EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE HOY: EDITH DUMRAUF. Todos son problemas de educación
Vestida con el quimono para celebrar el milenario ritual, le pareció que empezaba a ser otra persona. No lo experimentaba como una sensación pasajera y superficial. Cuando regresó de Japón, donde había permanecido durante treinta días, supo que estaba viviendo un después. Lo que en realidad conoció en el país oriental, fue al nuestro. A nosotros. El violento contraste la indujo a mirarnos desde el punto de vista de las diferencias, entre lo que somos y lo que dejamos de ser.
Los 28 maestros que había atendido cuando era funcionaria provincial y llegaron a la Argentina, la invitaron,tras abandonar el cargo, a visitar Oriente. Allí, en Tokio, estaban todos esperándola.
Fue un viaje de placer hacia la antigua sabiduría de una civilización que le enseñó muchas cosas sobre la existencia y el ser que aquí no se aprendían. Los mismos 28 maestros fueron a despedirla al final del viaje. Le expresaron su reconocimiento, más allá de lo que había sido su gestión oficial. Premiaron la simpatía, la cordialidad y la inteligencia, dones que Edith Dumrauf recibió al nacer.
Fue una etapa distinta de su vida, condensada en aquellas vertiginosas horas. Una excursión hacia la incertidumbre, como las que les sobrevenían a los caballeros medievales.
El balance de su vida es mucho más amplio y suma diversas peripecias. Quizás, de haber sido la suya una materia espiritual más blanda, las adversidades hubieran borrado su habitual sonrisa. Y también su afán de lucha.
Recibió en plena juventud la carta que ningún ser humano desearía leer. Se la dirigía la persona que más amó, su madre, como preámbulo a su dramática muerte. "Te pido que cuides a tu padre... Parto en busca de Dios". Y luego la muerte inesperada que ponía fin al largo sufrimiento... Y más tarde su matrimonio, concluido en forma súbita, prematura.
Pero si uno se detuviera en el detalle de los trances oscuros y amargos, estaría expresando una verdad fragmentaria y por consiguiente distorsionante sobre quien, hace 50 años, inició un camino lleno de fervor y esperanza; el único camino capaz de brindarle una respuesta al ser humano, el de la educación. Es de las últimas maestras que salieron de la fragua sarmientina, consciente de que "todos los problemas son problemas de educación", como sostenía el contundente sanjuanino, sabedor de que todo gran país se modela en las aulas.
La tenacidad le llegaría a Edith, por vía paterna, del asturiano José Manuel Alonso Requejo. José Manuel, niño aún, encontró al desembarcar como inmigrante en la Argentina, una Buenos Aires sombría que se había vestido de luto. La ciudad lloraba y despedía a un gran hombre: Bartolomé Mitre.
A poco de su arribo, entró como caballerizo del general Pablo Riccheri, quien desempeñaba un cargo público en esta región. El militar se hallaba en una estancia, cuando surgió un conflicto en Buenos Aires y tuvo que traerlo velozmente en sulky a Bahía Blanca para que subiera al vapor que lo llevaría a la Capital. A José le gustó nuestra ciudad y decidió volver para quedarse.
Su primer trabajo lo consiguió como peón en el entubado de un cauce de agua que pasaba por un costado de la plaza Rivadavia.
--Mi padre era capaz de trabajar todas las horas, todos los días, sin cansarse. Se levantaba a las 5 de la mañana. Mi abuelo inmigró a la Argentina antes de que mi padre naciera. Y él se crió en Asturias, con su madre y su hermana mayor. Vinieron a reencontrarse con el abuelo cuando tenía 11 años. Su hermana siguió a Cuba para casarse --relata Edith.
Al tiempo de permanecer en Bahía Blanca entró a trabajar en el Almacén Inglés, donde se hizo amigo de su propietario, mister Berry, quien le financió la compra de su primer camión, descontado cuota a cuota de su sueldo, base de su futura "tropa" de transportes, expresión aún contaminada por los usos rurales. Una flota que mantuvo hasta que los desastres económicos de la segunda guerra la paralizaron por falta de repuestos y cubiertas. Cuando José Manuel inauguró su familia con Juana María Zubizarreta, fue mister Berry testigo de casamiento.
