Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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Trump

Como no podría ser de otra manera, los comicios presidenciales norteamericanos siempre despiertan, en esta orilla del Plata, las mismas inquietudes. Cada cuatro años, pues, cuando los candidatos de las dos grandes banderías políticas estadounidenses entran en la recta final de la campaña, nos preguntamos de qué manera evolucionarán las relaciones bilaterales en caso de triunfar los demócratas o, en su defecto, los republicanos.

Este afán, demás está decirlo, no es patrimonio nuestro, sino que, en mayor o menor medida, resulta común a las demás naciones del planeta. Tratándose de la única superpotencia que emergió triunfante de la Guerra Fría, es lógico que todos intentemos descifrar el posible derrotero de unos vínculos venturosos, a veces, y tormentosos, otras.

Por de pronto, no deberíamos perder de vista la poca atención que, en general, Donald Trump y Hillary Clinton le prestaron a lo que llamamos Latinoamérica. Si los países al sur de Río Grande hubiesen merecido una consideración especial de parte de los candidatos y de sus equipos, habría más elementos de juicio de los cuales tomarnos para responder. Pero no es así, de modo tal que, salvo en cuanto atañe a la polémica generada por el republicano respecto de México, solo queda lugar para las especulaciones.

Argentina es, en el concierto mundial, un actor insignificante, ubicado en un subcontinente con poca si acaso alguna importancia estratégica. No somos ni aliados tácticos de los Estados Unidos ni tampoco socios interesantes. Más aún, en los últimos años hemos preferido ensayar de cara a Washington una diplomacia que basculó entre la grosería –transparentada en la conferencia de jefes de estado desarrollada en Mar del Plata— y el seguimiento automático en cuestiones de seguridad.

Bien ¿y entonces? No habrá cambios substanciales en la relación. La idea de que la nueva administración podría sentirse ofendida en virtud de las declaraciones efectuadas por Mauricio Macri; la canciller, Susana Malcorra, y nuestro embajador en aquel país, Martín Lousteau, no resiste análisis. Que el paso en falso de la Casa Rosada y el Palacio San Martin no pasó desapercibido entre nosotros, no necesita explicación. Pero es probable que el estado mayor de Trump –ocupado como estaba en plena campaña- ni siquiera haya reparado en el asunto.

Fue una grosería intelectual de parte de un ignorante en la materia –Macri- y de una conocedora del tema –Malcorra- que se dejó llevar por sus simpatías ideológicas. Típico de un país del tercer mundo, aunque nada grave.

Cuanto ha sucedido con Trump es único por donde se lo mire y requiere un análisis tentativo, puesto a cubierto de todo lugar común. Conviene, entonces, hacer de lado las acusaciones levantadas, a expensas suyas, en el curso de la campaña. El candidato republicano se halla situado a buena distancia de ese retoño tardío del fascismo, vencido en 1945, que algunos ignorantes han creído y querido ver en él. No es un personaje del montón –aun cuando lo parezca, a veces- no es un émulo del Ku Klux Klan, ni tampoco un populista extemporáneo, cuyo programa económico condenaría a los Estados Unidos, en caso de aplicarse, al aislamiento que fue, en tiempos pasados, su política de estado.

El reciente ganador de los comicios presidenciales norteamericanos ha generado un fenómeno absolutamente novedoso en virtud, primero, de las causas por las cuales salió airoso frente a Hillary Clinton y, en segunda instancia, por la coalición –si cabe llamarla así- a la que venció, reduciendo a escombros pronósticos y encuestas.

Los dos datos mencionados merecen un estudio pormenorizado que se corresponde mal con una crónica semanal. Por tanto, y aun asumiendo el riesgo de incurrir en un vicio reduccionista, no hay más remedio que apelar a la clave telegráfica.

Nunca antes, en la que Raymond Aron llamó, con su proverbial agudeza, la República Imperial, se juntaron poderes fácticos de semejante calado con el propósito de cerrarle el paso de la Casa Blanca a uno de los contendientes.

Trump debió lidiar, a un mismo tiempo, contra los medios periodísticos más influyentes de su país, el establishment financiero, lo más granado de la intelectualidad liberal, el grueso del mundo de la farándula, el partido demócrata en pleno y parte de los republicanos que no terminaron de digerir el triunfo del magnate en las primarias correspondientes.

Con la particularidad de que se enderezaron en su contra agravios desconocidos en una campaña presidencial de la gran potencia del norte. Se lo acusó, indistintamente, de seguidor de Mussolini, de violador, de xenófobo y hasta se dudó de su cordura.

Este afán por descalificarlo le hizo perder a sus opugnadores lucidez. Lo condenaron por anticipado al infierno sin darse cuenta de algo que estaba delante de sus narices y hubiera necesitado un análisis más fino: las causas del fenómeno que tanto les disgustaba. Porque lo cierto es que, más allá de su victoria, Trump puso al descubierto, desde sus inicios, la reacción visceral de una enorme parcialidad norteamericana, deseosa de hacerse escuchar.

En tren de mencionar esas causas, y sin considerarlas excluyentes, ni mucho menos, helas aquí: 1) El hartazgo, no solo del Midwest norteamericano, respecto de cómo actúa la partidocracia. Washington, a sus ojos, es algo así como la odiosa Bruselas que recusa la Europa de las naciones. 2) La falta de horizonte de una inmensa cantidad de trabajadores industriales –mayoritariamente de raza blanca- desplazados por los efectos de la globalización económica. 3) El ascendiente de un outsider carismático que captó, como nadie, las posibilidades de ensayar un discurso con base en lo políticamente incorrecto y convertirlo en el tema por excelencia de la campaña. Por último, la falta de ángel de su contrincante, incapaz de generar mística ninguna en un pueblo para el cual –digan cuanto quieran los adoradores del mundo uno- la identidad nacional no es un trasto viejo.

Donald Trump, a esta altura, comienza a abandonar las promesas incumplibles y las frases sonoras pero inservibles a la hora de sentarse en la Sala Oval. La responsabilidad que ha asumido lo obligará a conducirse con arreglo a lo que, en la Argentina, llamamos el teorema de Baglini.