Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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Diciembre de 1810: el espíritu jacobino de la Revolución

Tras el triunfo de Suipacha, las fuerzas patriotas sintieron que la revolución se abría paso. Al mando de Juan José Castelli, el ala “jacobina” o “morenista” actuó con decisión y tomó decisiones drásticas, que no tendrían retorno.
Diciembre de 1810: el espíritu jacobino de la Revolución. Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca

Por Ricardo De Titto

Especial para “La Nueva.”

Al llegar a las ciudades altoperuanas la noticia del triunfo criollo-patriota en Suipacha, el mariscal Vicente Nieto, presidente de la Audiencia de Charcas, que había quedado en Cotagaita, entró en pánico y, junto con el párroco de Tupiza y algunos oficiales, se aventuró en el despoblado en busca de alcanzar la costa del océano Pacífico. Pero era un hombre anciano y su fuga fue lenta. Tras dieciséis días de marcha, cerca de Colcha, un alcalde los apresó y los entregó a Castelli. Por otro lado, el capitán realista José de Córdova y Roxas, que dirigía las tropas derrotadas intentó demostrar que se rendía y aceptaba la Junta aunque, en realidad, buscaba también profugarse. Castelli le ofreció que se entregara con sus cómplices “a la generosidad del gobierno de la Junta”, una formulación que sonaba amenazante. El 9 de noviembre Córdova escapó en dirección a Chuquisaca y tres días después envió una carta solicitando un batallón de trescientos cruceños, pero la ciudad se estaba pronunciando por la revolución y, en respuesta, le enviaron una partida que lo apresó en las cercanías de Potosí.

Antes de su huida Nieto había enviado a Potosí al conde Casa Real con órdenes para Paula Sanz, intendente de la rica ciudad minera, de que tomara los 200.000 pesos oro de la Casa de la Moneda y saliera en forma urgente de la ciudad. Pero Paula Sanz demoró su salida lo suficiente como para que el 10 de noviembre llegara a la ciudad un oficio de Castelli anunciando el inminente ingreso del ejército y ordenando al cabildo el apresamiento del gobernador. El cabildo se pronunció en favor de la revolución adhiriendo a la Junta y liberando a los patriotas detenidos el año anterior, de tal modo que Paula Sanz fue apresado y permaneció detenido en la Casa de la Moneda junto con Nieto y Córdoba durante casi un mes.

Sin embargo, en Potosí -conocida también como “La Plata” por sus inmensos yacimientos-, por imperio de las circunstancias y en cumplimiento de las órdenes que tenía, Castelli tomó algunas medidas que le ganaron la enemistad de la elite local. Entre ellas, confiscó bienes de los españoles emigrados y desterró a muchos enemigos. Y la más drástica de las medidas adoptadas fue el fusilamiento del mariscal Vicente Nieto, gobernador presidente de la Audiencia de Charcas, de Francisco de Paula Sanz, intendente de la ciudad, y del capitán de navío Córdoba y Roxas, como consecuencia de que se negaron a jurar obediencia a la Junta. La ejecución de los tres líderes españolistas, concretada el 15 de diciembre en la Plaza Mayor de Potosí, de algún modo, aparecía como una represalia por las muertes de los líderes de la revolución de La Paz en 1809. Los tres jefes realistas tuvieron un proceso sumario presidido por Eustoquio Díaz Vélez y fueron sentenciados a muerte el día 14 “por crímenes contra el rey y la patria”. Castelli, obró en nombre de la Junta que, a su vez, actuaba en nombre del rey. El perdón que la Junta había otorgado a los reos, junto con la orden de no realizar nuevas ejecuciones por motivos políticos, llegó tarde al Alto Perú.

