está básica y sólidamente constituido en el lector. El encuentro con los libros es una ocasión de reaccionar ante ellos como reaccionan los personajes cuando están vivos. Si los personajes carecen de esa reacción fundamental, están muertos. Cada lector se encuentra ante un libro y aparece ante ese libro con todo su espíritu de adhesión o contradicción, de polémica o de asentimiento. No tiene nada que ver con el libro, sino con el gusto o la aproximación del lector, que después se modifica frente al libro. Es decir, según su capacidad espiritual de sobreponerse al libro o de acompañarlo.
"Sobre este tema tendríamos que hablar horas y horas. Se ha dicho alguna vez que con buenos sentimientos se hace mala literatura. Yo leí mucho a los grandes trágicos; a Nietzsche, a hombres de un pensamiento atormentado. Novelas como Cumbres borrascosas han tenido sobre mí una inmensa sugestión. Y uno proviene de las cosas que han tenido sobre uno un poderoso ascendiente. Lo cual no quiere decir que tenga que determinar una filosofía. Habría que hablar durante horas. Es más materia de un ensayo que de una conversación de este tipo".
--Seguimos ocupándonos del escenario bahiense.
--Hay muchos libros en los cuales la idea de Bahía Blanca ha sido muy fuerte. Está el paisaje y la vida que yo viví allí. Una vida, en el fondo, bastante feliz. La casa de mi padre, la atmósfera, la presencia de los libros, de las imágenes, de las relaciones literarias que mi padre traía para nosotros. Todo eso era muy estimulante y ayudaba mucho a la primera formación del escritor. Me he sentido sumamente nutrido por la atmósfera de la casa de mi padre. Había muchísimos libros a los que yo entraba muy prematuramente. Algunos me dejaron sumamente marcado para toda la vida.
--El paisaje, en cambio, parece hostil y agresivo.
--No en todas mis novelas. En algunas sí, en otras no. Yo he venido a Buenos Aires siendo adolescente. Siempre a la distancia, las cosas se ven en un territorio nostálgico. Es, quizás, lo que da una tonalidad gris, triste. Eso es porque uno tiene cierta tendencia fundamental hacia un tipo de literatura. No es que yo haya pensado situar los temas de esos libros en ese territorio moral, un tanto sombrío, como usted dice. La literatura, en general, me gusta así, en los términos en que yo mismo he trabajado.
--¿Cuánto hace que no va a Bahía Blanca?
--Hace mucho tiempo. Muchas veces le he dicho a mi mujer que yo quería sustancialmente que ella conociera Bahía Blanca. Que fuera allí y observara ese paisaje que ahora debe estar absolutamente cambiado; sobre todo en términos de dimensiones. Me pregunto si existirán aún tantos sitios que durante mi infancia ejercieron sobre mí una enorme sugestión. Por ejemplo, el cinematógrafo La Marina, el viejo teatro Coliseo del que hablo tantas veces, ciertas tiendas a las que iba con mi madre, las grandes quintas, como la de los Muñiz, que estaba en la calle Zelarrayán. Toda esa idea topográfica de Bahía Blanca será para mí una sorpresa cuando vuelva; por no llamarla decepción, en cuanto a los sitios. Los sitios cambian de dimensión. En el momento de la infancia uno cree que la plaza o los árboles son enormes. Después nota con estupor que las dimensiones son muy distintas. Ni los árboles son enormes ni las plazas son tan grandes ni las escaleras que convergen en el fondo de una gran tienda resultan altas. Creo que eso es lo que encontraría en Bahía Blanca si volviera. Aunque no hace tanto que estuve. Bueno, hace mucho, pero no tantísimo. Deseo volver a Bahía y en cualquier momento voy a ir lo más de incógnito posible.
--A veces, por distintos motivos tratamos de refugiarnos en la infancia. ¿Teme destruir ese ámbito con el regreso?
