Bahía Blanca | Miércoles, 16 de julio

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¡Clamor!, por el fusilamiento de Liniers

Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."

Liniers había sido el gran jefe militar de la Reconquista de Buenos Aires al primer intento de invasión inglesa, en 1806. Se convirtió así en un respetado caudillo popular, admirado por el pueblo que, organizado en milicias formadas por su iniciativa, impedirá una segunda invasión al año siguiente. Sostenido en ese prestigio, Liniers fue ungido virrey del Río de la Plata por decisión de los vecinos de Buenos Aires. El hecho, inédito, revolucionario, abrió el camino del autogobierno que culminará en el triunfo de la Revolución de Mayo en 1810. Pero, aunque se lo acusaba de “francés”, “agente de Napoleón” e intrigante –dado su nacimiento en territorio del imperio galo-, Liniers se mantuvo fiel a la Corona española y, desde Córdoba, se alzó contra la Primera Junta, intentando forzar un curso contrarrevolucionario. Para ello promovió acuerdos con la armada peninsular que, desde Montevideo, podía acechar al poder de la Primera Junta. El cálculo de Liniers no era equivocado. De hecho, la Banda Oriental se mantuvo en poder de los realistas hasta 1814.

Para sostener su proyecto y hacer un “juego de pinzas” sobre la capital, Liniers envió una carta intentando sublevar a uno de los jefes de la Marina Real, José María de Salazar, jefe del Apostadero Naval de Montevideo. En ella, entre otras cosas, le decía: “Las circunstancias infelices de la insurrección de Buenos Aires deben estimular a cualquier hombre honrado y particularmente al Real Cuerpo de Marina a intentar el último sacrificio para conservar aquella importante plaza bajo el dominio de su Majestad por tercera vez, pues (...) a los jefes de Marina se debió la reconquista y defensa de aquella desgraciada plaza. Yo creo a V. S. penetrado de los mismos sentimientos que me animan, pero si tiene usted algún reparo de comprometerse en caso desgraciado, como general del Cuerpo de la Armada tomo toda responsabilidad sobre mí, mandándole, como le mando en nombre del Rey, la ejecución del plan que voy a exponerle, en la inteligencia de que le hago a V S. responsable de su falta de cumplimiento, de cuyo feliz éxito no dudo depende el mayor servicio que podemos hacer a nuestro amado y deseado Fernando VII”.

Como se observa en el tenor de la nota, Liniers se asume como líder del alzamiento y trata al jefe de la Armada como un subordinado: se posiciona como el representante del rey aunque hacía ya casi un año que había cesado en sus funciones. En efecto, el 2 de agosto de 1809 Liniers había delegado el virreinato en Baltasar Hidalgo de Cisneros. En aquel momento, Cisneros lo autorizó especialmente a residir dentro del territorio virreinal. Rumbo a Mendoza, el lugar elegido, llegó a Córdoba en septiembre de 1809 y, muy bien recibido por la sociedad local y, en particular, por su antiguo compañero de armas y gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, Juan Gutiérrez de la Concha, optó por quedarse en la Docta. Inscribió a sus niños menores en el Colegio Montserrat, a otro mayor lo preparó para rendir su ingreso a la universidad, adquirió una hermosa residencia en Alta Gracia –la antigua estancia jesuítica que aún está en pie y recomendamos visitar– para dedicarse a tareas rurales y, también, movilizó un emprendimiento minero en La Rioja.

A la vez de emprendedor, el conde de Liniers –así designado justamente por su papel en la Reconquista- amaba el boato propio de las jerarquías de la nobleza. Constancia de ello es el encabezamiento de una proclama dirigida a los habitantes de Buenos Aires, fechada el 13 de febrero de 1808 y que dice así: “Don Santiago Liniers y Bremond, Caballero del Orden de San Juan, Brigadier de la Real Armada, Gobernador y Capitán General interino de sus provincias, Presidente de la Real Audiencia Pretorial, Comandante General del Apostadero de Marina y Lugarteniente del Serenísimo Señor Príncipe Generalísimo Almirante, etc.”.

