Bahía Blanca | Lunes, 21 de julio

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Bahía Blanca | Lunes, 21 de julio

EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE: HOY: ANGEL IGNISCI Cuando en las calles retumbaba el empedrado

Es difícil recordar aromas, pero a Angel no se le olvida el perfume de campos incendiados que salía de los hornos de ladrillos donde se usaban como leña toneladas de trigo maduro. Y tiene grabado en las manos el peso exacto de las bolsas de carbón alzadas miles de veces hasta la jardinera o la chata de reparto. Carbón en serio, aquel de tintitaco y de quebracho del Norte. No este flojón de algarrobo que usamos de vez en cuando hoy.


 Es difícil recordar aromas, pero a Angel no se le olvida el perfume de campos incendiados que salía de los hornos de ladrillos donde se usaban como leña toneladas de trigo maduro. Y tiene grabado en las manos el peso exacto de las bolsas de carbón alzadas miles de veces hasta la jardinera o la chata de reparto. Carbón en serio, aquel de tintitaco y de quebracho del Norte. No este flojón de algarrobo que usamos de vez en cuando hoy.


 Pero si tuviera que levantarle un monumento a alguien, según las balanzas que juzgan desde el corazón, el Tordo se llevaría, lejos, el memorable primer premio.


 El Tordo era capaz de pelearla en el barro, encarar los repechos y arrastrar la carga sin chistar. El Pajarito, en cambio --que estuvo también aquel día terrible--, era otra cosa. Tenía empaque de guapo, parecía brioso en las buenas, pero en las malas aflojaba. Si no fuera por el Tordo, Angel no estaría hoy para contar tantas cosas.


 Cosas que lo conducen al reparto de su viejo, Angel como él, y al encuentro de aquel Angel fundador con su madre, para no ser menos, Angela.


 El viejo, mucho antes de serlo, escapó como tantos de Italia. No sabía leer ni escribir. Pero en La Plata aprendió a manejar el tranvía y le llovió un título honorífico: motorman. Con eso empezó a ganarse la vida.


 Sin embargo, la noria de la vía no pegaba con sus ilusiones y el nombre de Bahía Blanca le cascabeleó fuerte en el oído, como si lo estuviera llamando. Y se vino.


 Ya daba tumbos por la vida el año 1912. Y Angel tuvo que empezar otra vez la ronda callejera: se hizo empedrador. Integró el piquete que sepultó bajo los adoquines la tierra de Fitz Roy, el camino al puerto y el que a veces se recorre solo de ida: el del cementerio.


 Hasta que su buen amigo Mateo Del Río, de calle Catón, le prestó una jardinera, salió a vender papas y se encontró con Angela, ahí, en la suburbana calle 11 de Abril.


 Ya eran dos y con el tiempo fueron trece, como en la Santa Cena, porque llegaron los hijos. Uno de ellos, Angel. No eran pocas bocas para alimentar.


 Un día don Angel padre dejó el reparto e instaló un almacencito modesto en Tiro Federal. Después se mudó a Brandsen.


 Y de ahí, a Soler y General Paz donde encontró casa y aljibe para rato. Entonces el Ferrocarril Sud ponía en jaque a las calles de alrededor. Era un madrugador ir y venir de mateos, changadores, cerveceros, transportistas de lanas y de forrajes que duraba hasta que otra vez las sombras nocturnas se compadecían.


 Los negocios apiñaban herrerías, talabarterías, carpinterías, almacenes por mayor y todo lo que asistiera a las demandas de aquel tiempo prometedor. El repique más sombrío lo producía la arboladura de los coches fúnebres que ascendía por la rampa del norte hacia el nunca jamás.


 La vereda estaba asociada a personajes como el Canastero que vendía bollitos paraguayos a 20 centavos la docena; el Lupinero, la vendedora de berros, el promotor de billetes de lotería, las lavanderas que balanceaban sus bolsas de ropa en la cabeza y el bucólico lechero que con su vaca recorrían, casa por casa, como si formaran una pareja.


 Justo el año en que los tranvías dieron marcha atrás, 1938, don Angel dio un gran paso adelante: compró el célebre edificio de El Guanaco, que había pertenecido a John Drysdale, en San Martín y Brandsen.


 El Guanaco multiplicó sus ventas: carbón de leña y de piedra, alfalfa, leña en astillas y en rama, carbonilla para los hornos de ladrillo, papas, forrajes, cebollas, miel y vino que venía en apaciguado torrente dentro de las duelas de roble. Don Angel lo rebautizó, aunque no con agua: vino Bari, nombre de su provincia natal.


