¿Una Constitución semántica?
Explica Loewenstein que existen tres tipos de Constituciones: hay estados en los que, dada su educación política, la Constitución es efectivamente "vivida", creándose una auténtica simbiosis entre sus previsiones y el esquema que detentadores y destinatarios del poder han concebido y observan en la práctica; de forma tal que no es posible distinguir si el texto elaborado por el poder constituyente originario ha dominado el proceso o si, por el contrario, aquél se ha adaptado a éste. Estos textos, que llama normativos, se asimilan a "un traje que sienta bien y que se lleva realmente". Tales los casos de Inglaterra y Estados Unidos, entre otros.
Por el contrario, puede ocurrir que una Constitución no se adecue al proceso político de un Estado, debido a que su entrada en vigencia resultó prematura y por tanto, sus prescripciones no se integran todavía al esquema institucional elaborado. No obstante, es factible que llegará el momento en que aquella simbiosis se producirá y la Constitución, a la que denomina nominal, será auténticamente "vivida". En el ejemplo, "el traje cuelga durante cierto tiempo en el armario y será puesto cuando el cuerpo nacional haya crecido". Tal lo ocurrido con los nuevos estados africanos, que requirieron pasar previamente por un largo periodo de aprendizaje bajo un texto nominal antes de alcanzar el anterior tipo.
Por último, hay estados en los que no obstante existir una Constitución vigente, a la que denominan semántica, ella no pasa de ser una fachada para legitimar la ilimitada permanencia de los detentadores del poder, quienes así han desnaturalizado los límites y contralores que el mismo texto creara. Por eso, "el traje no es en absoluto un traje, sino un disfraz" (1).
En nuestro país, muchos se preguntan para qué sirve la Constitución frente a las continuas violaciones de su texto. Así, ¿para qué sirve que los arts. 14 y 17 garanticen el uso y disposición del derecho de propiedad así como su inviolabilidad, si una ley permite al gobierno de turno apropiarse de los ahorros de los ciudadanos? ¿Para qué sirve que el art. 76 autorice al Congreso para que, en limitados casos, confiera facultades legislativas al presidente, si en su lugar son otorgadas al jefe de Gabinete? ¿Para qué sirve que el art. 99 inc. 3° permita al presidente sancionar decretos de necesidad y urgencia sujetos a la creación de una comisión bicameral y al dictado de una ley si, no obstante los casi 16 años transcurridos, el Congreso no lo ha hecho, tolerando que todos los presidentes habidos desde entonces abusen en forma inconstitucional de ese tipo de normas? ¿Para qué sirve que el art. 101 imponga al jefe de Gabinete concurrir mensualmente a cada una de las cámaras si pasan meses sin que lo haga? ¿Para qué sirve que el art. 53 fije taxativamente las causas para remover a un juez de la Corte Suprema si el Congreso puede hacerlo sólo por discrepar con sus fallos? ¿Para qué sirve que el art. 66 disponga que las cámaras pueden remover a sus miembros sólo por inhabilidad moral sobreviniente a su incorporación cuando éstas decidan hacerlo antes de la asunción y sin que exista prueba alguna de la supuesta causal?
Todo ello viene a cuento porque hoy se cumplen tres años desde la asunción del presidente en ejercicio, por lo cual y teniendo en cuenta las cláusulas constitucionales hoy vigentes, su mandato debería expirar el 25 de mayo de 2007. Ello es así, por cuanto el art. 90 de la Ley Fundamental dispone que el presidente y el vicepresidente duran en sus funciones el término de cuatro años; en tanto que el art. 91 agrega que "el presidente de la Nación cesa en el poder el mismo día en que expira su periodo de cuatro años". Sin embargo, tan claras prescripciones constitucionales, que no podría siquiera suponerse fueran violentadas en un auténtico estado de derecho, en la Argentina de la anomia han sido dejadas de lado sin que nadie considere tal circunstancia como un grave atentado al sistema republicano.
A partir del año 1983, la fecha de asunción de las autoridades nacionales fue el 10 de diciembre; pero, dado que el presidente Alfonsín renunciara antes de concluir su mandato y teniendo en cuenta que ya había sido elegida la nueva fórmula Menem-Duhalde, la Asamblea Legislativa dispuso que ésta asumiera anticipadamente el gobierno el 8 de julio de 1989, por lo cual y siendo que la Constitución entonces vigente fijaba el mandato presidencial en seis años, dicho binomio debía concluir su periodo el 8 de julio de 1995.