El orador y sus proclamas

Castelli delegó el mando como gobernador intendente de Potosí en Feliciano Chiclana y, el 27 de diciembre de 1810, acompañado por Antonio González Balcarce y con una fuerza de cuatrocientos soldados, llegó a Chuquisaca. Su arribo fue celebrado como el de un libertador; el pueblo altoperuano parecía estar en diapasón con la revolución. Castelli se hizo cargo de la presidencia de Charcas -que más tarde dejaría en manos de Juan Martín de Pueyrredón- mientras la Real Audiencia era modificada y renombrada como “Cámara de Apelaciones”.

Las medidas que tomó Castelli cuando promediaba los 45 años dan una dimensión de su proyección política: favoreció la formación de Consejos de Provincia en cada gobernación intendencia -en el Alto Perú había varias-, presididos por el gobernador intendente y formados por cuatro miembros nombrados por los cabildos, que fueron purgados de viejos elementos y nutridos con criollos favorables al movimiento. Castelli tuvo una decidida ofensiva política sobre las regiones cercanas y envió agentes y propaganda a diversas provincias del Virreinato del Perú que tuvieron buen efecto: varios cabildos -como los de Tacna, Arequipa, Locumna y Moquegua- solicitaron apoyo para plegarse a la revolución pero fueron sofocados antes que Castelli pudiera disponer de los refuerzos necesarios. Entretanto, el ejército auxiliar continuó estacionado en Potosí hasta que el 9 de enero de 1811 comenzó a marchar hacia Oruro al mando de Juan José Viamonte. A fines de febrero Castelli y González Balcarce abandonaron Chuquisaca en dirección a Oruro, incorporándose allí al ejército en marzo. A principios de abril se reanudó la marcha hacia La Paz, estableciendo campamento en la Laja. El 18 de abril de 1811 se estableció una junta en La Paz y el 1 de mayo el gobernador intendente Domingo Tristán lanzó una proclama por la que convocó al pueblo a apoyar a las huestes de Castelli: “A la vista -decía- tenéis las inmensas tropas de la inmortal Buenos Aires que han venido a restituirnos la libertad americana”. Es de consignar aquí que Buenos Aires había conquistado un inusual prestigio en toda la América hispana por haber derrotado dos veces a los ingleses.

Libertad, fraternidad…

El triunfal recibimiento que tuvo Castelli en La Paz le dio ánimos. El 11 de mayo envió cartas al virrey del Perú y al cabildo de Lima y el 25, conmemorando el primer aniversario de Mayo dio a conocer su célebre pregón, publicado en castellano y en quechua, conocida como “proclama de Tiahuanaco” y cuya data indica: “Cuartel general del Ejército Auxiliar y combinado de la Libertad, en Tiahuanaco, 25 de mayo de 1811 y segundo de la libertad de Sud América”. Entre otras cosas el texto privilegiaba la idea de seducir a los pueblos aborígenes sojuzgados por los trescientos años de dominio colonial: “Los sentimientos manifestados por el gobierno superior de estas provincias desde su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad en todas las clases, dedicando su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de elegirla más ejecutivamente. En este caso se consideran los naturales de este distrito, que por tantos años han sido mirados con abandono y negligencia, oprimidos y defraudados en sus derechos y en cierto modo excluidos de la mísera condición de hombres que no se negaba a otras clases rebajadas por la preocupación de su origen. Así es que, después de haber declarado el gobierno superior, con la justicia que reviste su carácter, que los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos, sin otra diferencia que la que presta el mérito y aptitud: no hay razón para que no se promuevan los medios de hacerlos útiles reformando los abusos introducidos en su perjuicio y propendiendo a su educación, ilustración y prosperidad con la ventaja que presta su noble disposición a las virtudes y adelantamientos económicos”.

