Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

En primera persona: intento una profunda memoria del presente

Personalidades de distintos ámbitos de Bahía Blanca hablan de su vida en tiempos de pandemia. Hoy, la escritora Sofía Castillón.

Sofía Castillón.

Este valle de silencio

   “Busco por dentro, como si corriera perdida en este valle de silencio que se ha abierto de repente entre las palabras” leo en un cuento Alejandra Kamiya y pienso en mis propios silencios internos, en lo difícil que es a veces encontrar qué quiero decir.

   Me siento ante esta hoja en blanco para contar mi experiencia personal con una pandemia. Busco por dentro una reflexión, una anécdota, un sentido que sintetice acontecimientos que parecen desconectados. No lo encuentro.

   ¿Debería hablar sobre ese silencio brumoso que se elevó en mi balcón porteño la mañana del 20 de marzo? Una pausa de autos y de niños con sus mochilas carrito que antes sonaban como motosierras. Un cuchicheo tímido de pájaros que se despiertan. Y adentro mío, pensamientos que retumban y como siempre hacen eco entre las paredes de la memoria. No son nuevos y poco tienen que ver con un virus. Pienso con amor, mi medida de distancia.

   ¿O debería hablar del registro morboso de los medios de comunicación, su invitación a un estado de alerta constante, los videos y audios falsos que me llegan por las redes sin contexto, sin autor y que sólo agregan angustia (como si faltara)?

   Vuelvo a ese primer silencio, el hijo primogénito del encierro que canta a una Buenos Aires vacía, plana y gris como un mapa dibujado. Entonces recuerdo un fragmento de Voces de Chernobyl, de Svetlana Alexievich:

   “Y de repente me descubro a mí mismo filmando aquello como lo había visto en las películas de guerra. Y al mismo tiempo noto que no solo yo, sino la gente que participa en toda aquella acción se comporta de manera parecida.”

   “La guerra contra el virus”, “el enemigo invisible”. ¿Debería hablar de lo poco que me ayuda insistir en la posibilidad latente de un ataque para entender y aceptar la vida y la muerte, para tener una conciencia solidaria con quienes no pueden cubrir sus necesidades humanas, para ver a los otros como a personas que sienten como yo, y no como a números en una balanza que sopesa muertes y contagios? ¿Debería preguntar qué tanto colabora la metáfora bélica para erradicar violencias en sus múltiples formas, para fortalecer la conciencia comunitaria?

   La parte del mundo que puede, entró a su casa. La parte del mundo que no, se quedó afuera. En este escenario, ¿de qué debería hablar yo, qué podría agregar a este barullo de gráficos y morgues? 

Hablo desde mí misma y del miedo

   Poner contexto. Soy una escritora sin lectores de 30 años que vive sola en un departamento de Buenos Aires. Nací en Bahía Blanca, crecí en Quilmes, vivo en CABA. Trabajo en dos universidades, una a 20 minutos, la otra a dos horas. 

   Disfruto el home office como una pausa. En mi rutina diaria, salir a trabajar, tomar los transportes y llegar, me implica algo más que un problema de distancias: significa alertar mi cuerpo y mis instintos a la violencia cotidiana de la ciudad. Alguien que me empuja para entrar o salir del tren, una mano que me manosea en el colectivo, una mirada libidinosa que empieza por mis pies y sólo se deshace de mí para recomenzar en el cuerpo de otra.

   La pobreza cruel que aturde el centro y el conurbano toma forma de niñas y niños que venden pañuelos o golosinas en el subte, hombres y mujeres que cargan cartones más altos que sí mismos, colchones apilados en la esquina de mi casa. Personas que piden monedas - como si hoy valieran algo las monedas- con sus bebés en brazos. Registro estas escenas con mi ojo indiferente tristemente acostumbrado a la violencia urbana.

   Mi papá fue asaltado con violencia varias veces mientras vivía en Buenos Aires. La última vez fue justo la semana anterior a que viajara para volver a vivir en Bahía Blanca. A mi mamá un hombre en bicicleta sin una pierna la amenazó con un cuchillo a dos cuadras de su casa cuando volvía de hacer unas compras. Hace unos años sufrí un asalto violento en la calle, y desde entonces me inquieta cualquier persona que camine atrás mío; prefiero dejar pasar. 

