Bahía Blanca | Martes, 08 de julio

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El amor de Helena y Eduardo

Los conocí cuando rondaban los 70 años. Esa etapa en que "el amor recuesta su frente en la amistad", según el poema de Martínez Estrada. El resplandor de la vida ya se había remansado para ellos en un poniente lejano. A través de las palabras, de los gestos, de las actitudes, traté de adivinar qué los había unido en el pasado. Qué clase de vínculo los impulsó a seguir avanzando juntos por una senda compartida.




Los conocí cuando rondaban los 70 años. Esa etapa en que "el amor recuesta su frente en la amistad", según el poema de Martínez Estrada. El resplandor de la vida ya se había remansado para ellos en un poniente lejano. A través de las palabras, de los gestos, de las actitudes, traté de adivinar qué los había unido en el pasado. Qué clase de vínculo los impulsó a seguir avanzando juntos por una senda compartida.





 Los dos provenían de familias aristocráticas y los vinculaba el mismo itinerario de la literatura.


 Después de estar con ellos, con Helena y con Eduardo, me pregunté: ¿qué los unió? ¿el amor, la conveniencia, la soledad?


 No lo pude discernir durante aquel momentáneo encuentro. Me quedé con la incertidumbre, hasta que muchos años después, un pequeño librito que encontré en una librería me conmovió con la inesperada revelación.


 Cuando los vi por primera vez, Eduardo me pareció un hombre transparente, sincero, cordial, tal vez algo inseguro. Aunque el mundo de la literatura es siempre inseguro, cambiante y arbitrario; carece de estabilidad y confianza duradera. Su geografía no se sabe hasta dónde abarca y su perdurabilidad es siempre precaria.


 Los conocí por obra de la casualidad, un día insoportablemente caluroso, cuando entré en un bar porteño y estaban allí tomando un café. Lo curioso es que, horas antes, los había estado buscando infructuosamente; tratando en vano de recordar el número de su departamento en la calle Posadas. De repente, el azar los ponía al alcance de mi mano, en el lugar más imprevisto. El me pareció un caballero. Se puso de pie cuando me detuve a su lado. Me presenté. El gesto de ella era indiscernible, pero su impronta la vinculaba de inmediato con los registros notorios de la aristocracia social.


 Tras el saludo, me disculpé por mi irrespetuosidad, y me dirigí a él, quien, tras un breve diálogo, quedó en recibirme en su casa, al día siguiente. Ella permaneció en silencio hasta la despedida.


 A la hora convenida, las 11, fui a la dirección indicada. Me di cuenta de que era una hora prevista como para no prolongar demasiado el encuentro. Para mi sorpresa, él estaba esperándome en la vereda porque, me dijo, lo habían llamado de un banco para resolver un problema urgente, y no podríamos concretar el programado encuentro. Y me sugirió que lo acompañara al banco; aprovecharíamos para hablar durante el camino. Acepté de inmediato; y hablamos a lo largo de unas cuadras, sin grabador mediante.


 Al terminar la gestión bancaria fuimos a tomar un café en un bar que se llamaba, me parece, El Recreo. Qué lástima, tampoco allí me atreví a encender el grabador. Me parecía irreverente.


 Cuando nos despedimos, dijo que me esperaba al día siguiente, a la hora del té, las 5 de la tarde, en su departamento de la calle Posadas. Compartiríamos el encuentro con su esposa, Helena.


 El prestigio internacional que enmarcaba su trayectoria no coincidía con su actitud modesta. Cuando encendí el grabador y comenzamos a dialogar, más de una vez me pidió que lo detuviera. "Hablo como un jugador de fútbol", me dijo. El grabador era un elemento perturbador para él, pero no había más remedio.


 El diálogo verdaderamente interesante se produjo en el comedor, cuando nos sentamos junto con su esposa a tomar el té de las 5.


 Supe que ella era sobrina de Enrique Larreta, el autor de una novela inolvidable: La gloria de don Ramiro. Y me contó que ella también escribía. Justamente, Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura, en el apogeo de la fama, había prologado un libro suyo de poesías. Y antes de irme me obsequió un ejemplar.


 El té de las 5 era, evidentemente, un hábito cotidiano en ellos. Lo complementaban con unas galletitas y algo para untar. La imagen, la apostura de Helena no era común y mucho menos vulgar. Asumía cierto aire de autoridad y distinción. Mejor dicho de temperamento dominante, de certidumbre. Los años no habían empañado del todo su belleza aristocrática y la relación entre ellos denotaba un imprescindible respeto.


 En tren de pensar, yo vacilaba en torno a si el matrimonio era fruto de la convencionalidad o del amor. Me inclinaba, tal vez, por lo primero. Además, se asumían mutuamente en cuanto a la jerarquía intelectual de cada uno. Lo deduje de los juicios surgidos al azar de la conversación.


 Era distinto, el otro extremo, del vínculo de inseparable dependencia que se percibía entre don Ezequiel Martínez Estrada y su bondadosa cónyuge, doña Agustina; consumado a pesar de sus distantes jerarquías intelectuales. Y donde la infaltable ronda del mate sustituía con su calidez compartida la individualidad del té. Una de las poesías más bellas de Martínez Estrada es la consagrada a "El mate", ponderada por Borges.