--No hay eso. Mi recuerdo de Bahía Blanca es bastante viejo. Se ha poetizado en mi ánimo. Adquirió una dimensión y un alcance especialísimo, lo cual no quiere decir que Buenos Aires no haya tenido para mí una inmensa sugestión. Yo quiero mucho a esta ciudad y la he vivido muchísimo tiempo. Quizás los relatos que oigo comentar más han sido de La ciudad junto al río inmóvil. Alguno me ha valido la amistad con escritores como Laurence Darrell.
"Son relatos pensados y vistos en Buenos Aires, casi con el mismo sentimiento que fueron concebidos mis libros relativos a Bahía Blanca. Creo que cierta felicidad, por así llamarla, en el modo de tratar estos temas con Bahía Blanca provienen de una felicidad del punto de vista. Si uno pone el objeto que va a describir demasiado lejos, se esfuma. Si lo pone demasiado cerca, se deforma. El foco exacto debe ser tratado con un gran dominio sobre él y eso es lo que Bahía Blanca me ha proporcionado muchísimo. En algunas partes, es muy feliz la distancia a que yo he puesto el objeto y eso me ha facilitado enormemente el elemento de sugestión. En cambio, en otros ámbitos muy próximos a mí se ha esfumado bastante. Por ejemplo, me costaba bastante en Simbad situar a Buenos Aires en una distancia lejana para describirla como yo deseaba. Me costaba muchísimo. Y cuando una cosa cuesta demasiado en el arte, significa que algo ha fracasado. Más que en su concepción, en la manera de articular la expresión. No sé si es claro, me cuesta mucho utilizar este medio indirecto (el grabador) colocado entre los interlocutores".
--Pienso que usted busca una exactitud total en sus expresiones y su temor se reduce quizás a un equívoco imperceptible para mí. Ha sido muy claro. Pasando a su novelística, ¿qué tiene preponderancia para usted, el análisis psicológico de los personajes o el desarrollo de la trama?
--No podría establecer un distingo ni contestar mediante una abstracción. Tendría que ponerme a pensar.
--Formulo la pregunta de otra manera. Cuando comienza una novela, ¿usted piensa primero en el personaje, y en el transcurso de la obra deja que vaya viviendo por su cuenta? ¿O piensa primero en la trama y luego define en ella a los personajes?
--Según la novela. En algunas he pensado fundamentalmente en el personaje y en otras más bien en el teatro donde todo debe ocurrir. No sé cuál de los dos. Quizás usted pueda notar cuál de los dos procedimientos o situaciones ha resultado para mí más feliz.
--Me inclino por el primero. Una vez concebido, el personaje, él, por sus propios medios, desarrolla la trama de su vida.
--Es posible que sea así. Si el personaje produce reacciones propias, no impuestas por el autor, está salvado. Si el personaje se libera del autor y del libro, existe, tiene vida y destino propios. Lo fundamental es que tengan destino los personajes de novela en el sentido de fatalidad. Que el lector pueda encontrarse con ellos, no ante un señor que está contándole un relato, sino ante ideas puras, ante agonistas; protagonistas que están actuando como si vivieran no en el libro, sino en la vida diaria. Los personajes más interesantes de novelas son aquellos que se pueden continuar. Siguen siendo en la imaginación del lector. Se escapan del libro y se convierten en elementos vitales.
--Unamuno relata que era crucial para él cuando en una novela tenía que matar a sus propios personajes. Recuerdo que lo decía con respecto a su novela "Abel Sánchez". Cuando le otorga verismo y realidad a su personaje, en el momento de eliminarlo experimenta una sensación de angustia y duda.
--Creo que sí. Me explico muy bien lo de Unamuno, que está tan consustanciado con el tipo de literatura que él hacía. Una literatura eminentemente trágica. Lo que él ha llamado "el sentimiento trágico de la vida" es lo que lo determinaba para la creación de sus personajes novelescos. En el fondo no hay personajes novelescos. Cuando han sido creados con felicidad no son personajes del autor. Son diferentes a él; no son lo que el autor quiso al principio. Han seguido una vida diferente a la que el autor quiso darles porque, precisamente, en el lector han producido distintas reacciones. Viven en él con un recuerdo modificado por el lector mismo. Se prolongan en el lector. Ese es el ideal de la novela. Producir personajes y escenas que escapen de los libros. Que haya parte de esos libros olvidables, pero que algunos accidentes por su carácter trágico lleguen a sobrevivir.