Aquel hombre tan pacato y dado a las formas era, sin embargo, también un militar decidido. Producida la Revolución de Mayo no dudó en poner su vida al servicio del rey Fernando, por entonces, depuesto y preso por Napoleón. El exvirrey escribió al virrey del Perú, José Fernando Abascal y Sousa –que decidió incorporar a su virreinato las provincias de Córdoba, Potosí, La Paz y Charcas–, al sanguinario brigadier José Manuel de Goyeneche que, enviado por la junta de Sevilla, había reprimido los alzamientos en el Alto Perú, y al presidente de Charcas, Vicente Nieto, proponiéndoles coordinar una fuerza en común que “bajara” a aplastar la revolución. Como parte de un plan de conjunto envió a su hijo Luis a la Banda Oriental con las instrucciones para Salazar, que debía alistar sus fuerzas para subir por el Paraná, desembarcar en Santa Fe y trasladarlas a Córdoba, donde se fortalecería el centro contrarrevolucionario.

Él, entretanto, tomó medidas de militarización de la sociedad cordobesa, con requisas de ganado y alimentos y medios de transporte y alistamiento de milicias. La experiencia de 1806-1807 le venía ahora como anillo al dedo.

Varios adherentes a la revolución –Belgrano y los hermanos Funes, entre ellos– intentaron disuadirlo sin éxito: Liniers, más allá de cualquier otra consideración, se consideraba leal a quien había jurado fidelidad. Pero la revolución tenía su fuerza y producía el efecto de un terremoto social: algunos miembros de la familia Irigoyen –asociados al nuevo gobierno– viajaron a Córdoba para tratar de que su cuñado, el gobernador Gutiérrez de la Concha, cambiara de posición. Por otro lado, las fisuras se profundizaban en la “brecha generacional” entre padres peninsulares e hijos criollos: el sobrino del coronel Santiago de Allende y el hijo de Sarratea, que era cuñado de Liniers, denunciaron los aprestos conspirativos de sus mayores. El entramado de familias e intereses comunes de la elite comercial, burocrática, religiosa y militar de la época colonial se extendía a diversas ciudades y localidades: primos, cuñados, yernos, compañeros de estudio o de armas, se cruzaban reiteradamente en la vida en distintos puntos de localización y por variadas razones.

Con Montevideo en manos de los realistas y sin flota naval, la Primera Junta tuvo claridad que la lucha planteada en Córdoba era de vida o muerte para su futuro. Despachó entonces dos ejércitos auxiliares, uno con Manuel Belgrano hacia el Paraguay, que debía luego marchar sobre la Banda Oriental. El otro, al mando de Francisco Ortiz de Ocampo, partió hacia Córdoba y, tras sofocar la rebelión, debía continuar camino hacia el Alto Perú.

Ante la cercanía de las tropas juntistas y la deserción de muchos de sus reclutados que fueron influenciados por la propaganda revolucionaria, Liniers, con la plana mayor de la contrarrevolución y un grupo de seguidores, salió de Córdoba. Estaban entre ellos el obispo Rodrigo de Orellana, el gobernador intendente Juan Gutiérrez de la Concha, el coronel Santiago Allende, el tesorero Joaquín Moreno y el doctor Victoriano Rodríguez. Algunos adictos al nuevo régimen los persiguen y hostilizan. Ortiz de Ocampo, renuente a cumplir con la orden de fusilamiento impartida –el peso político de Liniers era mucho–, es reemplazado por Antonio González Balcarce quien, en la zona de Tulumba, logra apresar al contingente, a pesar que se han separado para huir.

La Junta envía a un vocal, el “jacobino” Juan José Castelli, y dos de los primeros “independentistas” porteños, Domingo French y Saturnino Rodríguez Peña. A último momento la Junta conmuta la pena al obispo –por su condición religiosa– y, en Cabeza de Tigre, cerca del límite con Santa Fe, los nuevos enviados ejecutan al resto de los sediciosos.

El 26 de agosto de 1810, Santiago de Liniers fue fusilado… en nombre de Fernando VII y en 1862 sus restos fueron llevados a España e inhumados con honores. La ley de las revoluciones, devoradora de hombres, se cumplió una vez más…