No obstante y pendiente esa gestión, tuvo lugar la Convención Constituyente de 1994, la cual redujo el periodo presidencial a cuatro años, posibilitando la inmediata reelección por una sola vez, y teniendo en cuenta la situación de ese momento, la Disposición transitoria décima resolvió que, como el mandato presidencial se había iniciado el 8 de julio en tanto el resto de los cargos finalizaba el 10 de diciembre, quien asumiera el Poder Ejecutivo el 8 de julio de 1995 gobernaría hasta el 10 de diciembre de 1999, con el solo objetivo de unificar la extensión y renovación de todos los cargos. Tal es lo que surge del debate habido en el seno de la Convención a través de la intervención del convencional Cullen, quien dijo que sólo había dos posibilidades para solucionar la situación: "El alargamiento del mandato del actual presidente, que habríamos rechazado, o la solución que ha propuesto la Comisión de establecer un mandato de cuatro años y unos meses para el próximo presidente, a fin de que todos queden unificados al 10 de diciembre de 1999" (2).
Sin embargo, tras la renuncia del presidente De la Rúa y luego de los efímeros interinatos de Puerta, Rodríguez Saá y Camaño, la Asamblea Legislativa designó a Eduardo Duhalde como presidente provisorio, pero, violando el art. 88, dispuso que completara el mandato faltante hasta el 10 de diciembre de 2003, siendo que solamente el vicepresidente puede concluir un mandato acéfalo. Luego, como Duhalde decide renunciar anticipadamente para el 25 de marzo de 2003, correspondía que la Asamblea Legislativa eligiera un nuevo funcionario provisorio, pero en su lugar se sancionó la ley 25.716, que, modificando el régimen de acefalía presidencial, dispuso que, de darse ese supuesto y de existir ya presidente y vicepresidente electos, éstos asumirían los cargos acéfalos; agregando que "el tiempo transcurrido desde la asunción prevista en este artículo hasta la iniciación del periodo para el que hayan sido electos no será considerado a los efectos de la prohibición prevista en el último párrafo del art. 90 de la Constitución Nacional".
En otras palabras: como el actual presidente asumió adelantadamente el 25 de mayo de 2003, siendo que su mandato sólo se iniciaba el 10 de diciembre de ese año, el período transcurrido entre ambas fechas era una suerte de bonus que la misma ley se encargaba de aclarar que no violentaba las cláusulas constitucionales ya citadas de los arts. 90 y 91.
De tal forma, una modificación como la producida por la ley 25.716 sólo pudo ser adoptada por una Convención Constituyente, como ocurriera en 1994 y por las razones ya vistas, pero nunca le fue dable al Congreso pretender una solución igual, ya que ello implicó violar las cláusulas de los arts. 90 y 91, que fijan el mandato en 4 años y terminantemente disponen que el mismo concluye el día en que fenece tal período de 4 años. Pero resulta igualmente absurdo que la propia norma resuelva que esa enmienda no vulnera tales disposiciones porque lo dice esa misma ley inconstitucional. Es decir que el Congreso sanciona a sabiendas una normativa contraria a la Ley Fundamental; pero él mismo declara que no lo es, como si la concordancia o no de un dispositivo legal con la Constitución fuera tema que puede disponer el Legislativo, con supina ignorancia del art. 31, que no sólo pone en cabeza del Poder Judicial el control de constitucionalidad de los actos emanados de los otros poderes, sino que igualmente fija el principio de supremacía constitucional, que lleva a que los órganos jurisdiccionales deban declarar la invalidez de toda norma inferior que se oponga a la Ley Fundamental.
Ya lo sostuvo el juez Marshall en el célebre leading case "Marbury v. Madison" al decir: "Hay dos alternativas demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier ley contraria a aquélla o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución es la ley suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una ley contraria a la Constitución no es ley; si, en cambio, es verdadera la segunda, entonces las Constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitable por naturaleza" (3).
De esta forma, nuestro país demostrará al mundo --¡una vez más!-- la seguridad jurídica existente en el sistema argentino y que hace que, a pesar de que la Constitución Nacional fije un período presidencial de cuatro años, una simple ley del Congreso, violando aquélla, pueda por arte de birlibirloque extenderlo a cuatro años, seis meses y quince días. Que el lector juzgue a cuál de los tres tipos de Constitución se está pareciendo la nuestra.
Notas: 1) Karl Loewentein, Teoría de la Constitución, Ariel 1983; p. 216.
2) Diario de sesiones: sesión del 19 de agosto de 2004; p. 4713.
3) 1 Cranch 137, 2 L. Ed. 60 (1803).
El Dr. Carlos R. Baeza es profesor titular de Derecho Constitucional de la U.N.S.