--Un caso típico es el Quijote. Cervantes quiso hacer un personaje ridículo, y por exigencia del propio personaje surgió uno de los seres más extraordinarios de la literatura universal.
--Claro. Y la opinión del lector muchas veces modifica, extendiendo o transformando, lo que el autor ha querido hacer. Es en el fondo la gran felicidad del autor. Produce un elemento vital que forma parte de la existencia de las criaturas.
--¿Por cuál de sus personajes siente predilección?
--Sería injusto si le dijera cuáles me resultan predilectos. Naturalmente son predilectos aquellos que han seguido viviendo. Los que no quedaron en el atrás que es todo libro. Todo libro pertenece al momento en que ha aparecido. De pronto, ese libro por cualquier circunstancia continúa muerto o al revés. El libro nace con felicidad y se echa a vivir, y son los personajes, que en la novela han constituido las peripecias, los que siguen viviendo en uno como un estímulo extraordinario. Uno siente determinada afección hacia los personajes o las tramas que han tenido después una difusión muy grande.
--Si tuviera que salvar una obra, ¿por cuál optaría?
--No sé por cuál. Si dijera por cuál equivaldría a estar muerto, a no pensar que puedo tratar de hacer un personaje que tenga una cercanía más grande con mi ideal de personaje o con mi idea suprema de lo que yo he querido decir a través de determinados personajes. El que yo prefiero es el que me preocupa en este momento. La novela a la que me voy a dedicar enteramente para hacer al fin el personaje ideal que yo he querido.
El último libro
En aquel momento, Mallea seguía esperando su gran libro. Ese hijo que todavía le estaba por nacer. Era en verdad el que más quería a pesar de su frondosa producción. Y decía:
"He terminado tres novelas cortas. Tengo una idea para una extensa y muy querida novela que no sé cuándo empezaré a escribir. Desearía que fuera mi último libro. Pienso en esa novela como algo que en mí está muy hecho, muy trabajado. Lo veo como si fuera una especie de misión y no un objeto de trabajo. Esos personajes viven mucho. Eso me ocurrió con algunos libros. Después, una vez escrito, ha desaparecido la sugestión sobre mí. Pero en este caso me gustan esos personajes y quisiera que fueran los protagonistas de mi novela final. Incluso tengo pensado el título y su total universo está en mí muy hecho. En Los enemigos del alma me ha ocurrido que yo pensaba de una manera tan formalmente concreta en los personajes que me parecía que el vehículo más apto para trasladarlos al lector, tal como yo los veía, era el cine y no la novela. Sin embargo, una vez escrita la novela no sé hasta qué punto los personajes existen. Se han esfumado un tanto en mí. Uno entra en un territorio en que no sabe qué pasó".
--Volvemos al principio; en alguna medida usted ratifica que primero ve los personajes. Los ve viviendo y luego los traslada a la ficción.
--Es posible que sea así. En otros libros la idea de lo que va a pasar es tan importante como la idea de los personajes.
--Julián Marías tiene una teoría según la cual la novela es un método de conocimiento, de penetración en la realidad profunda de las cosas; un mecanismo de búsqueda para sumergirse en la realidad.
--Sí, yo creo que sí. Es muy exacto el punto de vista de Marías.
--¿Cuál es el problema que le preocupa a usted y cuál la búsqueda emprendida?
--Naturalmente de la actitud del creador, es decir de la actitud íntima, auténtica, en profundidad en el sentido de las ideas y del carácter eminentemente conflictual con los cuales se encuentra, depende la calidad de lo que se propone hacer. Hay una distancia inmensa entre lo que se llama habitualmente novela y los novelistas que se han propuesto plasmar una dimensión o prolongación de sus ideas en personajes capitalmente nutridos de ese tipo de nociones y de ideas. Si no se tiene la voluntad esencial de buscar la trascendencia de los personajes, la novela se transformará en lo que se llama hoy en día lo vendible atrayente o meramente simpático. Un novelista o un creador en general se propone buscar problemas que ve sin solución y usa como vehículo al personaje, al estilo, a una serie de conflictos, de salidas y de no salidas. Es el sistema que hace a una novela importante y al novelista intentar abrir una serie de puertas no simplemente de salida a meros personajes físicos que se pasean por los libros. Cuanto más dotados estén por su creador de una actitud creadora, de multiplicación, de estados de conciencia, de conflictos íntimos, de la acción que van a cumplir, mientras más allá lleven esos personajes su libertad dentro de los problemas, el novelista habrá creado un mundo de seres vitales con fundamental dimensión de sus almas.
