El nacionalismo y sus circunstancias
"NACIONALISTAS -La Trayectoria Política de un Grupo Polémico (1927-1983)"- Luis Fernando BERAZA -Puerto de Palos Ediciones SA, Buenos Aires, 2005.
El nacionalismo argentino suele atraer la atención de ensayistas venidos del periodismo o del campo académico. La obra que aquí se comenta, producto de una prolija búsqueda documental y testimonial, se atiene al rigor historiográfico sin caer en la indigestión erudita. El ciclo del nacionalismo argentino desde fines del segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen hasta el mandato de Raúl Alfonsín, está descripto con originalidad y agudeza. Resulta así un fresco sabiamente compuesto de seis décadas de la historia política nacional en el siglo XX. Esto es, una crónica de las caídas y recaídas de nuestro fracaso institucional y frustración colectiva.
La obra se acerca críticamente al nacionalismo superando los clisés, clásicos sobre el movimiento (vinculación automática a los golpes militares, adscripción maquinal del nacionalismo argentino al nazismo, adjudicación de un monopolio de la violencia y de la intolerancia, etc.). Beraza supera con elegancia esos obstáculos.
El autor formula críticas muy precisas al nacionalismo y su incapacidad práctica en el mundo de la política. No supo, en el curso de su historia, construir un instrumento político duradero (partido, grupo de presión) por medio del cual concretar sus planteos. Paralelamente, tampoco pudo proponer fórmulas institucionales más valederas que las que -generalmente con acierto- criticaba. El nacionalismo argentino presenta al observador esta pregunta: ¿cómo es posible que un movimiento con más de setenta años de presencia, cuyas orientaciones, temáticas y consignas han permeado de alguna manera a casi todas las otras fuerzas políticas --radicalismo, peronismo, desarrollismo, "partido militar", izquierdas-- haya podido acumular tal grado de ineficacia política práctica?
Autoritarismo no exclusivo
El nacionalismo argentino ha manifestado casi siempre, pero no exclusivamente, simpatías por la ideología autoritaria. Pero resulta excesivo atribuirle la exclusividad del autoritarismo en la Argentina. La generación de la Independencia, obligada a una traumática ruptura con el imperio español, mientras por un lado se ve obligada a inventarse un pasado mítico --"se conmueven del Inca las tumbas", etc.-- por otro intenta implementar instituciones liberales que no está preparada para manejar y en las que cree de la boca para afuera. Resultado: bellas proclamaciones y autoritarismo en los hechos, es decir, la "mentira constitucional" hispanoamericana que señalara Octavio Paz. Los caudillos aparecen entonces en Latinoamérica, y duran hasta bien entrado el siglo XX, autoritarios por cierto, algo patriarcas y algo padrillos, como una especie de calamidad natural casi benigna después de los desastres de las guerras civiles desatadas a raíz de esa "mentira constitucional". Y no faltaron, por cierto, quienes hicieran antes que cualquiera de los nuestros una "teoría del caudillismo", del autoritarismo vernáculo, como, p. ej., el historiador venezolano Vallenilla Lanz en una obra de sugestivo título: Cesarismo Democrático (1923), donde propicia, de acuerdo con la experiencia de nuestros países, el gobierno autoritario o "gendarme necesario".
La hora de la espada
En esta línea de pensamiento, Leopoldo Lugones proclamará en 1924 haber sonado otra vez "la hora de la espada". En agosto de 1930, publicará La Grande Argentina. En ella propone sustituir la burocracia política por la burocracia militar. La espada ha de tomar el poder para poner en práctica un programa industrialista: una "dictadura desarrollista" avant la lettre. Es la teoría del golpe militar más brillante que se haya escrito entre nosotros. Pero no tiene por antecedentes ni a los clásicos de la reacción ni la Acción Francesa ni el fascismo italiano. Es la sistematización del "pronunciamiento militar" a la española, a su vez originado en el pronunciamiento caudillesco latinoamericano, hijo, en fin, del autoritarismo de los Borbones. El polvo vuelve al polvo, como se ve.
Los nacionalistas de los 30 se encuentran ante el fin del ciclo más decisivo para la configuración de la Argentina. En el medio siglo transcurrido desde 1880, el país ha tenido un crecimiento económico formidable fundado en la renta agropecuaria, y un crecimiento demográfico no menos formidable. El sistema político había evolucionado de una república minoritaria con fuerte dosis de "mentira constitucional", donde a la oposición le parecía que sólo le quedaba la vía conspirativa cívico-militar, a una república plebiscitaria, donde el yrigoyenismo arrasaba en las elecciones y a la oposición le parecía que sólo le quedaba... la vía conspirativa cívico militar. Todo ello en medio de una crisis mundial del capitalismo y del Estado de Derecho.
