Un Cabildo Abierto depone a Sobremonte
El 27 de mayo de 1810 la Primera Junta emitió una circular a los pueblos del Interior del Virreinato donde se afirmaba: “El pueblo de Buenos Aires, bien cierto del estado lastimoso de los dominios europeos de Su Majestad Católica el señor don Fernando VII […]. Manifestó los deseos más decididos porque los pueblos mismos recobrasen los derechos originarios de representar el poder, autoridades y facultades del monarca”. De modo tal que el concepto de “retroversión de la soberanía” –del rey, como depositario natural, en los pueblos, ahora “soberanos”− fue invocado para preservar los derechos del rey cautivo y para que esa soberanía quedara “en depósito” de la Junta hasta que un congreso o asamblea de diputados de los pueblos del virreinato –las regiones con Cabildo, por lo general− decidiese sobre la suerte del conjunto. Como es sabido, esta decisión pudo ser tomada luego de que los hechos revolucionarios del 22 al 25 de mayo habían logrado deponer al virrey Baltasar de Cisneros. Nos remontaremos ahora poco más de tres años para comentar el principal antecedente de aquella idea “jacobina” de que el pueblo podía decidir sus destinos por sí mismo.
En efecto, al producirse la heroica resistencia y reconquista de Buenos Aires y la derrota de los invasores ingleses en agosto de 1806, en poco tiempo se produjeron dos hechos revolucionarios. En primer lugar la organización de milicias que, desde el punto de vista social, cambiaron el carácter de la fuerza armada de la región: casi todos los varones mayores de 14 años se enrolaron en los diversos cuerpos militares y, en particular, las fuerzas criollas como los Patricios – los “hijos de la patria”−, se convirtieron en una fuerza político-militar de importancia decisiva.
En el plano institucional el triunfo militar derivó en una participación activa de la población de la ciudad y la política se instaló como novedad. Su parte “sana”, los miembros de las corporaciones religiosa, militar, los abogados y comerciantes, comenzaron a debatir y tomar decisiones de un modo que nunca se había dado antes; y el pueblo se o movilizó en las calles de modo inédito. Las tertulias organizadas por las muchachas y señoras de la sociedad, así como algunos de los cafés, se convirtieron en lugares de debate e intercambio de novedades del mundo. Los periódicos y las gacetillas, los bandos públicos, comenzaron a circular respondiendo al creciente interés de la población por informarse y opinar y muchas familias –como los Rivadavia, por citar un caso− vieron fracturarse la confianza entre padres españoles (peninsulares) e hijos criollos (o españoles americanos).
Esa creciente agitación –y la amenaza de una nueva invasión ya que los ingleses se asentaron en la Banda Oriental a la espera de refuerzos−, se consumó en el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806 cuando, con el fin de asegurar la victoria obtenida el pueblo invadió el recinto y exigió que se delegara el mando en Santiago de Liniers, caudillo de la resistencia que había conquistado el favor popular. Se consumó entonces un hecho revolucionario de enormes repercusiones: se designó una comisión para entrevistar al virrey Sobremonte, que por entonces bajaba hacia Buenos Aires desde su refugio en Córdoba, la que logró que el marqués delegara el mando de las armas en Liniers y en el regente de la Audiencia el despacho urgente de los asuntos de gobierno y hacienda. Esta comisión, además, recomendó al virrey –sería más preciso decir que le impuso– que no entrara en Buenos Aires. Aunque legalmente la salida hallada parecía “políticamente correcta” era inocultable que la población había impuesto su criterio al representante del Rey y vencido sus resistencias.
Entretanto, los ingleses no se amilanaron al conocer la capitulación de Carr Beresford y redoblaron sus esfuerzos por conquistar el Río de la Plata. Apoyados en su base instalada en Maldonado y en número superior a 7.000, a principios de febrero de 1807 las fuerzas británicas se posesionaron de Montevideo. Sobremonte, que estaba en la zona y contaba con un fuerte contingente, optó nuevamente por retirarse, abandonando a su suerte a los defensores. La nueva deserción provocó una segunda explosión de ira política en Buenos Aires. El 6 de febrero, una masa de pueblo reunida frente al Cabildo exigió a voces, la deposición lisa y llana del virrey. Por segunda vez en poco más de medio año se convocó a un Cabildo Abierto que se haría eco del clamor popular y resolvería pedir a la Audiencia que destituyera a Sobremonte por incapaz… y cobarde. Cuatro días después, el día 10, Liniers convocó a una Junta de Guerra –esa fue la forma legal− que resolvió destituir al virrey, mantenerlo bajo custodia –o sea, preso−, entregar a la Audiencia el gobierno civil y alzar a Liniers con todo el mando militar designándolo como virrey “interino”. A fin de evitar el efecto de repercusión en otras latitudes americanas, la Audiencia enmarcó los hechos dentro del ámbito jurídico colonial, comunicando que Sobremonte había renunciado al cargo “por cuestiones de salud”. Como bien señalan Carlos Floria y César García Belsunce, “todas estas medidas tomadas a espaldas del depuesto y aun de la misma Audiencia, por un cuerpo municipal y una Junta de guerra, eran totalmente ajenas a la estructura jerárquica del gobierno colonial y por lo tanto francamente subversivas”. El alcance de esta grave resolución –mostrando la fuerza del movimiento− fue enorme: muchos españoles, como el prominente comerciante Martín de Álzaga juzgaban mal a su virrey y acompañaron el reclamo encabezado por el ala criolla.
Bien puede decirse, en conclusión que aquellos Cabildos Abiertos del 14 de agosto de 1806 y del 10 de febrero de 1807 fueron la expresión de una nueva soberanía y que esas “asambleas o congresos populares” son los antecedentes institucionales y las experiencias de gobierno autónomo en los que se origina la Revolución de Mayo. Tras estos episodios sin retorno el orden colonial autoritario y verticalista, estaba ya herido de muerte: la posterior invasión napoleónica a la Península obraría, en este sentido, como un nuevo detonante para que las fuerzas revolucionarias se hicieran del poder.
La sucesión narrada puede servir como un buen ejemplo de que −contra lo que algunos suponen−, los cambios revolucionarios no se producen jamás de la noche a la mañana: en todos los casos de grandes o pequeñas revoluciones políticas hay hechos previos que los anticipan y dejan percibir algunas de sus formas futuras.