Después de la tempestad…
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A casi un mes de la catástrofe, pareciera que las palabras todavía no alcanzan para poner en palabras semejante impacto. Esta vez fue Bahía Blanca, pero el mundo es sacudido por las acciones de la naturaleza. Ya no se puede negar que la salud, y especialmente la salud mental, queda a merced del factor ambiental.
Emitir una alerta, que las ráfagas de viento se acrecienten, que unas pocas gotas devengan en lluvia torrencial, alcanzan para que el miedo aceche y flashbacks inunden la mente trayendo recuerdos vívidos del fatídico 7 de marzo.
Para los que nos dedicamos a la salud mental, desde la década del ‘90, los desastres naturales se han convertido en un desafío. La calidad de vida y el bienestar psicológico forman parte de las preocupaciones por la salud, por lo tanto, saber manejar estos “nuevos riesgos” y la influencia que tienen sobre la salud mental es un aspecto fundamental y una tarea central de la Psicología.
Si bien al momento de abordar las consecuencias de los desastres naturales la primera relación que se establece es con el estrés postraumático, ello se debe a que la mayor cantidad de estudios se realizaron tanto en Estados Unidos como en Europa en torno a esa manifestación.
Sin embargo, una catástrofe se debe analizar y especialmente intervenir teniendo en cuenta una serie de factores tales como: causa del desastre, proporción de la comunidad afectada, cómo se afrontan los cambios en el estilo de vida, grado de pérdidas sufridas, sufrimiento prolongado y grado de amenaza, pues todos ellos inciden en la medida del impacto y en la prevalencia de consecuencias psicopatológicas.
¿Y después de la tempestad?
Es evidente que hay que distinguir entre las víctimas directas, es decir personas o grupos afectados, supervivientes, personal de rescate, ayuda y asistencia y espectadores, no es igual quien vivió en “carne propia” y la integridad física estuvo en juego, de aquellos que tal vez no sufrieron en la misma medida; mención especial para quienes asisten y ponen el cuerpo desde otro lugar, y todo esto lleva a que todos los sistemas sean afectados en distinto grado y distinta magnitud.
Es necesario tener una mirada sistémica, compleja, puesto que las consecuencias y las implicaciones son para las víctimas denominadas primarias como para el resto, y no hay que perder de vista el efecto negativo y acumulativo sobre la totalidad de la comunidad. El apoyo y acompañamiento se convierten en una especie de amortiguador emocional para momentos de tanta angustia, estrés y ansiedad.
En tiempos donde todos quieren ser influencers, donde sin preparación académica, brindan consejos y “frases de sobrecito de azúcar” y convierten a la salud mental en un meme, el trabajo luego del desastre debe ser profesional y muy serio.
La Psicología Social y Comunitaria es quien debe cobrar protagonismo y enfocarse en programas e intervenciones para la comunidad y por la comunidad. Para ello se debe segmentar a la población y categorizar daños y grados. Generalmente pocos están preparados para el desastre, pero siempre, después de la tempestad, llega la calma.