 El vínculo entre Helena y Eduardo procedía de muchos años atrás, porque, entre otros comentarios, Helena dijo que cuando leyó el manuscrito de Todo verdor perecerá (publicado en 1941) y desarrollado en Bahía Blanca, le gustó mucho; pero el final le resultaba demasiado violento. La rencorosa protagonista del drama mataba al marido, que yacía enfermo en la cama, consumido por la fiebre, aplicándole un fuerte golpe.


 Eduardo aceptó la crítica de Helena e imaginó un desenlace menos dramático: como los protagonistas de la obra vivían en una desolada región de la sierra, la mujer, en medio de la fría noche invernal, abrió la ventana para que el aire helado penetrara en la habitación donde deliraba su esposo, acelerando su muerte.


 Muchas veces me pregunté cómo sería la verdadera relación intelectual y humana entre Helena y Eduardo. ¿Había surgido como un vínculo convencional entre dos escritores, con justificadas ambiciones, en un entorno crítico de difícil acceso? ¿O habría reinado entre ellos, verdaderamente, el amor? Es algo que no podía deducir.


 La respuesta me llegó mucho después. Fue una respuesta literaria de inesperada jerarquía poética. La recibí a través de un pequeño libro de poesías de Helena: Ausencia amanecida, que hallé por casualidad en el estante de una librería. Cuando lo abrí, me encontré con la dedicatoria que sirve de introducción y que dice: "A mi querido e inolvidable Eduardo, mi compañero. Todo en mí es de él, de su Elena, hasta la eternidad". Pone Elena sin "H". Y, además de otras referencias, incluye dos poemas consagrados a su íntima memoria.


 Fue un postergado mensaje, recibido al cabo de tantos años, que me provocó cierta emoción. Helena Muñoz Larreta fue una mujer que estableció vínculos muy sensibles con la poesía. Alcanzó cimas muy altas. Y a través de ella dejó registrado para siempre el profundo amor que sintió por Eduardo.


 Eduardo Mallea no regresó desde su juventud a Bahía Blanca. Helena vino tras la muerte de su esposo --de la que se cumplirán treinta años en noviembre-- cuando a una escuela local le pusieron el nombre del gran escritor bahiense.

Rubén Benítez



Soneto de fe y amor










  A Eduardo

Sin ti qué fuera de la luz del día del prado, el mar, el aire que amo tanto,
de mi alegría de mi desencanto de mi canto interior y mi poesía.

Qué haría yo sin ti, amor, qué haría en los días de lucha y de quebranto,
serían y a mis sueños solo llanto,
no habría despertar y moriría.

Por eso cuando llegas a la tarde me refugio en tu fuerza, soy cobarde y me vuelvo pequeña y desvalida.

Y al sentirte a mi lado en la mañana me siento amor tu madre, y soy tu hermana y doy gracias al cielo por tu vida.



A Eduardo

De la fuerza de amor ya hablar no puedo pues es tanto de ti lo que me lleva,
que no hay medida que a medir se atreva las dimensiones de este largo ruedo.

Madejas enredadas que sin miedo se van de ti a mí en alegre prueba,
en la viva emoción que nos eleva a las alturas del más puro credo.

¿Quién esta fuerza a mi querer le ha dado que ha quedado en mi pecho sepultado y no puedo medir ya lo que siento?

Nacido estaba en ti, y en mí ha crecido,
sembrado está en mi alma y florecido como semilla que no lleva el viento.

Helena Muñoz Larreta


Hace 75 años

Bahía Blanca en una pasión histórica

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 Hace 75 años el escritor bahiense Eduardo Mallea daba a la luz una de las obras más trascendentes del pensamiento nacional: Historia de una pasión argentina, que abría sus puertas a la reflexión con el recuerdo de la Bahía Blanca de su infancia, en los primeros años del pasado siglo. Fragmento que reproducimos a continuación.





 Yo casi no tuve infancia metropolitana. Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico. A los pocos días me estaría meciendo, como un juguete torvo de quién sabe qué paternidad tutelar, el sordo y constante ruido de las dunas --cada segundo desplazadas--, el clima versátil del país, el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital; mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila. Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano. Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Este, imaginativamente, era para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblado, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había que cobrar, tomaba; si había que dar, se abría; a los doce años empecé a saber lo que significaba aquel afluir de gente pobre a su consultorio: venían a mirarlo en silencio y a confiarse a él; a veces traían unas aves, otras no traían nada, sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura, venían a pedir consejo.


 El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas, solo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar sus arenas. Solo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica. Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación. Ni una pradera en torno a la ciudad; ni colores ni sol durante días y días, sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris; la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina, luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver a sus enfermos. El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia toda en su calor, mientras fuera soplaba la tormenta. Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde fuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de la provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía, en aquellas latitudes, al páramo, al viento, a la arena".