--En el plano concreto de esa temática, Buenos Aires puede ser el gran conflicto que indagan muchos de sus personajes.
--Yo creo que sí. No llamaría el gran conflicto, pero sí un elemento propio de agonistas. Agonista, palabra eminentemente unamunesca, llevada a la interpretación de los personajes de novela, me parece que es la que mejor define el elemento de lucha en todo libro. En los libros que se refieren a Buenos Aires los conflictos son muy intensos. Muy reales. Hay bastantes novelas en las cuales Buenos Aires está muy presente.
--¿Usted trabaja metódicamente en sus obras o más bien en forma compulsiva?
--No trabajo con regularidad sistemática. Sería una laboriosidad artificial, mecánica. Trabajo, en realidad, durante los meses necesarios como para concluir un libro que ha sido pensado durante muchísimo tiempo y anotado en sus formas más minuciosas. Una vez que está articulado, que tengo las notas generales, empiezo a escribirlo ya con ánimo de continuidad. Cuando he llegado a entrar en el libro, si el tema ha sido bien planteado, creo que el tema mismo me conduce. Y se forma a sí mismo. Adquiere una vitalidad per se, desde adentro de su función. Entonces trabajo todo el tiempo necesario. Para una novela no muy extensa, 6 u 8 meses. Otras, como Simbad, requieren muchos años de trabajo.
--Dijo que iba a mencionarnos el título de la última novela que está escribiendo. Luego lo olvidamos.
--Tiene un título definido, pero prefiero no decirlo. Si se lo digo estoy ya matándolo o dándole una vida que no es la que debe tener.
***
Supe entonces que aún Mallea no había escrito su gran libro y que lo seguía buscando afanosamente. Desesperadamente. Una búsqueda que no concluiría jamás. Quizás también Mallea era su propio personaje. Era todos sus personajes. Y también su búsqueda. Tal vez nunca pudo independizarse y se siguió buscando en aquella interminable catábasis.
¿Padecen esta eterna insatisfacción en general los escritores? No era el caso de su esposa. Ella sentía haber plasmado en sus Sonetos en carne viva el entusiasmo --en su etimología de estar en Dios-- de su juventud, a la sombra verbal de Juan Ramón Jiménez. Recorrí, después de aquel encuentro, las palabras premonitorias y místicas de sus poemas.
Palabras que ella arrojaba en el cauce del tiempo con sonoridad de piedra sillar que cae al río. Eran sonetos cincelados para la vida y para después de la vida; ajenos a la angustiante precariedad del ser y del no ser depositada en los libros de su esposo. Más que escribirlos alzaba los poemas como estandartes de su credo. Poesía de batalla interior, acerada y cortante. Proclamaba el silencio triunfal, invulnerable a la falacia de las palabras prescindibles e inútiles. "Con todos lucharé, para tenerte,/ y al final dormiré para alcanzarte/ en el pálido sueño de la muerte", le dice al silencio en un soneto.
Y en otro:
Por qué este despertarse, este dormirse,
por qué hoy la oscuridad, la luz mañana,
por qué tanta ansiedad que así reclama si todo es un camino para irse.
Por qué tanto luchar y tanto asirse estando cerca la hora sobrehumana,
si ya se oye el tañer de esa campana,
por qué tanto llorar y despedirse.
Descarnados, pasando por la vida,
podremos liberarnos de la angustia olvidando la carne tan herida.
Y cuando llegue el tiempo de la huida,
mirar el cuerpo como sombra mustia y encontrarse en el punto de partida.