Qué querían los fundadores
Entonces surgen estos jóvenes, que se plantean las preguntas habituales en tales encrucijadas: ¿cómo nos insertaremos en el mundo? ¿cuáles son nuestras señas de identidad nacional? ¿cómo debería organizarse nuestro sistema político? La inserción en el mundo requería, a su juicio, romper las "relaciones carnales" con el imperio británico, del cual formábamos parte extraoficialmente. Recuperada la renta del comercio exterior, los nacionalistas proponían la resurrección de una mítica Hispanidad, cuyo mayor propagandista, en prosa de orfebre, había sido Ramiro de Maeztu. El problema del "ser nacional" habría de tener respuesta, para los nacionalistas, a través del revisionismo histórico. Rosas, el nudo de la polémica revisionista, podía ser presentado como el dictador eficaz, como el paradigma de gobierno autoritario exitoso y popular. ¿Por qué prendieron estas ideas en una república de inmigrantes? El revisionismo histórico ofrecía a los argentinos descendientes de inmigrantes la posibilidad de proclamar personas no gratas a los "gigantes padres" de la gloria oficialmente declarada. El revisionismo se convirtió, curiosamente, en el discurso contestatario de la Argentina inmigratoria.
En la instrumentación política, los nacionalistas recayeron en la propuesta lugoniana de viejo abolengo, se sentaron a esperar el mesías militar y a proclamar a las fuerzas armadas como banco de suplentes de la república.
Tales handicaps condujeron a la mentada ineficacia práctica a pesar de que hicieran punta en el planteo de los interrogantes básicos de su tiempo. El peronismo, el radicalismo, el "partido militar" y hasta la denostada izquierda fueron tomando parte de aquellas respuestas, colocándolas bajo otras impostaciones. En el lenguaje del Proceso de Reorganización Nacional, se encuentran ecos de la vieja prédica nacionalista. Pero la "seguridad nacional", doctrina de contrainsurgencia surgida en la guerra fría, no es producto del nacionalismo. También puede anotarse que la insurgencia tomaba a su vez, insertándolo en su registro y en su escatología también primaria, latiguillos nacionalistas.
Rosas, la patria, el Estado
Otro handicap para el nacionalismo resultó de su más brillante éxito cultural: el revisionismo histórico. El héroe político modélico del revisionismo es Juan Manuel de Rosas. Bajo su gobierno, se afianza una confederación de provincias, unidas por el vínculo del pacto, que van adquiriendo, al ritmo de los conflictos exteriores manejados desde Buenos Aires, la conciencia de una patria común. Pero Rosas no pudo o, más bien, no quiso echar las bases de un Estado nación en el molde de una constitución. En 1852, nación equivalía a constitución; pero para que la constitución fuese viable se requería que existiese un embrión estatal en la Argentina, que no existía. El Estado lo va a edificar, sobre el cañón y la corrupción, Julio Argentino Roca en 1880.
Los nacionalistas supusieron que Rosas había creado un Estado nacional y pretendieron, sobre ese mito fundacional, definir una política, paradojalmente por medio del golpe de Estado. Y el Estado, entonces, lo gobernaron otros.
César y Catilina
En octubre de 1935, Ernesto Palacio publica Catilina contra la Oligarquía. En el prólogo, Palacio explica la particular ecuación personal y política que dio origen a la obra. Año 1931. Aquel joven septembrino se había desilusionado de una revolución que veía como la simple reposición de una clase política en conserva desde 1916. Al mismo tiempo, relee el Bellum Catilinae, de Salustio. Advierte la posibilidad de una alegoría: contar la República de Justo bajo los rasgos de los finales de la República romana. El partido democrático, los populares, representaría a los radicales. Mario, su jefe, sería otro modo de nombrar a Yrigoyen. Uriburu aparecería bajo los rasgos de Lucio Cornelio Sila; la alianza entre el Senado y el ordo equester, entre el patriciado y la oligarquía financiera, le serviría para retratar la alianza entre el Círculo de Armas y la UIA, que veía gestarse en los 30. Cicerón representaría al oligarca reclutado entre los "hombres nuevos", esto es, la cepa inmigratoria, como De Tomaso, por ejemplo. Y Catilina: "en él se encarnaba sin esfuerzo mi propia decepción, mi propia indignación, mi propia rebeldía. ¡Sus enemigos eran mis enemigos! ¡Su drama era mi drama!".
Aquella relectura permitió a nuestro escritor la comprensión de un fenómeno político vernáculo que ya había sido examinado desde las páginas del periodismo nacionalista: el cesarismo plebiscitario. Según Palacio, las reacciones a lo Sila terminan aliadas a las altas finanzas, cuyos intereses defienden abogados a lo Cicerón. Se conforma una plutocracia blindada, dirigida por gerontes, que no puede ser removida mediante los remedios institucionalizados. Antes bien, requiere el remedio extraordinario de la "dictadura popular", ejercida a lo César, que oprimiría a la oligarquía para "libertar a la masa del pueblo". Esa dictadura cesárea permitiría la circulación de las dirigencias políticas: la juventud tomaría el relevo. Cuando la República romana degeneró en plutocracia senil, Catilina tomó las armas contra ella, resultando el precursor de la dictadura imperial de César. Rodolfo Irazusta había ya señalado que el régimen ochentista, una democracia minoritaria de notables, había sido sustituido, a partir de 1916, por una democracia movimientista, personalista y plebiscitaria, que creía encarnar a la nación según los dictados de un César que duraba seis años.
