Una triste postal de la ciudad
CABRIA hablar de una postal doblemente triste de la ciudad. Triste, porque salir a juntar cartón para obtener un precario recurso económico debe constituir poco menos que una de las últimas alternativas a las que puede apelar una persona. Y triste, también, porque, en muchos casos, son asociados a esas penurias otros representantes del reino animal, más indefensos aun, a quienes les toca cargar con la parte más ardua e injusta del trabajo. Nos referimos a los caballitos esmirriados que, en pos de esa búsqueda, día tras día recorren, hasta el agotamiento, las calles de la ciudad.
DA MUCHA pena verlos arrastrar grandes chatas de cuatro ruedas, cargadas hasta el tope y, a veces, con familias enteras a bordo. Y enganchados sin las protecciones necesarias para que su agotador esfuerzo no los lastime. A lo que debe sumarse el estrés de un tránsito enloquecido, que casi les pasa por encima con su velocidad, su ruido estentóreo y su agresividad. A veces, hasta es perceptible el terror que se refleja en sus ojos. Y, al verlos, cabe preguntarse si tendrán, durante el recorrido, por lo menos, un poco de agua para calmar la sed provocada por tanta fatiga.
ESTOS episodios de hoy recuerdan aquella patética escena protagonizada por Federico Nietszche, al ver cómo un despiadado auriga castigaba sin piedad a su caballito exhausto. Sin poder contenerse, el gran filósofo se abrazó al cuello del sufriente animal y exclamó: "¡Hermano!". Es probable que entonces la razón del pensador alemán estuviera precipitándose en las sombras. Pero mucho más sombría aun parece el alma de quien empuñaba el látigo.
HOY, quizás, nos hemos acostumbrado a estas tristes escenas de insensibilidad. No se trata ya de episodios excepcionales, como el que conmovió a Nietszche, sino que ocurren a diario. Puede observarse con frecuencia cómo minúsculos caballitos, desprovistos de pujanza, son castigados para alcanzar, con ventajas sobre otros, el botín anhelado, o para cruzar el semáforo antes de que se ponga rojo.
NI siquiera sabemos si se controla el uso del herraje indispensable para desplazarse sobre el pavimento ni si se emplean los complementos adecuados (pecheras, recados, etc.) que necesitan los animales de tiro para desplegar, sin grandes sufrimientos, su tarea.
POR OTRA parte, como el tránsito en general sigue respondiendo a la normas del caos y del "qué me importa", esas tristes postales se desdibujan y se pierden en medio de la incertidumbre generalizada, sin que se cobre conciencia de los abusos.
DE ALLI que pensar en que alguien pueda interesarse por la desdichada situación de estos caballitos resulta utópico. Además, las entidades protectoras de animales también se hallan desbordadas ante las múltiples demandas que plantean preocupaciones similares con animalitos de menor porte.
TAMPOCO quiere decir esto que todos los que utilizan esta forma de locomoción a sangre caigan en tamaña crueldad. Hay excepciones. No obstante, cierto es que, en el caso de las actitudes comentadas, se están aceptando como normales conductas indignas de una comunidad civilizada. Y es de esperar que, desde algún sector de la conducción comunal, surjan inquietudes capaces de promover (mediante una normativa adecuada y controlable) conductas reparadoras al respecto.
Notorios abusos de los que son víctimas pequeños caballos de tiro.