Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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El extraño incidente de Arlando Cañizares

Memoria y datos fehacientes de la aparición de un hombre muerto, para salvar su hija adoptiva.

Fernando Quiroga / Especial para "La Nueva."

fernandodepunta@gmail.com

   Candelaria no había tenido padre, y si lo tuvo, no lo recordaba. Desde pequeña, su madre (divorciada en tiempos donde la sola mención de la desvinculación vincular era ominosa) se había refugiado en casa de su comadre Elvira Reyes, casada con Arlando Cañizares, quien, sin dudarlo, se transformó en elocuente modelo de papá para su crecimiento. El escenario de aquellos años felices fue Punta Alta. Don Arlando, suboficial de la Armada, no vivía en la Base Naval, sino en la ciudad. Un accidente de trabajo había ocasionado la baja del servicio a los cincuenta años; lo que favoreció el tiempo y el desarrollo del vínculo con Candelaria. Su madre, quien era víctima de un cáncer silencioso, trabajaba de sol a sol; naturalmente, la niña se crió en la casa de Elvira y Arlando, y cuando fue tiempo de los tramos terminales de la enfermedad, fue contenida enormemente.

   Desde de la predecible pérdida tras las fallidas sesiones de quimioterapia (por lo avanzado del carcinoma), Candelaria se mudó definitivamente con sus padres adoptivos, los que efectivizaron la tutela. Ambos de ascendencia jujeña, eran un matrimonio feliz que no había tenido hijos propios. Con gran algarabía, bailaban al ritmo de cuecas y carnavalitos, a sabiendas de tener una nueva destinataria de todo el amor. Elvira solía enojarse cuando Arlando le enseñaba a coquear a la niña, y como no podía ser de otra manera, la llevaron a conocer Jujuy. Arnaldo, emocionado, siempre le decía a la pequeña: La Pacha nos cuida, y nos cuida para siempre… Respirá la magia de la comarca, Cande…escuchá el viento, nos trae protección.

   El paso del tiempo la vio crecer llena de vida y expectativas. Traspiés, la convirtieron en mamá soltera a los 17 años, pero orgullosa de su independencia y con el apoyo incondicional de sus Tatas adoptivos, decidió seguir estudiando y mudarse a Rosario, donde una amiga había conseguido trabajo para ambas.

   Arlando, siempre con alegría y proyección inusitada, aplaudió la iniciativa. No así Elvira, quien jamás superó la partida de su hija; y al volver a Punta Alta después de festejar los cinco años de Maru, la nieta que colmó sus días de bendición, la matrona oriunda de Maimará falleció en la tranquilidad de su hogar.

   Arlando, por primera vez en su vida, parecía haberse desmoronado; los ruegos de Candelaria para que se mudase con ella fueron vanos, el jujeño divertido y locuaz era ahora una máscara gris, proyectada en el silencio de la casa…

   Entre idas y vueltas, un viaje a Jujuy para que Maru conozca la comarca de colores increíbles, más algunos meses en Rosario, hicieron que el ánimo del viejo Arlando volviese a su cauce. Para el cumpleaños número seis de Maru, el feliz abuelo organizó la fiesta con alegría. Ante los rostros resplandecientes de su hija y nieta trajo un cuarteto de músicos desde San Salvador de Jujuy, todo para sus Mujercitas, como el las llamaba. Se quedó con ellas casi un año, incorporado naturalmente a los quehaceres diarios, reconocido, respetado y querido por todos, bendecido decía él entre lágrimas, cuando las abrazaba a ambas en las tardes de mateada…

El 16 de agosto de 1999, Don Arlando moría en la quietud de Bahía Blanca, donde se había mudado a un departamento más chico, porque sin la Elvira en la casa no tenía sentido challar le decía a sus amigos del Club. Alejado de cerros y quebradas, moría como mueren los grandes hombres simples, de muertes tontas e impredecibles; una infección mal curada trocada en gangrena rápidamente cursó su cuerpo hacia la fatalidad. La terquedad signó el descuido, y una tarde de coqueo, en el hospital naval, lejos del Ekeko humeante en el living, sosteniendo la mano de una Candelaria sumida en dolor, el espíritu de Arlando partió al encuentro de sus abuelos atacamas, hacia el llano donde Nuestra Señora del Río Blanco y Paypaya, y Pacha Macha, matean juntas sin el peso de las divisiones de los changos.

