Bahía Blanca | Jueves, 28 de agosto

Bahía Blanca | Jueves, 28 de agosto

Bahía Blanca | Jueves, 28 de agosto

EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE. HOY: Aurelio Diez RUBEN BENITEZ/

Desde la perspectiva de un tango podría decirse que "eran otros barrios, más barrios, los nuestros". De la primera parte, que eran otros barrios, no quedan dudas. El segundo hemistiquio es más discutible. Pocos han buceado tanto en el espíritu de los viejos barrios como Aurelio Diez. Nació, creció y conservó en su memoria imágenes, voces, esencias y perfumes de aquellos reductos urbanos que se preciaban de su identidad y la defendían a capa y espada. Y la exaltaban en lemas como aquel de "Soy del barrio Noroeste, aunque la vida me cueste".
EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE. HOY: Aurelio Diez RUBEN BENITEZ/ . Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca




 Desde la perspectiva de un tango podría decirse que "eran otros barrios, más barrios, los nuestros". De la primera parte, que eran otros barrios, no quedan dudas. El segundo hemistiquio es más discutible.


 Pocos han buceado tanto en el espíritu de los viejos barrios como Aurelio Diez. Nació, creció y conservó en su memoria imágenes, voces, esencias y perfumes de aquellos reductos urbanos que se preciaban de su identidad y la defendían a capa y espada. Y la exaltaban en lemas como aquel de "Soy del barrio Noroeste, aunque la vida me cueste".


 Aurelio conoció la luz del día precisamente en ese esquinero de la ciudad transitado por personajes de celebridad entrañablemente acotada al vecindario. Lugar que fue enquistando entre sus casas un edificio mítico: el conventillo de Las 14 Provincias. Extraño habitáculo sobre el que convergían huéspedes procedentes de los cuatro puntos cardinales del país; lo que le dio el nombre. Y que aún perdura, algo ruborizado, ocultando su presunta vergüenza en la desbordante expansión urbana.


 Los padres de Aurelio, Paulino Juan y Catalina, se aquerenciaron al sector desde que arribaron de España. Primero en la calle Malvinas, donde la mañana iniciaba su imperio a partir de la estridente convocatoria del pito del noroeste. Ambos aportaron su nacionalidad y sus tradiciones a aquel concierto de italianos, sirios, libaneses, alemanes, polacos, palestinos que habían dispuesto ganarse dignamente el derecho a existir en el nuevo mundo. Lo primero que hacían era prescindir de la antigua esencia cultural para inventar, entre todos, una nueva y gloriosa nación. Los cambiantes acentos de sus voces eran parte de la melodía de aquel barrio de fluctuantes fronteras.


 La curva empedrada de la avenida Arias establecía los límites de las aventuras infantiles. Más allá, sobre Granada, verdeaba en la primavera el bosque de tamariscos de Cavanillas y, frente a La Piedad, desplegaba la abundante manufactura nacional el almacén de ramos generales.


 Desde Rondeau y Don Bosco llegaba el mugido --ese lamento pampa-- de las lecheras del tambo de Mérida. La calle sumaba ternuras rurales cuando aparecía el viejo Nicola, con sus dos vacas a la par y a veces con el ternerito mamón, y producía entre su clientela el derrame hogareño de la nutritiva producción láctea que alimentaría a las flamantes generaciones de bahienses. Su presencia era anunciada por el cencerro que las vacas zarandeaban en su desgarbado ambular.


 Don Nicola, de ignota y lejana procedencia, portaba como herramienta de trabajo un banquito que ponía al pie de la ubre para ordeñar sobre el recipiente proporcionado por el ama de casa. Luego recogía la moneda de pago y reanudaba el repetido itinerario de su vía láctea.


 Más filosófico, el mercero solía detener su tienda ambulante, estableciendo un paréntesis entre sus mesuradas ofertas, para jugar un partido de ludo, mano a mano, con algún cliente, antes de reanudar su odisea semanal.


