Bahía Blanca | Domingo, 05 de mayo

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Las cartas del “Chacho” Peñaloza

Al pie de la cordillera, en el extenso tramo que va de Mendoza a la puna salteña, en la década de 1860 se desarrollaron las arduas campañas de los dos últimos caudillos federales argentinos: el riojano Ángel Vicente “el Chacho” Peñaloza y el catamarqueño Felipe Varela.
Las cartas del “Chacho” Peñaloza. Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca

Esta lucha comenzó en 1853 cuando el país se organizaba constitucionalmente y la provincia de Buenos Aires desafiaba al resto del país constituyendo un estado aparte. Y tuvo su epílogo en la década siguiente cuando, acordados los términos de la unificación nacional, Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, presidentes entre 1862 y 1874, se dieron a la tarea de diseñar los trazos centrales del futuro Estado nacional, tarea que se completaría recién en 1880 con la federalización de la ciudad de Buenos Aires y el fin de la campaña al “desierto”.

Entre las tareas principales de estos primeros gobiernos nacionales, tres de ellas se resolvieron con las armas. En la frontera noreste, involucrando al país en la horrible y sangrienta Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay que se inició en 1865 y se extendió más de cinco años; en el centro y sur, consolidando la presencia y extendiendo la frontera en las pampas y la Patagonia, incursionando “tierra adentro” y desalojando a las tribus aborígenes, desde las Salinas Grandes del Carhué hasta el “País de las Manzanas” en el Neuquén. Finalmente, en el oeste del territorio, al pie de la cordillera, aplastando a los últimos rebeldes del interior que clamaban contra el histórico −y renovado– dominio de Buenos Aires.

Peñaloza y Varela fueron dos verdaderos cruzados de esa última pelea por intentar un modelo de república más federal, con un desarrollo económico más equilibrado y equitativo y con una mirada puesta más cerca de los gauchos, los nativos y de la América “criolla” que de aquella Europa que iluminaba los proyectos modernizadores y recolonizaba las tierras argentinas con decenas de miles de inmigrantes. Su lucha fue, de algún modo, encarnación de la contradicción entre “civilización” y “barbarie” que Sarmiento había planteado con tanto rigor unos años antes en su Facundo.

Peñaloza fue asesinado de modo brutal; su sucesor, Varela, perseguido y acorralado hasta que, obligado a refugiarse tras las fronteras, tuvo una larga agonía. Con sus desapariciones murió también la esperanza de concretar un proyecto de país menos centralista, menos “porteño”. La lógica histórica y las condiciones geográficas del país, una vez más, se impusieron así a algunas voluntades “de a poncho” que quedaron aisladas para convertirse, casi, en fenómenos folklóricos. Con una serie de cartas intentaremos enhebrar esta trágica historia.

De Peñaloza a Urquiza

Tras recibir sus despachos como coronel de caballería de la Confederación Argentina, allá por diciembre de 1854 el “Chacho” le escribió al general Urquiza: “Yo soy un gaucho que nada otra cosa entiende que de las cosas de campo, donde tengo mis reuniones y la gente de mi clase no sé porqué me quieren ni por qué me siguen; yo también los quiero y los sirvo con lo que tengo haciéndoles todo el bien que puedo; […] los superiores no se han desagradado conmigo, pero le aseguro, mi General, que yo en buena plata nada valgo”.

Y seguía describiéndose con humildad: “No sé vestir, cargar insignias, ni entiendo toda la táctica ni ceremonias menudas que acostumbran los ejércitos; pero también le aseguro que jamás he hecho mal a nadie ni he traicionado a ningún jefe ni amigo […]. Si yo le recibo mi General el título que manda es porque quiero ser su amigo por la gran batalla que ganó en Caseros y la Constitución que nos ha dado”. El sencillo “Chacho” −diminutivo de muchacho−, tenía entonces ya unos muy corridos 56 años.

De Peñaloza a Taboada y Marcos Paz

Derrotado Urquiza en Pavón en septiembre de 1861, el nuevo poder político nacional se mostró resuelto a “pacificar” la zona cordillerana. Sucesivas misivas que el riojano Peñaloza mantiene en tono amigable con jefes del bando enemigo, dan cuenta de su voluntad de llegar a un arreglo amistoso. Pero el presidente Mitre estaba decidido a poner fin a las “montoneras” y a todo ejército “irregular” y construir una única fuerza armada nacional. Antonino Taboada, caudillo de Santiago del Estero era el ariete del mitrismo liberal en el norte. En enero de 1862 Peñaloza le escribe para formalizar una conferencia de paz: “Estimado amigo, pronto tendremos el gusto de vernos y conversar largamente acerca de los objetos que ellas contienen, que son el restablecimiento del orden y buena armonía que tan profundamente se hallan alteradas entre estas provincias hermanas”. También intercambia correspondencia con Marcos Paz, el comisionado de Mitre. A fines de marzo le dice: “quedo muy satisfecho de los nobles y patrióticos sentimientos que animan a usted por la paz y orden de este país desgraciado”; aunque aclara que “en caso contrario me veré obligado a rechar [sic] las fuerzas con las fuerzas pues cuento con mil quinientos soldados dispuestos a sacrificarse conmigo, si fuese necesario en defensa de nuestras vidas intereses y derechos”.

Todo parecía encaminarse a un arreglo pacífico pero el ministro del interior Guillermo Rawson se carteaba en secreto con Manuel Taboada hermano de Antonino y gobernador de Santiago. El 22 de mayo le dice, “confidencialmente”, que “importa sobre todo reprimir con vigor la rebelión de la Rioja”. La represión, le asegura, “hará época en la historia de la República” y promete importantes gratificaciones: “La situación ha de devolver a los pueblos con usura en todo género de beneficios nacionales”.