   Dejando a Maru con una amiga para hacerse cargo de todo el proceso administrativo por el deceso, viajó sola a nuestra ciudad, para afrontar el dolor y ordenar las cenizas. No tuvo valor para contarle nada a su hija, ya lo haría oportunamente. El universo, ajeno a las lágrimas particulares pero siempre comulgando con las colectivas, tenía declarado otro destino hostil para ella, esperándola a la vuelta.

   Desde el interior, la prensa nacional hablaba sobre el “Peque” Gabeira como un delincuente inescrupuloso; y eso era solo el inicio de su descripción. Acechaba a sus víctimas con diversos objetivos pero, sin dudas, el peor era la violación. Desde hacía días venía siguiendo a Candelaria. La inteligencia macabra lo había llevado a tener preciso conocimiento de sus horarios. La dolida muchacha de 25 años vivía con su hija en la planta baja de un edificio remilgado, de la zona media de Rosario. Allí esperó a Candelaria cuando Maru estaba en la escuela, allí rompió una ventana y la sorprendió bañándose, allí la golpeó y la ató desnuda y casi inconsciente a la cabecera de la cama… y allí también, antes de poder abusarla, encontró su final.

   La reconstrucción de los hechos fue posible gracias a vecinos del primer piso, y algo de trama onírica, referida por Candelaria. Comenzó como una quena lejana que parecía provenir del pulmón de la planta baja; un silbido algo agudo, con sonido de cañas, imperceptible pero real; cada vez más amalgamando a la nota grave de un erke penetraba en los tímpanos del violador. Una sombra cansina e inesperada, con fragancia a albahaca, abordó consecutivamente esquineros y espejos hasta apostarse detrás de la puerta donde el captor temblaba ante lo sobrenatural. El ruido visceral y primario de la madera quebrada, inundó violentamente la habitación, al tiempo que las astillas volaron por el aire. Un brazo fuerte, fornido y moreno levantó del cuello al Peque Gabeiras y lo atrajo hacia sí. El rostro inerte e inexpresivo que en vida había pertenecido a Arlando Cañizares, estaba pintado de blanco y rojo, sus mejillas, parecían contener líneas desprolijas que de cerca figuraban divinidades antropomórficas. La aparición material miraba con frialdad sobrehumana al forajido, el que gritaba de horror hasta desgañitarse.

   Candelaria envuelta en lágrimas, maniatada, desnuda y aterrorizada, observaba atónita.

   Arlando Cañizares abrió la boca del captor con dos dedos y escupió dentro de ésta. El rostro del delincuente se ensombreció. Su cabeza golpeó contra la pared; Arlando lo lanzó, dejándolo inconsciente ante los ojos de su hija.

   Lo extraño, lo fantástico y lo inesperado (como expresaba Ripley en su reconocido ciclo televisivo “Créase o no”) comenzó en ese instante. A las 17.15 del 23 de agosto de 1999, la policía más cercana al domicilio de Candelaria fue advertida de la situación, cuando nadie había visto la irrupción del malviviente. 17.18 salió el patrullero para la dirección declarada, 17.32 entraron en la morada donde encontraron a Candelaria y a su captor inconscientes; la primera atada y desnuda, el segundo con contusión cerebral. El reloj que llevaba Gabeiras, de gran porte (y que se descubrió que pertenecía a Claudio Martínez Conte, comerciante, quien había denunciado su sustracción dos meses antes), aparecía parado a las 17.30 y 27 segundos. Se constató más tarde en la pericia que se había roto el mecanismo interno a partir de un golpe recibido, y que la hora señalada correspondía a la memoria guardada como imagen final de su funcionamiento; inequívoca certeza del momento del golpe.