 --El carbón de tintitaco y quebracho, que era buenísimo, lo comprábamos al Establecimiento Pina, de Villa Dolores, Córdoba, productor que tenía un inmenso monte, atravesado por 43 kilómetros de ferrocarril. ¡Que diferente del actual, de algarrobo, tan flojo!


 Angel hijo empezó a ayudar temprano, a los siete años. A los 12 ya era un buen pulseador para acomodar ágilmente las bolsas en el hombro de los bolseros. Llenar las chatas y las jardineras con tanto peso no era un juego. Para todo se necesitaba tiempo y baquía.


 --Ibamos dos o tres veces por semana a Punta Alta: las chatas de seis o siete caballos se ataban a las 4 de la mañana. Antes de salir comíamos cuatro o cinco huevos fritos y fiambre casero. Llevábamos maíz, papa, trigo, unos 7.000 kilos para abastecer a los comercios. Volvíamos a las 10 de la noche. Había que dejar los caballos en la caballeriza. Y si estaban sudados, lavarlos. En Soler al 600 cada caballo tenía su comedero y ya lo conocía. Se trabajaba 12 o 14 horas y no había feriados.


 La guerra repercutió durísimo en nuestro país y más en nuestra región. Los exportadores tuvieron que sentarse a esperar que en Europa se cansaran de matarse.


 --Escaseaba todo. Hasta el hilo. A las bolsas las parchábamos con engrudo. Llegamos a acumular 14.000 bolsas de avena en el local y 25.000 de trigo en el desvío de la calle Parchappe.


 "Durante la guerra, la avena valía 65 centavos los cien kilos. El trigo no tenía precio; se mandaba a los hornos de ladrillo para quemar. Se habían acumulado diez cosechas sin vender.


 En Loma Paraguaya amontonaron cientos de miles de bolsas. En el mercado Victoria apilaban 30 millones de kilos de lana.


 "Cuando terminó la guerra vino la gran demanda. La avena subió de 0,65 centavos a 14 pesos los 100 kilos".


 El reparto empezó a sumar lugares y distancias. Ignisci se convirtió en proveedor del regimiento,y de leña a las cárceles de la provincia de Buenos Aires. Sus instalaciones alojaban tres chatas, cuatro jardineras y un carro volcador para descargar leña a granel. Además, el sulky que se usaba para ir a cobrar. Con el tiempo fueron llegando un Ford 46, un Fiat, un Dodge y algún otro adelantado de la nueva era.


 Todavía las viejas chatas andaban acumulando historia por las calles del centro. Juntaban cosas para recordar. Una vez, por ejemplo, a un caballo se le rompió una anteojera y la chata se metió en la vidriera de casa Arteta. Otra vez, traían la caballada de pastorear en el Palihue. Los tungos cruzaban el arroyo por Azara y seguían de memoria. Cuando se metieron en el centro un caballo desbocado terminó volteando la garita del agente de tránsito, con el policía adentro.


 --El episodio más triste lo produjo un repartidor en la calle Blandengues. Con el estribo de la jardinera golpeó a una mujer mayor. La llevaron al hospital. La mujer, antes de morir, alcanzó a musitar ante testigos: "Perdonen a ese hombre, porque yo tuve la culpa". El repartidor lloraba con desesperación.
El Tordo, héroe del salitral





 Entre los entretenimientos de la gente joven, además de los bailes y los deportes, estaba la pesca. A veces el anzuelo era sustituido por la simple recolección de músculos, un preciado bivalvo que proliferaba en toda la ría y se había transformado en típico manjar de la mesa bahiense.


 Esto último, ir a juntar músculos, es lo que en los despuntes del cuarenta, decidió hacer Angel.


 --Era un día extraordinario, sereno, soleado. Con mis amigos Zamponi y Trovatto resolvimos dedicarlo a juntar músculos y nos fuimos con la jardinera y el Pajarito al paraje Viñuelas, donde abundaban. El salitral estaba seco, parecía asfalto. Llevábamos un buen rato en el lugar cuando cambió el viento.


 "Empezó a soplar del sur y pronto se convirtió en temporal, con mucha lluvia. Quisimos salir, pero la jardinera se hundía en el barro y Pajarito, el caballo, no lograba arrastrarla. La marea empezó a subir y cada vez la teníamos más alta. No nos podíamos mover. Tratábamos de avanzar y nos hundíamos más.