En junio se firma un tratado paz, el de La Banderita, que será de vigencia efímera. Peñaloza escribe al riojano Pedro Dávila: “El día 11 del corriente ha tenido lugar la conclusión de la guerra que estaba desbastando la República particularmente esta provincia”. El Chacho asegura, satisfecho, que “he quedado de general con las armas en mi mano y las garantías necesarias que se precisan para vivir con descanso en nuestra provincia. Mucho ha simpatizado conmigo el señor coronel [Ignacio] Rivas [del ejército nacional] y me ha dado pruebas convincentes de una generosa amistad”. Y lanzó una proclama a sus soldados: “La Comisión Pacificadora enviada por el señor Comandante en Jefe del 1º cuerpo del ejército de Buenos Aires, nos asegura a nombre del gobierno nacional, que no es nuestro exterminio lo que se procura, sino el restablecimiento de la paz y el imperio de la ley en toda la república. […] Amigos: Puesto que estábamos en un error, apresurémonos a repararlo, declarando al gobierno nacional, que nunca fue nuestra intención rebelarnos contra su autoridad, sino simplemente defender nuestros hogares y nuestras vidas que creíamos injustamente agredidos. Retirémonos, pues, tranquilos al seno de nuestras familias y allí esperemos sumisos las órdenes que quieran transmitirnos las autoridades nacionales y provinciales”.

De Paunero a Mitre y del Chacho a ambos

Wenceslao Paunero, jefe militar y amigo de Mitre le reporta: “Tanto los de Mendoza como Sarmiento están mudos después de los tratados con el Chacho, porque indudablemente querían y quieren que se los demos colgados en algunas de sus plazas, olvidando que si nosotros no hemos podido poner el cascabel al gato, menos lo pueden ellos, que temblaban a la sola idea que asomase al extremo de sus fronteras.”

El Chacho está encerrado en una contradicción de difícil solución: responder a sus paisanos y, a la vez, respetar sus acuerdos con Mitre. Los porteñistas más acérrimos prefieren que la situación se polarice y, tener pretextos para intervenir. Los gobernadores de las provincias cercanas, Sarmiento, de San Juan, Luis Barbeito, de San Luis y Filemón Posse, de Córdoba acusaban a Peñaloza y a los llanistas riojanos de cualquier incidente que se produjera en sus provincias.

Desde su pobre refugio en Guaja, Peñaloza escribe a Paunero: “Mi respetado General y amigo”: “Antes de recogerme al goce de mi hogar no había comprendido también la verdadera situación de miseria y orfandad a que han quedado reducidos mis paisanos por el completo exterminio de todo recurso vital a que les ha dejado reducido el prolongado desabrimiento por que ha cursado esta provincia. […] Se encuentran innumerables familias, no solamente privadas de todo recurso, con que antes pudieran contar, sino reducidas también a la más completa orfandad, por haber perecido en la guerra aquellas personas que pudieran proporcionarles la subsistencia; […] mis tropas impagas y desnudas y sin hallar recursos que tocar para el remedio de estas necesidades a fin de tenerlos predispuestas para cuando la Nación precise su servicio. Así es que no he encontrado otro, que el recurrir al encargado del P.E.N. por una subvención que aunque pudiera clasificársele de imprudente es de absoluta necesidad”.

Y, en noviembre, escribe también a Mitre, que recién asumía la presidencia: “La noticia de su acceso me ha llenado de satisfacción y en toda la provincia ha sido un acontecimiento de sumo agrado; yo, señor Presidente, ofrezco a usted todo mi valer, no solo como el jefe a que debemos respetar y obedecer, [sino] también a su persona a quien debo consideraciones”.

De Yrrazábal a Sarmiento

A principios de 1863 la situación del Chacho es insostenible: la inquietud de los paisanos es creciente y Peñaloza se decide por salir al combate: lanza el “Grito de Guaja”, una proclama en la que declara la guerra al gobierno nacional. En mayo y junio es derrotado en dos entreveros. Invade San Juan y, con fuerzas casi agotadas tras siete meses de campaña, es vencido, nuevamente, en Caucete. Una dictadura se instala en La Rioja y Peñaloza, refugiado en Olta, pide a Urquiza un auxilio que nunca llegará. El 12 de noviembre de 1863 es tomado prisionero y asesinado a golpes de lanza por el mayor Pablo Irrázabal, mientras los soldados lo acribillan a balazos. El cadáver fue profanado y su cabeza, cercenada y expuesta en la plaza de Olta. “Pongo en conocimiento de V. E. –dice el Parte− que hoy en la madrugada, sorprendí al bandido Peñaloza, el cual fue inmediatamente pasado por las armas, haciéndoles también algunos muertos que despavoridos huían: también tengo prisionera a la mujer y un hijo adoptivo tomándome gran interés en salvarlo. Pablo Yrrazábal.”

Con la cabeza del Chacho en exhibición, los por entonces amigos Sarmiento y Mitre volvieron a escribirse el 18 de noviembre de 1863. “Mi estimado amigo: No sé lo que pensarán de la ejecución del Chacho. Yo inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses. Los ejércitos harán paz, pero la tranquilidad no se restablecería, porque a nadie se le puede inspirar confianza de que no principie la guerra cuando le plazca al Chacho invadir las provincias vecinas. Es su profesión, ejercida impunemente treinta años, hallando siempre en la razón de estado o en el interés de los partidos medios de burlarse de leyes y constituciones y aceptándolo como uno de los rasgos de la vida argentina y de nuestro modo de ser. […] La guerra civil concluye, pues, por actos militares gloriosos, como el de Caucete, y por el castigo de Olta”.

A modo de cristiano epitafio el general Wenceslao Paunero señaló: “El Chacho ha muerto en regla y Dios lo conserve allá donde no haga daño”.