   Suponiendo una perfecta e improbable sincronización de horarios (difícil en esa época, sin incidencia satelital en los dispositivos) menos de dos minutos más tarde, los representantes de la ley habrían irrumpido en la casa, y no había ningún rastro de Arlando Cañizares… lo más urticante de todo es que la denuncia fue realizada en forma personal, y por un hombre cuya descripción, cabal e íntegra, coincidía con la del padre adoptivo de Candelaria, fallecido días antes. Y fue justamente, además del testimonio del oficial de guardia que toma la acusación, el de una vecina quién aseguró haberlo saludado al verlo salir del espacio de los servidores públicos; bastante molesta porque aseguró que él no la habría reconocido, “mi marido trabajó con él en Puerto Belgrano, lo saludé y ni se inmutó, caminaba como si no viese a nadie”, declaró Adela Echague, en el expediente abierto de la prensa.

   Pero, suponiendo (descabelladamente, pero permítanmelo) que Arlando Cañizares no hubiese fallecido siete días atrás, ¿cómo hizo para presentarse en la comisaría quince minutos antes de “aparecer” en la casa de Candelaria e impartir justicia? La distancia y los tiempos no llegan a converger en un punto medio. Pero por si lo extraño no alcanzase, quizás lo más fuerte y significativo del relato, son las palabras de Maru.

   El abuelo me fue a buscar a la escuela…

   A doce cuadras de la casa de Candelaria, en la puerta del establecimiento educativo al que concurría Maru, la nena de ocho años abrazó a su abuelo a las 17.15, feliz de la sorpresa de volver a verlo. En la esquina, a las 17.18, el hombre aindiado saludó a los padres de una compañerita con los que había sostenido una charla en el anterior cumpleaños de la niña; ponderaron su buena salud (“buen semblante”, dice Amalia Rodríguez Paz, la testigo, literalmente, en la declaración ante la justicia) antes de prometerse visitas mutuas. Llegando al hogar, ante un escenario de confusión, con las luces giratorias de dos patrulleros, Arlando Cañizares se acercó hasta el domicilio de Candelaria con Maru de la mano. Llamó a uno de los dos oficiales del cordón policial impuesto, le explicó que la niña que traía era su nieta, hija de la mujer que vivía en el departamento. Acto seguido, besó en la frente a su nieta del corazón y, ante la mirada de los dos policías, y cuatro personas en las puertas de sus casas, dobló la esquina. Uno de los cuatro, vecinos, Don Héctor Nolasco, quien lo conocía y da testimonio fiel de la narrado en éste último párrafo, adelantó el paso hacia la ochava para preguntarle de qué se trataba todo ese despliegue en la casa de su hija adoptiva, pero al doblar la calle, no lo encontró. Eran 17.32.

   El informe forense de la muerte del Peque Gabeiras es confuso e inquietante. El delincuente rosarino acusado de tres violaciones, dos robos calificados y tres hurtos, quien permanecía prófugo hacía dos años, fue encontrado en estado seminconsciente en el domicilio de Candelaria, adjudicándose toda la responsabilidad de la escena, pidiendo a gritos que le arranquen las tripas, y que le saquen al viejo de encima. Derivado rápidamente a un hospicio, luego de una rápida internación, murió intempestivamente. La causa fue asfixia, y la autopsia determinó que, en el estómago, tenía más de un kilo de hojas de coca regurgitadas, vueltas a ingerir, incluyendo un ADN extraño. El informe toxicológico de su sangre, encontró entre cinco y siete sustancias venenosas naturales, de origen andino, además de una alta dosis de Ayahuasca. Su expediente fue cerrado y archivado.

   Hoy, veinte años más tarde, en la plaza de Tumbaya, pleno corazón de la Quebrada de Humahuaca, la antropóloga Mariela Cañizares, Maru, me cuenta los hechos que marcaron su vida envuelta en la misma bufanda de nostalgia que ayer, hizo llorar a su madre al sur de la provincia de Buenos Aires. Candelaria se mudó junto a ella; ambas, día a día, celebran la magia de estar juntas, viviendo en la ciudad de Purmamarca.

   Dicen que, en las fiestas patronales de agosto, cuando el viento llega del sur y serpentea por la cuesta del Lipán, ambas sienten un perfume de albahaca que las envuelve.

   La Pacha nos cuida, y nos cuida para siempre.