Vivir de ilusiones
Se ha dicho que el hombre no debe vivir de ilusiones o que debe aprender a no ilusionarse; algo así como si debiéramos perfeccionarnos mediante el ejercicio de cierto arte gracias al cual llegásemos a evitar la ilusión.
Adiós, entonces, al "sueño con esto" o al "sueño con aquello"; adiós a la esperanza de alcanzar algo.
Desde luego que hago referencia a las cuestiones normales que pueden constituir el objeto de una ilusión y no a temáticas que sólo pueden quedar en el mundo de lo fantástico; por caso, volar sobre un dragón que escupa fuego.
Y en el campo de lo normal, de lo entendible, de lo comprensible y querible por el común de los humanos, no pienso sea desacertado, contra lo que muchos pretenden, sostener que vivimos de ilusiones y que, incluso, es algo aceptable y bueno.
Se ilusiona el padre con el deseo de ver aprobado a su hijo en los estudios; se ilusiona el hombre en la conquista de una mujer; se ilusiona el investigador al estar por arribar a una fórmula no descubierta; se ilusiona el niño cuando le prometen un juguete; se ilusiona el explorador con que el día de mañana estará soleado para la excursión; se ilusiona el docente a la espera de que sus alumnos obtengan buenos resultados en los exámenes; se ilusiona el que algo regala con el anhelo de que el regalo cause agrado; se ilusiona el competidor soñando con alcanzar el primer lugar; se ilusiona el viajero deseando ver el sitio del que tanto le hablaron y que ahora tiene la dicha de poder visitar; se ilusiona el universitario con alcanzar algún día el título que lo habilitará para su profesión.
Es llamativo que quienes aconsejan no ilusionarse (o, yendo más lejos, manifiestan su total descreimiento sobre el particular) no temen confesar con asiduidad su descontento ante situaciones enojosas o adversas: "mi hijo me desilusionó", "fulana no era lo que pensaba", "me desilusionó la investigación", "tal lugar fue una total desilusión". Y la pregunta que se impone frente a las expresiones expuestas o análogas no puede ser más evidente: ¿No es preciso, primero, estar ilusionado, para caer, luego, en la desilusión? Nadie se desilusiona por cosas respecto de las cuales antes no estuvo ilusionado.
La ilusión es un motivo que tiene el espíritu del hombre para estar alegre; desde luego que sólo se dará esa alegría cuando se trate de ilusiones sanas y no de cosas banales y caducas, donde, al poco de darse (si es que se dan), sólo dejan vacío y descontento.
Hay ilusiones que dan vida y hay ilusiones que llegan a matar; y por este último camino o siguiendo aquel otro que, simplemente, pretende no vivir jamás de ilusión alguna, el espíritu se congela, pierde vitalidad y tiende a no ser cielo, sino polvo; deja de elevarse para estancarse; no sube, sino que baja; no vive en la alegría, sino en el pesimismo.
No querer vivir de ilusiones es transitar los días existenciales en una falsa ilusión, a saber: que la vida puede ser feliz sin ilusiones.
Tomás I. González Pondal es abogado; reside en Buenos Aires.