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La abuela materna, Juana María, se convirtió en amiga y confidente de la adolescencia de Edith. Ella le mostró a través de una simple frase la fórmula mágica para exorcizar los pesares de la vida.
--Cada vez que yo tenía un problema o un disgusto y se lo comentaba, ella me respondía "¡Baila, hija, baila!", como diciéndome, no vale la pena afligirse por esas cosas pasajeras. Y en no pocos momentos difíciles aquella frase acudió a mi mente. Fue la única abuela que conocí. Murió diez días después de que yo cumpliera 15 años.
"La nuestra era una casa de mesa grande y generosa, siempre llena de gente, entre familiares y amigos. Se hablaba constantemente de España, de sus pueblos, de los que quedaban allá. Nuestra despensa estaba repleta de comestibles, dulces, bolsas de azúcar, embutidos... Durante la crisis de la guerra, nos fuimos a Lartigau. Y, como vivíamos en el campo, yo, que tenía vocación de maestra, solo asistí a la escuela durante un año, en forma irregular. El resto me lo enseñó mi madre, una mujer muy fina y muy culta. Rendí en Pringles y pude terminar la primaria anticipadamente, a los 11 años.
"Tras regresar a Bahía me recibí de maestra en La Inmaculada y me designaron para una escuela nueva en Villa Ventana. Yo quería estudiar Abogacía, pero la situación económica en mi casa, especialmente por la enfermedad de mi madre, no me lo permitió. Ella y mi padre fueron a vivir conmigo".
Cuando Edith llegó a su puesto de trabajo en la sierra, se encontró con que en el lugar existía una sola casa, la de la familia Salerno. Allí le habían cedido una habitación como residencia y otra como escuela. En esta última, don Salvador Salerno había instalado un pizarrón y unos bancos de campo. El 20 de abril de 1954 comenzaron las clases con 14 alumnos distribuidos en seis grados distintos.
--Yo me puse a llorar. No sabía qué hacer ni cómo empezar. Los chicos se acercaron para consolarme. El inspector de la escuela era don José Costa. Iba periódicamente a ver cómo andábamos. Y andábamos muy bien. Hacía tanto frío en invierno que yo me ponía bajo el delantal unos pantalones abrigados, que me hacía mi madre. Usarlos en aquellos años parecía una transgresión.
"Cuando Costa efectuaba sus inspecciones, antes de que llegara a la escuela me avisaban, y yo me los arremangaba para que no me los viera. Un día, mientras hablaba con él, sentí que se asomaban por abajo y no podía sujetarlos. Costa me miró, y con una sonrisa, me dijo: "Se le caen. Acomódelos".
La siembra del alfabeto halló fértil tierra al pie del cercano cerro Napostá. El entonces padre Mayer llevó una imagen de la Virgen de Fátima y la escuela sumó los cursos de catequesis. Los chicos iban en sulky o a caballo y Edith se compró unas botas para ayudar a cruzar el vado a los que venían del Club Hotel --todavía habitado-- y de las montañas. En el Club Hotel vivía una familia croata --prófuga del comunismo-- que mandaba cuatro hijas grandes a la escuela. Y la maestra asumió la tarea de enseñarles a desentrañar las dificultades de su nuevo idioma.
Fueron días felices. Edith se acostumbró al principal medio de comunicación del lugar, el caballo, y en los momentos libres solía recorrer los campos vecinos para observar las tareas rurales.
Otro problema a resolver era la cooperadora. Y allí, con la anuencia de don Salvador Salerno, cometió un desliz imperdonable. Nombraron revisor de cuentas, sin previa autorización, a Pocho Dumrauf, miembro de una familia alemana arraigada en la zona desde los tiempos de Roca.
Cuando Pocho se enteró de su inconsulto nombramiento, se presentó indignado ante la maestra y le reprochó la informalidad. Pero si bien no aceptó el cargo, aportó su valiosa colaboración.
Poco tiempo después, esta vez con la expresa aceptación de ella, fue a visitar al padre de Edith, don José Manuel. Y tras instalar ante él su metro noventa de estatura, le dijo:
--Don José, Edith y yo queremos pedirle su consentimiento para casarnos.
