“Su excelencia” canta el tango, como ninguno...
Ex-camarista penal, de 87 años y bahiense por adopción, encontró en el tango su modo de vida. En una confitería de Avenida Alem despunta el vicio todos los días.
Cecilia Corradetti
“Jorge”; “Cacho”; “JJ”; “Su excelencia”...
A Jorge Julián Alconcher, camarista penal jubilado, lo mencionan según el lugar y las circunstancias donde se encuentre: todos los apodos le agradan porque lo retrotraen a su pasado fructífero o a su presente apacible, un presente que disfruta a pleno tras lo mucho que ha sembrado a lo largo de sus 87 años.
La actividad profesional que desarrolló durante toda su vida prácticamente no se relaciona con su pasión por cantar tangos. Este pasatiempo lo llevó a ser conocido como “JJ”, su nombre artístico.
“Canto porque lo disfruto, porque me entretiene y porque me encanta. Aconsejo a la gente que se anime a cantar”, sintetiza, mientras recuerda a Cuca, su esposa, con quien formaban una hermosa pareja de tango.
De joven, cuenta que cuando escribía las sentencias a mano en el Juzgado y luego se las pasaba a un “escribiente”, él solía esperar cantando.
Y así, atesora en su cabeza un frondoso archivo de esta música ciudadana. Tiene en su haber tangos para cada momento, cada situación. Los hay dedicados a las rubias, morochas, a las alegrías y a las tristezas...
Viudo desde los últimos cinco años, cantar también lo ayudó a Jorge a atravesar el proceso duro de la muerte de su esposa. Dos años antes, cuando sufrió un Accidente Cerebro Vascular (ACV) también resultó todo un paliativo.
Hoy, prácticamente tiene una rutina inamovible que lo ha popularizado en la ciudad: en la confitería Il Mercato, de Alem al 300, tiene su propia mesa asignada desde donde suele disfrutar de un café, de la charla con amigos y, claro, donde también entona sus melodías.
Aquel representa su paseo cotidiano. Suele dirigirse a pie desde su domicilio, aunque si el tiempo no acompaña la cita no se cambia por nada: no duda en tomar un taxi.
Pintoresco, con su infaltable bastón y su sombrero blanco, Jorge nació en La Plata el 7 de junio de 1931. Según bromea, “el día más mentiroso del año”, aludiendo al periodismo.
Estudió Derecho en la Universidad Nacional de La Plata, ciudad donde también conoció a la chica “más linda que jamás había visto”, Norma Spizzirri, más conocida como “Cuca”.
Pronto se casaron. También en la ciudad de las diagonales nació su primera hija, Laura, médica nefróloga.
Tras un fugaz paso por Mar del Plata, como secretario de un juzgado, la familia recaló en Bahía Blanca. “Tenía hambre”, grafica con sinceridad, para relatar que por entonces la ciudad le abría promisorias puertas laborales.
Así, ríe y trae a la memoria distintos pasajes de su carrera en Bahía, donde hizo sus primeras bases profesionales de la mano del doctor Juan José Llovet Fortunatti.
En Bahía nació Pablo, su segundo hijo, también abogado. Y muchos años después llegaron sus cuatro nietos varones: Jorge y Germán (hijos de Laura y Aníbal Otharán) y Julián y Juan Francisco, (de Pablo y Marcela Adad).
Jorge cuenta que nunca se arrepintió de haber optado por la carrera de Derecho, la que había elegido como segunda opción: siempre anheló ser ingeniero.
Claro que hoy, asegura, observa a la Justicia con cierto descrédito. “Los jueces deben limitarse a absolver o a condenar y jamás dejarse influenciar”, repite como principal lema. Y enumera algunos casos judiciales resonantes que lo han marcado profundamente y de los cuales se enorgullece “por haber dictaminado con sentido común”.
También solía decir --y practicar-- otra frase no menos interesante cuando se ejerce una función pública: “Un juez no sólo debe serlo, sino parecerlo”. Mientras ejercía como tal, por ejemplo, evitaba visitar el Casino. “Muchas veces tenía ganas de ir, como le puede pasar a cualquiera, pero prefería no exponerme”, insiste.
Si bien tuvo la posibilidad de viajar por varios lugares del mundo, hoy sus mejores vacaciones transcurren en Monte Hermoso, donde suele cantar donde quiera que vaya.
Muchos ya lo conocen cuando advierten esa voz inconfundible en la rambla, en algún parador playero o en cualquier comercio de los alrededores.
Fue en 1991 cuando decidió comprar un departamento en pleno centro y frente al mar. Un gusto que quiso darle a Cuca y a toda la familia. Sintió, aquel día, que un pedazo del océano ya era de su propiedad... “Compré el Atlántico”, solía graficar.
Desde allí, mientras contempla los atardeceres únicos que ofrece Monte Hermoso, entona, con su voz aún firme:
--Yo soy la morocha, la más agraciada, la más renombrada de esta población. Soy la que al paisano muy de madrugada brinda un cimarrón. Yo, con dulce acento, junto a mi ranchito, canto un estilito con tierna pasión, mientras que mi dueño, sale al trotecito en su redomón...
Jorge cierra la charla con optimismo.
“¿La juventud? No puedo decir demasiado, sólo que tengo nietos jóvenes que verdaderamente valen la pena. Todo cambia, todo evoluciona. Y hay que agradecerlo, porque de lo contrario estaríamos muertos”.
Es hora de seguir cantando. Jorge se impaciente por continuar las estrofas de “La Morocha", un tango que Enrique Saborido escribió en 1905 y cuya letra le pertenece a su amigo Ángel Villoldo.
--Soy la morocha argentina, la que no siente pesares y alegre pasa la vida, con sus cantares. Soy la gentil compañera del noble gaucho porteño, la que conserva el cariño para su dueño. Yo soy la morocha de mirar ardiente, la que en su alma siente, el fuego de amor. Soy la que al criollito más noble y valiente ama con ardor...
Esa letra, profunda y legendaria, tiene su propia melodía. Se la puede escuchar a capella, en la clásica confitería de la avenida Alem.