El totalitarismo invertido
Pedro Sánchez (*)
En un libro editado estos días en España, Sheldon Wolin, profesor de la universidad norteamericana de Princeton (Nueva Jersey), se pregunta si es inevitable la decadencia de la democracia y el triunfo del totalitarismo invertido.
La obra se titula "Democracia S.A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido". Wolin señala que desde que en 1980 Ronald Reagan prometió "librar al pueblo de la carga del gobierno", el partido republicano (ahora fuera del poder con la llegada del demócrata Barack Obama) siguió una evolución que condujo a los Estados Unidos a una paulatina disolución de la democracia en un totalitarismo invertido.
El periodista, escritor y filósofo catalán Joseph Romaneda, en la presentación del libro, advirtió que a diferencia del totalitarismo clásico, el totalitarismo invertido no nace de una revolución o de una ruptura, sino de una evolución dirigida. Su objetivo no es la conquista del poder a través de la movilización de las masas, sino la desmovilización de éstas desde el poder, hasta devolverlas a un estado infantil.
Y se pregunta si con Obama ha llegado la última oportunidad de salvar a la democracia de la disolución en un nuevo estado corporativo o el nuevo presidente forma parte, irremisiblemente, de un sistema invulnerable.
Hasta aquí, el totalitarismo invertido presentado por Wolin como un fenómeno norteamericano, pero la partitura que puede parecer excesivamente pesimista, contiene sonidos que a los argentinos nos resultan familiares. Es Romaneda quien previene que la degradación de la democracia no es patrimonio exclusivo de los norteamericanos, porque la indiferencia fomentada por los gobernantes crece en todas partes, al tiempo que los Estados están cada vez más impregnados de corporativismo.
Nosotros creemos que más que hablar de totalitarismo invertido, hay que definir el proceso como totalitarismo de la indiferencia provocada. Hay más: desde que Lincoln hizo esa obra maestra de la tautología que fue la Oración de Gettysburg, los norteamericanos se empeñaron en tomar como sinónimos democracia y república, cuando son dos cosas distintas: la democracia es un método de legitimación de la república y no un régimen o sistema de gobierno. Por eso, una democracia sin república es siempre totalitarismo y ese es el problema de los argentinos.
Lo curioso que el modelo elaborado por Reagan y ahora definido como totalitarismo invertido, haya sido adoptado por cultivadores de la izquierda oratoria, ni siquiera de la centro-izquierda, porque como advertía hace años Felipe González, el centro sólo existe en las matemáticas.
Kirchner, así las cosas, es un "reaganista" en estado puro, un reaccionario voraz que identifica república con poder y poder con negocios. Y además, un experto en travestismo político, o mejor, ideológico.
Muchos o pocos, no importa, recordarán que en una primera fase, Kirchner identificó como "corporativas" a todas las expresiones opositoras a su proyecto de acumulación de poder público y de beneficios privados. Toda opinión contradictoria era producida por una "corporación" así jamás haya identificado a ninguna.
Pero una cosa eran los discursos y otra los objetivos, porque erigió poder cimentado en corporaciones producto de su ingenio creativo. Si bien parecen desestructuradas estas organizaciones, tienen rígidas normas de comportamiento impuestas por su hacedor. El juego, el narcotráfico, el trasiego de armas y el derecho a la corrupción compartido con amigos y "hombres de paja", verdaderos guardaespaldas del Supremo, se manejan al más depurado estilo corporativo y en un país agobiado por los fracasos, prende con comodidad el totalitarismo de la indiferencia provocada.
Para que la máquina funcione las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días del año, sin más obstáculos que ligeras lipotimias, es necesario retirar algunas piezas.
Como la libertad de informar es contraria al proyecto, que puede tener incierto futuro institucional, pero que tiene larga vida por la formidable acumulación de riqueza lograda por las corporaciones, hay que hostigar y aún prever la eliminación de esa libertad:
Los casos de Nelson Castro, echado de una radio comprada por socios de Kirchner, después de haber denunciado maniobras de corrupción perpetradas por los nuevos patrones y de la supresión de la imagen del vicepresidente Cobos en la televisión del Estado, son los ejemplos más recientes, como lo es, en el esquema institucional, la supresión fáctica de la Auditoría General de la Nación, otra de las tantas ingenuidades de Alfonsín cuando pactó en Olivos el contenido de la Constitución de 1994.
Kirchner ha logrado llegar a la indiferencia a través de la mentira. Entonces, el objetivo es imponer una determinada idea de la realidad: establecer como verdadero lo que de hecho no lo es. Si retornamos al libro de Wolin, eje de esta columna, mentir es la expresión de una voluntad de poder. Mi poder aumenta, podría decir Kirchner, si una descripción del país que es producto de mi voluntad es aceptada como real.
Puede no ser aceptada, pero tampoco es combatida y es entonces cuando la sociedad se precipita en la indiferencia, se resigna al cambio y se desploma para caer en brazos de un totalitarismo de nuevo cuño.
¿O acaso no se concede más importancia al negocio del Dakar, a los chismes sobre Nazarena Vélez o al regreso de Abbondanzieri a Boca, que a las denuncias sobre asociaciones ilícitas o delitos cometidos desde el poder que no alcanza el Código Penal para identificarlos?
En suma, la despolitización de la sociedad pasa por "la creación de una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual". Todo ello, con un objetivo diáfano: Que el Supremo pueda decidir a su antojo, sin tener para nada en cuenta a la opinión ciudadana, que además, no importa.
(*) Pedro Sánchez es periodista. Entre otras funciones, se desempeñó como interventor del Comité Nacional de Radiodifusión (Comfer).