 "Trovatto logró desenganchar a Pajarito, lo montó, y se fue a buscar al Tordo, que estaba en la caballeriza, a unos 14 kilómetros. Solo el Tordo, que era un gran tirador, podía sacarnos si llegaba a tiempo. Pero estaba muy lejos.


 "La lluvia no paraba; creo que agonizábamos. El agua ya la teníamos a la altura del cuello y tiritábamos de frío.


 "Hacía más de cinco horas que permanecíamos así. Serían cerca de las 3 de la mañana. Estábamos desesperados, cuando vimos aparecer a Trovatto con el Tordo. Se metió en el salitral, y lo ató como pudo a la jardinera. El Tordo empezó a empujar como un gigante. Era un caballo manso, que no se asustó. Nos agarramos al carro mientras el Tordo siguió tirando y tirando, hasta que lo sacó. ¡Qué caballo!


 "Al llegar encontramos a nuestros padres llorando. El padre de Trovatto, que era italiano, angustiado, exclamaba aún "Il mio figlio si ha abogado!". Aquella expresión, con la palabra "abogado" en vez de ahogado, perduró, como una gracia, en medio de la angustia. Pero las lágrimas se transformaron en risa.


 "En ese tiempo, cuando un hijo no estaba en su hogar antes de las doce ya era un motivo de preocupación. Después supimos que habían salido a buscarnos de la Base Puerto Belgrano porque nuestros padres, cuando llegó la noche, se preocuparon por nuestra tardanza.


 "Durante muchos días estuvimos arrancándonos la piel quemada por la sal.


 Hoy Angel recuerda, además, a Trovatto, porque para mover la carga "tenía tenazas en las manos", a los Barolo que eran únicos para ponerle el hombro a la carga y a Zamponi, porque había hecho del reparto una profesión.


 En cuanto a coser bolsas a dos agujas, nadie pudo superar a Filotrani: era una luz.


 La casa Ignisci se había expandido al punto de que formaba parte del consorcio, con otros comerciantes bahienses y de Buenos Aires, propietario del vapor "Spee", que recorría los puertos del sur, desde Comodoro Rivadavia hasta Ushuaia. Y que hoy sigue navegando.


 --Durante 1955, cuando se arrojaron las bombas en Río Colorado, Bahía se quedó sin gas. Habían implantado el estado de sitio. Un día nos llamó el capitán Castellanos, que estaba al frente de la Municipalidad, para pedirnos que abriéramos el negocio. Nos mandó dos conscriptos de custodia. Teníamos en depósito seis o siete mil bolsas de carbón. La gente, desesperada, hacía cola para comprar. Se vendieron todas.


 En su época de mayor esplendor El Guanaco llegó a vender 14 vagones de papas en un solo día.


 Una vez cundió el pánico entre el vecindario porque habían asomado unas ratas enormes en el interior del negocio. Hasta la prensa había exagerado el tamaño --"como elefantes"-- y la condición de los invasores.


 Lo cierto es que tales animalitos existían, pero no eran ratas sino hurones que durante años don Angel incorporó al negocio para combatir la plaga de roedores.


 --Los hurones eran mansitos como gatos y jugaban desatando los cordones de los zapatos. Andaban entre las bolsas y los sótanos sin que se les escapara ningún roedor. Eran capaces de vencer hasta a los perros, ya que se les prendían de la garganta. A algunos hurones salvajes que trajimos de Río Colorado se les daba por ir a los gallineros vecinos hasta que los mataban --cuenta Angel.


 Allá por el 62/63, los campos se quedaron sin una gota de agua y sin una brizna de pasto. Fue terrible la sequía. El fértil humus se había convertido en nubes de polvo. Nunca resultó tan preciada la alfalfa. Cuando los camiones cargados de pasto llegaban a Bajo Hondo, Cabildo, Pringles, Olavarría, las vacas, olfateando la comida, corrían tras ellos desesperadas.


 Los descalabros económicos del país acabaron por entornar las puertas de El Guanaco. "Con los cambios económicos de la época de Frondizi perdimos muchísimo dinero", recuerda Angel. Algunos amigos los incitaron a inventar una quiebra. Prefirieron no hacerlo, porque algo invisible que habían acumulado en el enorme depósito de Brandsen y San Martín era el honor, producto, como se sabe, en extinción. Angel vive con su esposa y un hijo, en el mismo barrio. Don Angel Ignisci padre murió en 1959.


 El último cargamento en barco, que cerraba la época de esplendor, partió con 200 toneladas de alfalfa, compradas en Italia, rumbo al Africa. Después todo aquello fue un mar de ausencias.