   La ciudad me ha llevado a vivir en un estado de alerta que llegué a sentir como una asfixia. Una angustia paulatina que fue creciendo al punto de cada vez disfrutar menos su magia, su noche de pizza y fainá, de teatros, cafés y bares notables. La mística porteña existe, la conozco, pero algo adentro mío ya no forma parte de ella.

   Hace tiempo que prefiero en lugar de salir, quedarme. No visitar, sino que me visiten. Y ahora que tengo la excusa perfecta para recluirme en mis paredes como si fueran una cueva que me protege de la vida, disfruto con culpa mi propia soledad.

   Mi único capital valioso es una biblioteca - mi orgullo - que construí a base de viajes y de librerías de usados y un televisor que pude pagar a medias con mi pareja. Y aun así, me encuentro en una situación de privilegio en relación a la mayor parte de la población que en este momento la pasa muy mal. 

   Pienso que mis padres a mi edad vivían la hiperinflación con una recién nacida que pedía a gritos alimentos, pañales, atención médica y tiempo. En contraste, desde mi balcón veo una creciente crisis económica y sanitaria que todavía no me ha tocado en carne propia pero es una bestia que se acerca para respirarme en la nuca y deja caer sus babas. 

   En esta situación donde los días pasan como un ruido blanco, siento un anhelo monótono, acostumbrado. Nací en Bahía Blanca, allí está mi familia y una parte grande de mi casa. Siempre extraño a alguien porque la distancia también es un modo de vida y no puedo percibir el mundo de otra manera. Todo el tiempo amo a alguien que está lejos, todo el tiempo siento miedo por quienes amo. Intento ser consciente de que en cualquier momento un ser querido puede enfermarse, incluso puede morir sin que yo haya podido despedirme. 

   Intento entrenar mi conciencia para que pueda aceptar lo inasible, vuelvo el miedo una condición estable que acompaña mis actividades. El futuro incierto que aparece como un caos que todo lo envuelve puede ser un verdadero veneno y el remedio que encuentro en mi botiquín es mirar las posibilidades a los ojos y admitir el miedo, saber que cada una de ellas, aunque hoy no sea real, puede ser posible. Y si esas opciones terribles son probables, entonces también lo son aquellas más luminosas. Una no niega a la otra.

   Me convenzo de que en mi propia fragilidad consciente existe la fortaleza (o su germen) para enfrentar los desafíos que puedan venir. Todos hemos transitado otros dolores distintos que hoy pueden ser modelo para recordar, para volver a tomar contacto con quiénes somos cuando tenemos miedo. Tratar de sentir empatía, tratar de comprender que cada uno está haciendo lo que puede con un contexto común, con herramientas distintas.

   ¿Hoy, a más de cien días de cuarentena, a qué le tengo miedo?

   Temo que algún ser que amo enferme y no poder ayudarle.

   Temo que algún ser que amo muera y no poder despedirme.

   Temo no poder enfrentar la administración de mi economía.

   Temo por mi trabajo y por el trabajo de quienes amo. Intento que todas las personas tengan el rostro de alguien querido.

   Temo a la angustia mía y de los demás, y temo no poder brindar consuelo. 

   Temo más al silencio que a la distancia.

   Temo volver a mí misma como quien regresa a casa después de haber sentido miedo durante el camino de vuelta.

Cosas que suscitan una profunda memoria del presente 

   Desde marzo coordino un taller literario - ahora virtual - que durante la cuarentena ha crecido y es un espacio que sostiene mis días y los nutre con su magia. Leer y compartir, escribir y compartir ha sido desde chica mi modo de ser feliz. 

   Hace ya unos meses que en mi mesa de luz tengo como lectura de noche “El libro de la almohada” de Sei Shônagon. En una de las consignas de escritura que preparé para el taller, propuse nombrar “Cosas que suscitan una profunda memoria del pasado” al modo de la escritora japonesa. Y ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que todo esto es un intento para decir aquellas cosas que me suscitan una profunda memoria del presente. Y noto que son las mismas de siempre, pero que hoy toman un lugar distinto. 