Y, Castelli, aquel hombre que por alguna razón se lo asocia en la historia con el “orador jacobino de la revolución”, continuaba afirmando un decreto: “En consecuencia, ordeno que siendo los indios iguales a todas las demás clases en presencia de la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos distritos, del mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados, dedicarse con preferencia a informar de las medidas inmediatas o provisionales que puedan adaptarse para reformar los abusos introducidos en perjuicio de los indios, aunque sean con el título de culto divino, promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre repartimiento de tierras, establecimientos de escuelas en sus pueblos y excepción de cargas o imposición indebidas: pudiendo libremente informarme todo ciudadano que tenga conocimientos relativos a esta materia a fin de que, impuesto del por menor de todos los abusos por las relaciones que me hicieren, pueda proceder a su reforma”.

Y sostenía con énfasis un concepto de igualdad que no tiene otro origen que las ideas propias de la revolución francesa y el contrato social de Rousseau: “Últimamente declaro que todos los indios son acreedores a cualquier destino o empleo que se consideren capaces, del mismo modo que todo racional idóneo, sea de la clase y condición que fuese, siempre que sus virtudes y talentos los hagan dignos de la consideración del gobierno y a fin de que llegue a noticia de todos se publicará inmediatamente con las solemnidades de estilo, circulándose a todas las juntas provinciales y subalterna”.

Antes, el 5 de febrero, había lanzado otra página que se haría memorable, la “Proclama a los indios del Perú”: “La proclama que con fecha 26 de octubre del año anterior os ha dirigido vuestro actual virrey, me pone en la necesidad de combatir sus principios, antes que vuestra sencillez sea víctima de engaño, y venga a decidir el error la suerte de vosotros y vuestros hijos. Yo me intereso en vuestra felicidad no sólo por carácter, sino también por sistema, por nacimiento y por reflexión; y faltaría a mis principales obligaciones, si consintiese que os oculten la verdad u os disfracen la mentira. [...] La junta de la capital os mira siempre como a hermanos, y os considerará como a iguales: este es todo su plan, jamás discrepará de él mi conducta, a pesar de cuanto para seduciros publica la maldad de vuestros jefes”.

La guerra no se gana –solo− con proclamas

El espíritu igualitario, el noble sentimiento por los desposeídos, y el legítimo odio por los opresores se dejan leer sin medias tintas. La “guerra de proclamas”, sin embargo, no logró definir el combate. Aunque era necesario conquistar las almas, más aún era decisivo derrotar militarmente al enemigo que ya había demostrado ser impiadoso en la revancha. Y allí, al frente de la defensa realista estaba el brigadier y presidente de la Real Audiencia del Cuzco, José Goyeneche, de feo aspecto, en quien el virrey Abascal había delegado amplias facultades. Situado desde octubre en Zepita -entre el río Desaguadero y el lago Titicaca-, Goyeneche tenía fuerzas escasas pero, aprovechando los dos meses que Castelli estuvo en Chuquisaca, logró sacar partido de los recelos hacia los “porteños” y consiguió que los peruanos se alistaran en masa en su ejército, llegando a reunir una poderosa fuerza de ocho mil hombres apoyados por veinte cañones.

Se dice que algunos desplantes del secretario de Castelli, Bernardo de Monteagudo -firmante también de la ejecución de Sanz, Nieto y Córdoba-, un tucumano moreno de estilo soberbio y pedantón, resultaban especialmente irritativos para las familias más conservadoras. También la intransigencia de Nicolás Rodríguez Peña, secretario de Castelli y miembro del ala “radical”, provocaba rispideces y conflictos. Para peor las repercusiones del desplazamiento del grupo morenista en buenos Aires, producido a finales de 1810, causaron divisiones en el grupo comandado por Castelli. Viamonte, en particular, era cercano al grupo saavedrista y su posición se vio reforzada en mayo cuando llegaron las noticias del movimiento de abril que consolidó las posiciones del grupo conservador. Una vuelta de página se estaba incubando. Y, tras aquella incursión en principio exitosa, el Alto Perú será territorio en el que se consolidará el poder realista y escenario de una guerra de guerrillas sostenida por más de una década. Será, finalmente, el último rincón del continente en lograr su liberación, con la batalla de Ayacucho, a finales de 1824...