Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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La Virreina de Lemos, mucho antes que Isabel y Cristina

Ana y Pedro escucharon con atención cada una de las instrucciones, tomaron nota de los pedidos y recomendaciones, y agradecieron con una reverencia los deseos de buen viaje y mejor suerte. Sin abandonar la solemnidad, él se acercó unos pasos al trono, volvió a reclinarse y recibió en sus manos la Cédula Real.

 Ana y Pedro escucharon con atención cada una de las instrucciones, tomaron nota de los pedidos y recomendaciones, y agradecieron con una reverencia los deseos de buen viaje y mejor suerte. Sin abandonar la solemnidad, él se acercó unos pasos al trono, volvió a reclinarse y recibió en sus manos la Cédula Real.


 En ese mismo momento --12 de junio de 1667-- la reina Mariana de Austria decretó que ya no eran Ana y Pedro. Habían pasado a ser Doña Ana Francisca Hermenegilda de Borja y Doria y Don Pedro Antonio Fernández de Castro Andrade y Portugal.


 Eran los nuevos virreyes del Perú.

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 Cinco meses más tarde arribaron al puerto del Callao, ante la expectativa de una multitud de funcionarios, religiosos, soldados y curiosos, que llegaron hasta la costa para conocer y presentarse ante los nuevos mandatarios.


 Entre cañonazos de saludo, el matrimonio virreinal y sus dos hijos pisaron tierra firme el 9 de noviembre. El primero en recibirlos fue Bernardo de Iturrizarra, quien estaba al mando interinamente, como presidente de la Real Audiencia de Lima, el máximo organismo judicial de la época.


 El traspaso del mando se realizó el 21 de noviembre y, el virrey no necesitó demasiado tiempo para comprender cuál era el primer desafío: erradicar los disturbios, cada vez más violentos, por los derechos en las minas de plata de Laicacota, en la región del Puno.


 Pronto decidió que debía partir hacia aquellas regiones para disciplinar a los explotadores. Y entonces, en la noche del 31 de mayo de 1668, escribió: "Por cuanto las inquietudes del Puno se han continuado con gran menoscabo de la Hacienda Real (...) tengo resuelto ir a aquel asiento a aplicar el remedio conveniente...".


 "En consideración de algunos justos motivos que tengo (...) elijo y nombro a mi mujer para que, en mi nombre, y representando mi propia persona resuelva y determine todos los negocios y causas de gobierno y guerra con la misma facultad que yo lo puedo, sin limitación alguna...".


 El texto, breve, abría las puertas a una situación inédita hasta entonces: a casi 176 años del desembarco en las Indias, por primera vez se confiaban los destinos de un territorio colonial a una mujer.


 El virreinato del Perú --del que formaban parte los actuales territorios de Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Paraguay y Uruguay, además de algunos zonas de Ecuador y Brasil-- quedó así en manos de Doña Ana durante cinco meses, entre el 7 de junio y el 2 de noviembre.


 Y el suyo no se trató, precisamente, de un gobierno protocolar.

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 Todo hacía suponer que los siguientes meses traerían pequeñas treguas. Pero todo cambió el 31 de agosto, cuando un chasqui proveniente de Panamá llegó al palacio Real: el pirata inglés Henry Morgan había atacado y saqueado el Porto Bello, en la región del istmo, y avanzaba hacia el sur.


 La virreina no dudó. Promulgó un bando por el cual ordenaba a todos los habitantes que denunciaran sobre cualquier actividad corsaria, so pena de traición. También dispuso el refuerzo de toda la costa del Callao, con barcos equipados, tropas y cañones apuntando hacia el horizonte.


 Y finalmente convocó a un Acuerdo de Hacienda, donde anunció el envío de armas, municiones, alimentos y dinero al devastado Porto Bello, a fin de prevenir una segunda agresión.


 Los temidos piratas de Morgan no llegaron a consumar su ataque en costas peruanas. Pese a su fama maldita, los ingleses fueron disuadidos rápidamente por la armada real dispuesta especialmente por la virreina.

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 Con tan sólo 29 años, Ana de Borja había demostrado un liderazgo y autoridad que sorprendió a todos. Por eso nadie se atrevió a discutir sus siguientes medidas de gobierno: estableció topes en los precios de la cera, forzó a todos los ciudadanos franceses a declarar sus bienes y propiedades, y salvó de la horca al fraile Núñez, sospechado de espía portugués.


 Su reputación cruzó pronto el Atlántico, al punto que la reina Mariana decidió enviarle una provisión real para agradecerle sus servicios y ayudas en las dominios peruanos.


 El virrey regresó, finalmente, de sus propias aventuras en el Puno. Recibió los atributos del mando y escuchó con interés todos los pormenores limeños. Debe haberse sentido orgulloso y feliz.


 Poco más de nueve meses más tarde nacía Rosa Francisca, la cuarta hija del matrimonio.

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 Tuvieron que pasar 305 años, siete meses y 29 días para que otra mujer rigiera los destinos del territorio argentino. Pero la historia de María Estela Elisa Martínez Cartas de Perón resultó bastante menos heroica que la de su antecesora.