 El asentamiento posesivo de los pibes era el baldío, consagrado a la pelota de trapo, suscitadora de euforias y entusiasmos. Durante la noche, el conciliábulo infantil se mudaba a la esquina, donde el farol obsequiaba unas pálidas horas extras al día.


 A Las 14 Provincias la respetaban con precaución y miedo. Era lugar trajinado por gente de dudosa catadura. Cada tanto, el relámpago de algún cuchillo solía devenir en tormentas de lutos y lamentos. Pero más bien le contagiaron la mala fama. Tanto servía de hospedaje a gente modesta y de trabajo como oficiaba de reducto para pretendidos guapos y probables fugitivos de la justicia. Decían que su dueño era Trapazzo, quien andaba todos los días amasando su humilde fortuna con la chata verdulera, laboriosa proveedora del vecindario.


 Entre los personajes que imponían una pincelada original en el barrio sobresalía Gallareta, con su caballo blanco y el puñado de diarios bajo el brazo. ¡Pobre Gallareta! Cualquiera se animaba a zamparle una broma hiriente y pesada. "¡Yo no soy Gallareta!, me llamo Juan Carlos", rezongaba cuando sentía caer sobre su desmantelada osamenta el descalificador apodo, mientras su único ojo hábil evaluaba preventivamente el entorno.


 Y si alguien se zafaba en exceso, apelaba a una amenaza contundente: "¡Se lo voy a decir al padre Parolini!". El padre Parolini, del Don Bosco, era su protector. Allí solía saciar su hambre Gallareta y encontraba a veces un refugio.


 "Su caballo era un matungo viejo, que apenas podía con su alma. Una réplica de Rocinante", recuerda Aurelio.


 Pero Gallareta confiaba en su fiel y desarbolado amigo hasta para empresas mucho más sobresalientes.


 --Durante la época de Perón todo el mundo hacía algo para ser digno del gran país prometido. Y Gallareta --"Yo no soy Gallareta, me llamo Juan Carlos", insistía él-- creyó que por ahí podía filtrarse en su destino de grandeza. Anunció al barrio entero que emprendería un raíd hasta Buenos Aires, con su preciado matungo, para saludar a Perón.


 Fue su única salida quijotesca. A los pocos días estaba de vuelta con su cansado equino pisando mansamente las calles de tierra del barrio, con los tres o cuatro diarios prisioneros bajo el brazo, y con la mirada de su único ojo, un poco más triste que antes, evaluando la adversidad.
Silencio en la noche, ya todo está en calma





 A la noche, con el derrumbe de las primeras sombras, las calles del barrio se transfiguraban en soledad y misterio, como si fueran otras. Quedaban desiertas, indefensas, expuestas a cualquier imprevista incursión. Y es lo que entonces ocurría, porque ni bien los patios se sumergían en la penumbra nocturna, cruzaban las calles los habitantes de las sombras. Sobre sus cabezas afloraban los cascos con "unicornio" de los soldados germanos. Avanzaban en pareja y, de tanto en tanto, emitían una rara letanía musical. Eran los "cosacos".


 Desde el interior de las viviendas se escuchaba el inicio de la primera ronda. Acompañaban su paso con un silbato que proyectaba sobre la solitaria perspectiva callejera un sonido lastimero y al mismo tiempo juvenil, largo, agudo, seguido luego por un remate cortante y breve. A lo lejos, otro le respondía del mismo modo.


 --Al principio nos infundían temor. Pero después supimos que nos estaban protegiendo y al oírlo desde la cama, ya entrada la anoche, nos hacían sentir seguros, confiados.


 "Entre las metas infantiles que podíamos elegir, además de la obligada e inolvidable de la escuela y de los partidos de fútbol, estaba el bosque de Cavanillas, una manzana que daba a la calle Granada. Era el espacio elegido para la transgresión. Cruzábamos el empedrado para ir allí a cazar pajaritos. Pero más que los pájaros acaparaba nuestro interés una planta.


