Cuando el cáncer se vuelve un enemigo insistente: "Tengo más cicatrices que piel"
Tiene 48 años y superó tres veces un tumor en el cerebro. La vida de Josemaría tiene tantas adversidades como resiliencia, amor y motivos para seguir adelante.

Periodista y técnica en Comunicación Digital. Desde 2022, integra el equipo de redacción de La Nueva., donde cubre eventos sociales y políticos a nivel local, regional y nacional para la edición impresa y digital.
Audionota: Marina López
Cuando el pediatra Josemaría Fan López, de 48 años, dice "tengo más cicatrices que piel", no se refiere solo a marcas visibles. Habla de una vida llena de batallas inesperadas, de una historia de resistencia y fe que lo llevó a sobrevivir, no una, sino tres veces a un tumor cerebral que insiste en regresar.
Con dos neurocirugías —una de ellas despierto—, años de rehabilitación y el apoyo incondicional de su familia, Josemaría encontró en cada caída una razón para levantarse.
Nació en la Ciudad de Buenos Aires y vivió allí hasta los 33 años, cuando, junto a Claudia, su esposa y colega, decidió mudarse a Bahía Blanca en busca de una vida más tranquila. Era 2009 y rápidamente se ganó un lugar en el ámbito médico local, trabajando en hospitales públicos y privados hasta montar su propio consultorio.
Sin embargo, dos años más tarde, todo cambió.
Un zumbido persistente en el oído, que él atribuía a una mala postura, lo llevó a hacerse estudios. Fue entonces cuando una resonancia magnética reveló una masa tumoral en su cerebro, algo inesperado debido a la ausencia de síntomas graves.
"La masa nunca se comportó como se tendría que haber comportado: nunca convulsioné. Fue una cosa sutil, algo que en la vorágine de Capital Federal quizás hubiese pasado desapercibido y Bahía me facilitó las cosas", reflexionó junto a La Nueva.
En ese momento, Josemaría y su esposa estaban en pleno tratamiento de fertilidad, buscando formar una familia. Fue Claudia quien le insistió en que revisara los resultados de la resonancia. "Miré las placas y sentí un escalofrío por la espalda", confesó.
Esa misma noche, sin tiempo para procesarlo, le recomendaron que acudiera al médico. "Estaba en shock", recordó.
El diagnóstico fue contundente: la masa era operable, pero implicaba riesgos y desafíos. "Metafóricamente, cáncer es igual a muerte. Y yo sabía que debía hacer algo al respecto", sostuvo.
La intervención fue programada al día siguiente en la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia (Fleni), en el barrio porteño de Belgrano. Entre la sorpresa y la negación, pensó: "¿Esto es mañana? Yo tengo guardia". Pero no había trabajo más importante; su única misión era pelear por su vida.
"Sacamos pasaje y nos fuimos con Claudia a Buenos Aires. Aún no estaba mi hija, así que fuimos los dos", continuó.
"Luego llegó el momento de contarles a mis viejos, a mi hermana, a mis amigos de toda la vida. Es el día de hoy que recuerdo cómo mi mamá se desarmó", rememoró con dolor.
El 2 de junio de 2011 ingresó al quirófano. La neurocirugía duró seis horas, y tras diez días de internación —tres en terapia intensiva—, salió caminando.
"Siempre me lo tomé con humor, eso me ayudó", confesó.
Después de la operación se sometió a radioterapia y a dos años de quimioterapia en su casa. Claudia lo cuidaba cuando, agotado, pasaba días enteros en cama. "Fue todo un descubrimiento porque capaz un día estaba todo el día tirado y mi mujer se preocupaba", relató.
Aun así, intentaba seguir con su vida normal: atendía su consultorio, daba clases y jugaba al fútbol, realizando siempre sus controles trimestrales.
En 2013, por fin, se vio libre de tratamiento. "Siempre digo que el tumor tiene vida propia: lo operás, lo envenenás con la quimioterapia y lo incendiás con la radioterapia", comentó.
Pero en 2017 reapareció. Esta vez, su pequeña hija llenaba de vida el hogar y había aprendido a construir esperanza con ella.
La detección fue fruto de sus controles de rutina. "Lo descubrí en un control, no por síntomas", relató. Es así como afrontó una nueva ronda de radioterapia y quimioterapia durante un año.
La vida volvió a estabilizarse hasta que, en 2023, comenzaron síntomas que no podía ignorar. "Tenía hormigueos y crisis de despersonalización —sentía que estaba, pero que no estaba realmente—. El cerebro es una cosa tremenda", explicó.
Finalmente, una nueva resonancia reveló que el tumor había vuelto a crecer "lo suficiente como para que me ocupara de él".
En esta oportunidad, la neurocirugía se haría despierto. La intervención, prevista para el 14 de diciembre, un mes especial por las fiestas y el cumpleaños de su niña, parecía llegar en el momento menos oportuno, pero sabía que no había otra opción. "Quería resolverlo", afirmó.
"Te duermen, te preparan para el acto quirúrgico, ponen tu cabeza boca abajo, y el cirujano comienza a trabajar. En un momento la anestesia te despierta y ahí estás, con el cerebro expuesto", describió.
Aunque no sentía dolor físico, el estrés era inconmensurable. "Me llevó a un nivel de estrés que en mi vida conocí y espero no volver a pasar. Sentía que explotaba en cualquier momento", comentó.
La intervención dejó secuelas temporales: una parálisis parcial en su lado izquierdo que lo obligó a pasar por una rigurosa rehabilitación. "Te fragmenta: hacer pis en un papagayo, necesitar que te bañen, no poder mover tu mano para comer", contó.
Durante su estancia en Fleni, la recomendación fue clara: pasar por un centro de rehabilitación. "Es una experiencia tremenda porque era una especie de manicomio, asilo de ancianos, terapia intensiva, morgue, y yo estaba con dificultades lógicas, pero consciente", explicó.
Tras una difícil adaptación, logró cumplir su objetivo y fue dado de alta en enero.
De vuelta en Bahía Blanca, el pediatra comenzó a retomar su vida. Empezó con sesiones de quimioterapia en marzo, se inscribió en un gimnasio y fortaleció su cuerpo. "La masa muscular es algo a valorar. Si no me hubiera dedicado a la actividad física, esta cirugía me hubiese comido crudo. Si no tenés músculos, ¿cómo te levantás de la silla?", reflexionó.
"Tenés que estar preparado para la vida", sostuvo.
La clave, aseguró, fue el apoyo de su familia, amigos y pacientes, que siempre le dieron fuerza para seguir adelante. También una huerta que levantó en su casa y que lo mantiene enfocado un rato todos los días.
"Eso te sostiene con vida. Establecés una especie de compromiso tácito: me dieron toda esa garra, tengo que estar a la altura de eso", manifestó.
Ya en noviembre, libre de tratamiento, vive con un renovado sentido de aprecio por la vida. "Trato de buscarle belleza. Cada tanto contemplo toda la historia y la belleza está ahí: superé cosas que hacen que uno esté en otra dimensión. Sentís un poder, pudiste con eso, podés proyectar otras cosas", afirmó, con una paz distinta.
El médico aprendió a aceptar su historia, pero también sabe que quiere cerrarla. "No va a quedar olvidada, pero quiero aprender a correrla del centro", sostuvo.
"La vida te va preparando para cosas que no sabés que te van a pasar. En el bolillero estamos todos. Tengo claro que no puedo volver a lo mismo, porque yo no soy el mismo", concluyó Josemaría.
Para él la vida sigue y a pesar de todas las cicatrices, su hogar, su huerta y los desafíos cotidianos son hoy su nueva y preciada normalidad.