 Y esa vez el villano no fue un pirata ávido de riquezas ajenas; ni siquiera estuvo en el bando opuesto al gobierno. Tres siglos después, el encargado de administrar el peligro fue un oscuro astrólogo devenido en ministro de Bienestar Social, por una esas perversas alquimias que suelen forjarse en el gran laboratorio nacional.

Detrás de todo hombre




 La recurrente mención a Ana Perichón, Mariquita Sánchez de Thompson, Juana Azurduy, Macacha Güemes, Encarnación Ezcurra y su hija Manuela Rosas como protagonistas directas del embrión político argentino en la primera mitad del siglo XIX, contrasta notoriamente con el rol que ocuparían las mujeres en las siguientes décadas, hasta la irrupción de Eva Perón.


 Casi todas las allegadas al poder tuvieron un papel difuso, con contadas excepciones como Alicia Moreau de Justo, Regina Pacini de Alvear y Victoria Ocampo. Basta con repasar los nombres de aquellas primeras damas para certificar su escasa influencia dentro de las estructuras del poder.


 Ese listado incluye, entre otras, a Modesta Cossio de Derqui, Carmen Nóbrega de Avellaneda, Clara Funes de Roca, Eloísa Funes de Juárez Celman, Carolina Lagos de Pellegrini, Cipriana Lahitte de Sáenz Peña y Leonor Tezanos de Uriburu.


 Poco se modificó con el cambio de siglo: Susana Rodríguez de Quintana, Mercedes Bouquet de Figueroa Alcorta, Rosa González de Sáenz Peña, Ana Bernal de Justo, María Luisa Iribarne de Ortiz y Delia Luzuriaga de Castillo conservaron el bajo perfil.


 Sin embargo, luego de la revolución que supuso Evita, las esposas presidenciales retomaron el silencio, como quedó demostrado con Mercedes Achával de Lonardi, Elena Faggiorato de Frondizi, Pura Areal de Guido, Silvia Martorell de Illia, Ileana Bidart de Lanusse y Georgina Acevedo de Cámpora.


 El desafortunado paso de María Estela Martínez de Perón por la Casa Rosada condicionó, sin dudas, los gestos de Lorenza Barbechera de Alfonsín, de quien muchos apenas si recuerdan su rostro en alguna ceremonia oficial.


 Sin embargo la tendencia comenzaría a revertirse a partir de la consolidación democrática, multiplicando los ámbitos de expresión política femenina: Elba Roulet llegó a la vicegobernación bonaerense, Adelina D'Alessio de Viola, María Julia Alsogaray y Gabriela González Gass ingresaron al Congreso, y Zulema Yoma de Menem exhibió nuevos bríos dentro de un matrimonio presidencial.


 Ya en la década pasada, el perfume de mujer se hizo habitual en los pasillos institucionales: fue el turno para Graciela Fernández Meijide, Hilda González de Duhalde, Elisa Carrió, Patricia Bullrich, Graciela Caamaño e Inés Pertiné de De la Rúa.


 Sin proponérselo, entre todas, pavimentaron parte del camino de acceso para que Cristina llegara a ocupar el sillón más famoso de la Casa Rosada.


 Desde entonces, y más allá del cupo estipulado por Ley, las mujeres lograron equiparar su actividad en la gestión pública. Margarita Stolbizer, Gabriela Michetti, María Eugenia Estenssoro, Alicia Kirchner, Felisa Micheli, Fabiana Ríos y Mercedes Marcó del Pont, entre otras, se encargan de darle cada día un toque de rouge a la pálida piel de la patria.

La otra pionera. Aunque muchos sostienen que la gobernadora de Tierra del Fuego, Fabiana Ríos, es la primera mandataria provincial de la historia argentina, ese título honorífico le corresponde, en verdad, a María Eulalia Ares de Vildoza, que asumió la gobernación catamarqueña el 17 de agosto de 1862, por un lapso de doce horas.




 La provincia estaba en manos de Moisés Omil, quien había derrocado a Ramón Rosa Correa y ordenado el destierro de sus principales partidarios, como José Domingo Vildoza, el marido de Eulalia.


 Frente al ataque a su familia, decidió reunir a una veintena de mujeres --entre amigas y parientes-- para organizar un improvisado escuadrón libertador: consiguieron armamento en Santiago del Estero, se vistieron con ropas de hombre, y tomaron por asalto la casa de Omil. En pocos minutos lo convencieron sobre los beneficios de firmar la renuncia.


 De inmediato, Eulalia asumió la titularidad provincial. En su breve gestión, revocó el destierro de su marido y el resto de los partidarios de Correa, y convocó a una Asamblea Popular para designar a un gobernador interino, que sería Pedro Cano.


 Con la sensación del deber cumplido, regresó a su vida cotidiana, desplegando tareas de beneficencia hasta su muerte, el 18 de junio de 1884.

Mariano Buren/"La Nueva Provincia"