 "Todo el mundo sabía que entre los tamariscos crecían enredaderas de zarzaparrilla, de la que cortábamos ramitas secas que encendíamos para fumarlas como si fueran cigarrillos, aspirando el humo que circulaba por un agujerito que tenían en el medio. Ahí padecimos las primeras náuseas y los primeros dolores de cabeza".


 En los días grises y lluviosos, cuando el potrerito postergaba el picado y las calles se despojaban de transeúntes, las aguas del cielo le lavaban la cara al barrio. O se la ensuciaban. Convertidas en arroyos, descendían por el Noroeste buscando el bajo Colón. Allí empalmaban con el zanjón revestido de material que corría paralelo a la calle y, más abajo, ya por la zanja de tierra, continuaban su rumbo hacia la marea. Entonces la imaginación infantil suponía que esas aguas fugitivas enturbiadas por el barro eran ríos. Y se ponían a fabricar barquitos de madera para ver quién lograba llegar más lejos.


 Pero la gran fiesta de Aurelio y sus hermanos comenzaba al subir al tranvía, la Línea 2, con parada en la estación Noroeste, para ir a ver a los abuelos que vivían en Villa Mitre, en la calle Aníbal, que hoy se llama Remedios de Escalada. Significaba instalarse ante una ventana cinematográfica que permitía ver la transfigurada sucesión de imágenes y protagonismos urbanos hamacados en el vaivén apaciguante y dormilón de los rieles.


 Otros habitantes honorables del barrio eran los mateos y los changadores, cinco o seis; casi todos españoles.


 --Paraban frente a la estación, donde había un movimiento constante. Cuando venían los trenes de Huinca Renancó y de Mendoza repartían por todas partes envíos de fruta y de vino.


 Una presencia con brillo propio que con los años emigró del barrio y de la humanidad fue la confianza. Y el sentimiento del honor, que aún ostentaba destellos medievales.


 --La palabra era la principal garantía para cualquier transacción. El que no cumplía con la palabra empeñada se convertía en un ser marginal. Cuando mi padre compró un terreno en calle Rondeau, lo pagó sin recibos ni constancias, hasta que le llegaron los papeles que lo reconocían como propietario. Y la construcción de la casa se convino sin contrato alguno. Los almacencitos eran el corazón del barrio. Ibamos con la libreta donde se anotaban las compras diarias para pagarlas con el cobro de la quincena o el sueldo.


 "Mi padre, que era tornero especializado en el ferrocarril, enfermó y no entraba dinero suficiente para pagarle al almacenero. Lo fue a ver para explicarle. Y el almacenero, paisano suyo, le dijo: Tú primero cuida la salud. Después hablaremos".


 Tras la adolescencia le llegó a Aurelio el momento crucial para todo argentino de entonces: obtener la libreta de enrolamiento. Y luego, el servicio militar: catorce meses con el uniforme encima, esperando que llegara la baja.


 --La semana anterior a la despedida, nos encargaron a otro soldado y a mí, que nos desempeñábamos como dibujantes, diseñar un mapa grande de Bahía Blanca.


 "De 4 x 4 metros, y se ponen a trabajar ya", ordenó el capitán. No sabíamos qué hacer. Podíamos pasar meses con ese trabajo y nos perdíamos la baja. Esto no lo terminamos más, le dije a mi compañero, San Gregorio. Traé esa alfajía. Vamos a trazar una línea cada diez centímetros, como si fueran calles, después hacemos un rollo y se lo entregamos al capitán. Nos van a meter presos, respondió temeroso San Gregorio. Pero lo intentamos.


 "A fin de semana, se lo dimos. El capitán, agradecido. No perdimos un minuto en devolver la ropa y retirar la libreta. No sabemos qué ocurrió después, pero no nos importaba. Ya éramos ciudadanos comunes y silvestres. Yo entonces renegaba del servicio militar. Hoy creo que era muy útil.