--Hombre, me sacas un problema de encima, porque yo me quiero ir a Cuba, a visitar a mi hermana mayor, con la que no he vuelto a verme desde hace tanto tiempo... Eso sí, si llega algún nieto me mandas un telegrama.
Al año, durante las festivas horas navideñas, recibió don José en Cuba un telegrama que decía: "Llegó Pochito", expresión doblemente inquietante para esos días en lo familiar y en lo social. De ahí que el primero en hacerse eco del intrigante anuncio fue un funcionario oficial, quien se acercó a la escuela para requerir explicaciones, ya que la Argentina vivía hablando del presunto retorno de Perón, Pocho.
A los once años de casados, residiendo ya en Bahía Blanca, se produjo lo irreparable, el desenlace que nadie podía imaginar ni aceptar: Pocho sufrió un infarto que le provocó la muerte. A los tres meses murió el padre de Edith.
La suprema lección de una taza de té
Edith, joven aún, desolada y con dos hijos, tuvo que enfrentar el desafío. Como además de la docencia trabajaba en micros de la televisión y la radio, las autoridades educativas la becaron para especializarse en medios audiovisuales.
Su brillante trayectoria docente hizo que en 1977 la designaran subsecretaria de Educación de la provincia. Con la misma vocación y desde el mismo puesto en que combatiera Sarmiento, llevó adelante una eficiente tarea.
Fue en 1979, tras abandonar el cargo, cuando los japoneses, que no la habían olvidado, la invitaron a visitar su país.
--Me encontré con un mundo diferente. Sé que fui una persona antes y otra después de conocer Japón.
"Hablamos mucho y aprendí mucho con los japoneses. Ellos sostenían que pecaban de un exceso de formalidad, lo que les dejaba poco margen para la creatividad. Con nosotros, ocurría lo contrario.
"En el monte Hiei, junto a la sagrada ciudad de Kioto, participé de la ceremonia del té, con un sacerdote zen, que hacía 75 años permanecía en el monasterio. El zen es una rama budista que busca la iluminación a través de la meditación y el estudio. Me dijo que no podía entender cómo nosotros, teniendo una fe tan amplia, establecíamos una distancia tan grande entre lo que decíamos creer y lo que hacíamos.
"Admiraba nuestra religión. Sabía de memoria las encíclicas papales desde Pablo VI en adelante. Pero le resultaba insólito que participando de una fe que podría proporcionarnos la auténtica felicidad, hiciéramos precisamente lo contrario, lo que nos degrada y destruye. Me comentaba, por ejemplo, que nosotros habíamos revalorizado notablemente a la mujer, pero que, en la realidad, el principal atractivo que le reconocemos es el de que se muestre desnuda.
"Recuerdo que en determinado momento me dijo: sus ojos y los míos son diferentes. Creí que se refería a la forma almendrada de los suyos. Pero me aclaró: 'No me refiero a la forma, sino a lo que contemplan. Mis ojos no vieron nunca un horizonte vacío. Ustedes poseen grandes horizontes vacíos, y ese es el horizonte que invita a los hombres a proyectarse en la eternidad'.
"Me sorprendió el vínculo íntimo que tienen con la naturaleza: hasta les ponen nombre propio a los árboles y los cuidan como si fueran seres venerables. Aquel acto significó para mí una especie de iniciación en su cultura. Estábamos en el Parque de los Emperadores, sobre unos asientos cubiertos con paños rojos.
"Nos sirvieron un té amargo que endulzábamos con terrones de azúcar que tenían forma de flores y frutos. Era el eje de la ceremonia con la que sacralizan la naturaleza, mientras repetían sus oraciones y hacían girar la taza. Cumplían así el rito de incorporar el sustento que brinda la naturaleza, y de identificarse con ella y disfrutarla a través de sus manifestaciones bellas y sencillas.
"Al terminar, me llevaron a una pagoda donde se escribe un deseo sobre una tablita que se cuelga luego en la pared. Yo puse "Dios, danos la paz".
"Advertí que ellos participan de una sociedad que vive evaluándose permanentemente. Aquí, por nuestra soberbia no permitimos que se nos evalúe, y nuestro individualismo nos impulsa a una constante transgresión, concepto que allí ni siquiera se conoce".
En la pequeña ciudad de Nasu --donde dicen que nunca ha dormido un blanco-- registrada en el patrimonio de las culturas intangibles, le fue concedido a Edith el honor de presidir la milenaria ceremonia de la lucha entre el bien y el mal.
