Inocencia interrumpida
En la tarde del 2 de mayo de 1982 un mensaje en cadena de la Junta Militar interrumpió los dibujos animados del sonriente ratón Mickey.
Era el comunicado número 15: el general Leopoldo Fortunato Galtieri anunciaba que un submarino británico había hundido al crucero General Belgrano cerca de Malvinas.
La tragedia me tocó de cerca. Mi padre, Ramón Pereyra, suboficial segundo maquinista, era uno de los 323 tripulantes desaparecidos. Faltaban 23 días para su cumpleaños 37 y yo estaba a tres semanas de soplar ocho velas.
Mi hermano Mario tenía un año, mi hermana Mariela cuatro y mi mamá Elba se transformaba en una joven viuda de 31, una de tantas que conocería después, en cada ceremonia para recordar a nuestros muertos ahí donde solía amarrar el crucero.
A la noche mi casa se convirtió en un cónclave de parientes. Estaban todos: mi madrina Chabela, también viuda del Belgrano; Linda, la esposa escocesa de un ex compañero de mi viejo; mis tíos y primos, y otros rostros que no recuerdo.
Y yo acomodaba las piezas de Lego para simular el barco y el submarino, y con unos soldaditos de juguete (los mismos que me fascinaron cuando los vi en una juguetería de Portsmouth, Inglaterra, adonde fuimos en una comisión de la Armada para buscar al destructor Hércules) trataba de explicarles a mis primos cómo había sido el ataque.
Mi versión de los hechos era que un submarino inglés disparó dos torpedos contra el Belgrano: uno le arrancó la proa por completo y otro impactó en la zona de máquinas, donde trabajaba mi papá.
Con esa ingenuidad lúdica, les conté también que el buque tardó una hora en hundirse sobre su lado izquierdo. Y que aún había balsas con náufragos que esperaban ser rescatados. Igual, yo intuía que mi viejo no iba a estar en las listas que todos esperaban: las de los sobrevivientes.
Después de ese día, las tardes interminables jugando a la guerra con esos soldaditos de juguete ya no iban a ser tan divertidas. Algunos soldaditos pasaron a retiro por aburridos, otros naufragaron en el olvido o en una caja en el garaje.
La foto de la zarpada final
Aunque no sabía con precisión cuántos tripulantes había, sospechaba que eran muchos. El Belgrano era un buque inmenso: lo había visto por última vez la madrugada del 16 de abril, cuando zarpó a la guerra.
Tengo presente ese momento tanto como a Mickey Mouse, Galtieri y la casa ensombrecida por la tristeza y el llanto.
Recuerdo que el cielo no tenía colores y el frío se sentía como en cualquier otoño de los de antes: insoportable.
Mamá llevó a papá en el auto hasta el estacionamiento de la dársena de Puerto Belgrano; ya asumía la conducción de la familia. Y yo iba atrás, abrazado a un mono de peluche también made in England.
El lugar de amarre del crucero estaba concurrido como en un open day, pero el buque no lucía engalanado ni sus cañones aparecían enfundados. Había cientos de autos, y la misma historia de despedida.
--Cuidá a tu mamá --me dijo papá, antes de su último beso, el del adiós.
Me guardé esa imagen para siempre.
Gustavo Pereyra, autor de esta nota, es periodista y diseñador. Colabora en el sitio del diario, www.lanueva.com.ar.