 Aurelio evoca con afecto a esos otros pobladores del barrio que eran las mascotas. El perrito blanco del tango o el oscuro, siempre mezcla de pelo grueso y raza indefinible que, humilde como la gente, rozaba la condición humana.


 --Al que más recuerdo es a "Petitero". No sé cómo llegó a mi casa. Yo ya era grande, pero me encariñé con él. Era travieso y no inventaba nada bueno. Lo teníamos en el patio. Una vez se colgó de una sábana que se estaba secando en la soga y la rompió. Se lo perdonamos. Al poco tiempo hizo lo mismo y la sentencia de mi madre fue inapelable. Lo llevamos lejos, a lo de unos conocidos, para que no volviera.


 "Pasaron dos años. No supe más de él. Una noche oscura yo volvía caminando por la calle Bolivia, y vi un perrito que cruzaba bajo el farol. Se me ocurrió que podía ser "Petitero". Se parecía. Me acerqué y, bajito, dije: "Petiteroooo". Se paró de inmediato, erizó las orejas y vino corriendo. Era "Petitero". Empezó a hacerme fiestas y lo llevé de nuevo a casa, donde mi madre le conmutó la condena. Siguió con nosotros hasta que se murió de viejo".


 La juventud de Aurelio encontró su Luna de Avellaneda en el club Velocidad y Resistencia, con su generosa biblioteca y sus entusiasmos deportivos. Fue el hogar de todos. El lugar donde las inquietudes personales incorporaban el amplio apoyo de la familia barrial. El escenario en el que se podían compartir los sueños y lograr que lo que suele ser solo un conjunto de vecinos se transformara en una empresa común y solidaria.


 El momento inolvidable de su vida ocurrió cuando al ingresar en la Unión Ferroviaria cobró su primer sueldo. Casi no lo podía creer. En medio de la modestia familiar empezaba a hilvanar sus propios proyectos de futuro. Hasta entonces el único patrimonio era la casa paterna, aquella construida con tanto esfuerzo, sobre la que una vez, al cabo de los años, su madre demandó a él y a sus dos hermanos: "Lo único que espero es que no se peleen nunca por estos ladrillos".


 En 1960 Aurelio se casó con Mirna Rosa. Su trabajo en el sindicato de la Unión Ferroviaria le permitió entre 1972 y 1983 conocer a los principales protagonistas del espectáculo y la farándula de entonces. Su álbum de fotos lo registra junto a figuras estelares como Darín, Luppi, Brandoni, Haydee Padilla, Marrone --el inolvidable "Pepitito" de entonces--, Eladia Blázquez, Juan Carlos Dual y el gran Darío Vittori que con su gracia actoral y sus sencillas obras televisivas acaparaba cada semana las pantallas hogareñas.


 --Darío Vittori cocinaba muy bien. La última vez que vino le pregunté si se animaba a preparar una raviolada. Me dijo que sí. Antes de la función hizo la salsa. "Tenémela a fuego muy lento y después del intervalo de la última función poneme a hervir el agua". Eramos unos veinte comensales. Ni bien se despidió del público fue a ver cómo andaban las cosas, echó los ravioles en el agua y los sacó al dente. ¡Un manjar! Era admirable como actor y como cocinero.


 Hoy, jubilado, Aurelio Diez recopila los recuerdos de su barrio y de su vida. Los va volcando en un largo memorial mecanografiado que da testimonio de una casi prehistoria suburbana, grata al ensueño y la evocación, que los años no lograron sumir en la calma nocturna del olvido.


 
Leyendas:

Aurelio Diez, a la derecha, con su esposa, su madre, su hija Susana y su hermano Guillermo con su esposa e hijo.
Velocidad y Resistencia, el club del barrio.
Darío Vittori, cocinero.
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