El cesarismo democrático
Para Ernesto Palacio, por entonces, el cesarismo democrático era la única fórmula posible contra las plutocracias en que degeneran tanto los regímenes constitucionales como los golpes convencionales. Plantea la vía catilinaria hacia el cesarismo democrático. Pero si César es la culminación del proceso, es notable el atractivo que en Palacio ejerce la figura del precursor Catilina. Incluso en el prólogo a la última edición, fechado en diciembre de 1945, con un César inminente, el protagonista sigue siendo Catilina. Lo que propone Palacio, pues, es que una minoría juvenil decidida asuma la representación del demos para imponer una dictadura cesárea. Por el partido armado a la dictadura popular, postulaba Palacio haciendo suya, románticamente, la causa de Catilina. Creía que de ese modo habría de producirse la circulación de las élites esclerosadas y la ascensión política de las nuevas dirigencias.
En 1945, cuando se reedita su libro, Palacio es todavía un catilinario a la espera de un César. Pero cuando publica Teoría del Estado, en 1962, es un hombre que está de vuelta del cesarismo plebiscitario. Sobre todo, de la ilusión de que él permitiría el relevo de una clase política agotada por otra en ascenso. Esta sería la función básica de un poder personal, pero aquí los césares plebiscitarios --Perón está, sin nombrarlo, en el fondo del planteo-- se han cuidado mucho de dejar crecer una nueva élite. Se dedicaron, más bien, a reclutar elementos subalternos, promover cortesanos y posponer a los hombres de mérito, todo lo cual llama "demagogia inorgánica". Los césares plebiscitarios argentinos prefieren ignorar el régimen mixto, en que se equilibran el líder, la élite y la masa. El cesarismo nativo se mueve con mayorías legislativas genuflexas y una corte de funcionarios corruptos. La atrofia del cesarismo produce catilinarios de todo tipo; entre ellos, el mesías militar del caso.
En la figura de Ernesto Palacio es, quizás, donde se manifiestan emblemáticamente las contradicciones de la generación nacionalista fundadora, una vez que el César --Juan Domingo Perón-- aparece en el escenario. Elegido diputado, esa mente brillante se mantuvo en silencio durante todo su mandato legislativo. Habló, más tarde, por el texto que se cita más arriba. A principios de los 70, este padre fundador del nacionalismo iría a morir, por algún sarcasmo encerrado en las vueltas del destino, en el Club de Residentes Extranjeros.
Otros catilinarios
Dos generaciones después, los jóvenes de Tacuara retomarían el rol de catilinarios. Los populares estaban proscriptos y en el manejo de la república se alternaban émulos de Cicerón y Sila. No era sensato exigirles, ni a aquellos ni al resto de su generación, que se entusiasmasen por las instituciones republicanas, en esos tiempos de democracia minoritaria cíclicamente alternada por golpes militares. La "revolución nacional" era el camino y, en la borrachera ideológica de fines de los 60 y principios de los 70, hubo quienes la persiguieron desembocando en el "partido armado". El César, desde el destierro, impulsa las "formaciones especiales". Luego, una sociedad desnorteada exige, como último recurso para escapar a la guerra intestina, el regreso del César y su séquito. Pero los mecanismos de la enemistad absoluta habían alcanzado un punto de no retorno. Era pura ilusión suponer que el Viejo podía colocarse por encima de los bandos que por igual reclamaban su conducción. La lógica del antagonismo se reduce a sus términos más simples: tu muerte, mi vida. La guerrilla urbana y rural desafía a las Fuerzas Armadas en su propio terreno. Al terrorismo le responden las ejecuciones "por izquierda" y la primera tanda de desapariciones. Por un plano inclinado se suceden la muerte del caudillo, el interludio isabeliano, el Proceso. El nacionalismo es una baja más en la guerra civil. Se opone, con razón, a la guerrilla y al terrorismo, algunos de cuyos militantes han pasado por él. Pero tampoco participa del Proceso, al que repudia en su política económica. Y si bien la doctrina de la contrainsurgencia, para reforzar la moral de sus cuadros, toma del léxico nacionalista parte de su terminología, las líneas maestras de esa estrategia vienen dictadas desde otra parte. Frente al fatal par de opuestos terrorismo/torturismo, las publicaciones nacionalistas no logran establecer un mensaje propio, y sirven más bien de coro, en ese punto, a las manipulaciones de los servicios de inteligencia.
Luis María Bandieri/Especial para "La Nueva Provincia"