   Una llamada de teléfono con mis abuelas.

   Un whatsapp de mi papá.

   Una videollamada. Con mi mamá, con mis amigos, con mi taller, con mi equipo de trabajo.

   El televisor de mi vecino que se filtra por mis paredes. El olor de la marihuana.

   La última página de un libro.

   Las cáscaras de naranja secándose en el horno.

   El perro de un vecino que me mira desde el balcón.

   Mis cuadernos. Mis lápices.

   El sol.

   El silencio de la mañana.

   No entiendo la relación entre todos estos elementos y aun así estoy completamente segura de que, si los busco por dentro, están dialogando.

Después

   Para Michel Houellebecq el mundo seguirá “exactamente igual” después del coronavirus. “Nunca antes habíamos expresado con una indecencia tan serena el hecho de que la vida de todos los individuos no tiene el mismo valor” dice, y yo pienso en noticias de otros países donde los hospitales colapsados deben decidir a quién atender y a quién dejar librado a su suerte o su destino. Pienso que eso lo deciden personas como yo o como vos, y no puedo imaginar lo difícil que ha de ser cargar con la eterna duda de haber hecho lo correcto.

   Y también leo por ahí un optimismo de autoayuda casi narcótico que propone un futuro brillante, un cambio abrupto y radical en el modo de entender las relaciones, la educación, el tiempo, las creencias, como si estuviéramos haciendo un lifting al mundo.

   Se me ocurre pensar en mi abuela, que cuando nació no existía el televisor y ya ha vivido las dos guerras mundiales, la bomba, el desarraigo, Chernóbil, Internet, la vida migrante, las dictaduras latinoamericanas, mi abuelo en la Antártida, mi abuelo preso en Campo de Mayo, la hiperinflación, el corralito, los muertos, las peleas familiares, las hijas lejos, los reencuentros…

   Tomo aire y pienso que hace casi 30 años que vive sola y está en su casa cosiendo delantales o pintando cuadros con la tv encendida que muestra placas de “Alerta”, y cada vez que hablo con ella por teléfono me cuenta de cuando fue testigo de cómo apilaban cadáveres en Retiro durante las epidemias de la viruela o de la peste bubónica, y me dice que esto no es nuevo, que no le van a decir a ella cómo son las cosas, justo a ella que lo vivió todo.

   Y se me viene a la mente que si ella estuviera en uno de esos países y contrajera el virus, la devolverían a su casa para que la cuide la suerte, justo a ella que lo vivió todo en este mundo que cada tanto se eclipsa y nos deja en sombra.

   Yo no creo que todo cambie. Tampoco creo que todo siga igual. Escuché de un profesor que la historia tiene movimientos reticulares. Elementos que se van conectando por acontecimientos, significados que se moldean a través del tiempo tomando diferentes formas.

   Pongo atención en lo que sucede tras una pausa en una película: vuelvo para continuar viendo lo mismo pero mis ojos son otros. A veces más descansados, a veces más distraídos. 

   Es mi deseo que el amanecer luego de la pandemia eleve sonidos y silencios más armónicos. Que mis ojos sean más humanos, que salir no dé tanto miedo, que vos y yo seamos un poco más capaces de hacer un mundo en el que podamos sentir a las otras personas como una parte distinta de nosotros mismos. Una expresión de deseo que hoy siento naíf pero honesta.

 

* Sofía Castillón es licenciada en Comunicación Social (Universidad Nacional de Quilmes). Escribe poesía y narrativa. Desarrolla contenidos sobre Literatura en su cuenta de Instagram @eldecoradosecalla y el canal de Youtube “El decorado se calla”. Coordina el Taller de Escritura Creativa de la Casa Creativa De Los Suspiros. Trabaja en equipos pedagógicos de la Universidad Nacional Arturo Jauretche y de la Especialización en Urología del Hospital Italiano de Buenos Aires.