--Me vistieron con un quimono hecho a mano porque el acto expresa un profundo simbolismo. Como en la lucha no triunfa nadie, el bien sobrevive, pero el mal no muere. Lo cual produce la alternativa fundamental de la existencia y el libre albedrío.
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El afán de comprender mejor a su padre, hombre más entregado a los arduos combates por la vida que a las ternuras hogareñas, llevó a Edith a buscar en Asturias el pequeño pueblo de sus ancestros. Yendo en tren, preguntó desde cuándo funcionaba allí el ferrocarril. Desde hace 125 años, le dijeron. Entonces supo que el reencuentro había comenzado. Era el mismo tren en el que su padre había abandonado su tierra para venir a la Argentina. Ella necesitaba ver el escenario de la infancia paterna para establecer un vínculo de paz con él.
--En Oviedo pregunté por su pueblo, Lavio. Nadie sabía decirme dónde quedaba. Para colmo llovía y el pronóstico anunciaba que continuaría lloviendo durante los siguientes días. Yo iba con Celina, una ex pupila amiga de La Inmaculada. Cansadas de preguntar en vano, volvimos al hotel empapadas, dispuestas a irnos inmediatamente de Oviedo. El encargado del hotel quiso saber qué me pasaba. Le dije que me había cansado de buscar un pueblo que no existía. ¿Cómo se llama?, preguntó. Lavio, le respondí. Tras una exclamación, comenzó a reírse. Lo observé sorprendida. "Lavio es muy pequeño; tiene una sola calle y siete casas. Yo he nacido allí", me explicó. A los diez minutos ya nos habíamos comunicado por teléfono con el pueblo.
"Al día siguiente un taxi nos dejó en la única calle de Lavio. Un lugar muy pintoresco, donde encontré a un señor del mismo apellido de mi padre, Alonso Requejo, que recordaba a mi familia. Hablamos un rato y me llevó a la que había sido la casa de los Alonso. Me sentí tan conmovida que la contemplé en silencio, sin poder pronunciar una palabra. Me invitaron a entrar. Respondí que no; no podría soportarlo. Estaba viviendo emociones tan intensas que ya no quería asimilar más impactos. Les prometí que volvería en otra oportunidad. Y lo haré.
"Tras ese viaje, sigo admirando a mi madre, pero las vivencias del lugar me ayudaron a comprender a mi padre, con los compromisos éticos y familiares que lo definían e impulsaban, dentro de los cuales me permitió vivir en la mayor libertad, sin acotarme. Creo que a partir de esa experiencia fui mejor persona".
Pero el día que Edith Dumrauf no olvidará es el que la puso ante la presencia del Papa. Transcurría el mes de abril de 1987. Ella lo esperó con unción y una gran responsabilidad, ya que era la secretaria ejecutiva de la comisión que organizaba su visita a nuestra ciudad.
--Nada fue igual a la presencia del Papa Juan Pablo II. Su llegada a Bahía Blanca nos conmovió a todos. Sentí durante la visita que un imán me atraía a su lado. Comulgué con él, pero no me atreví a mirarlo a los ojos. El Vaticano, como administración, es una entidad fuerte, poderosa, exigente. El Papa también es exigente, pero consigo mismo, en su humildad, dándolo todo. Lo admiré entonces y lo admiro más ahora, al verlo transformado en ese anciano que sigue con la cruz a cuestas, sin renunciar a ella. Primero dio la vida por el cristianismo. Ahora da la muerte.
Edith Dumrauf continúa cultivando su pasión por la lectura, por el saber y por los dones profundos de la vida; esos que, a pesar de ser tan grandes, suelen caber en una taza de té.
Permanece en la antigua casa paterna de Azara y Pringles, desde donde ve el presente en actitud de compromiso y mira con una sonrisa el futuro, reflejado en sus dos hijos y en sus cuatro nietos.
Leyendas:
Con sus padres y una prima.
Su casamiento en la capilla del Colegio La Inmaculada.
El pueblo de Lavio, en Asturias.
En Nasu, representación de la lucha entre el bien y el mal.
Con un grupo de los primeros alumnos en Villa Ventana.