Negocios que ya no son - Parte II
"... si sos los único en la vida,
que se pareció a mi vieja.
En tu mezcla milagrosa
de sabiondos y suicidas,
yo aprendí filosofía,
dados, timba y la poesía
cruel, de no pensar más en mí"
Estos versos de la inolvidable pieza "Cafetín de Buenos Aires", escrita por Enrique Santos Discépolo y con música de Mariano Mores, nos traen a la memoria aquel viejo universo de humo y alcohol propiciador de las más duraderas amistades masculinas, el bar.
Ese bar único e inmemorial en cuyo interior millones de argentinos pasaron millones de horas de sus vidas, bebiendo millones de hectolitros de bebidas espirituosas, fumando millones de cigarrillos y gastando millones de patacones, pesos moneda nacional, pesos ley 18.188, australes y pesos.
Ese bar, que independientemente de las épocas, las arquitecturas y las culturas citadinas, prácticamente no mostró grandes diferencias en su estructura.
Un barra con un cliente acodado cual mojón etílico, desde donde el dueño domina todos los hilos que mueven a las marionetas bebedoras, con una máquina de café express y algún elemento vidriado para guardar medialunas, unos pebetes de jamón y queso y los infaltables maníes.
Unos muebles donde descansan botellas de todo tipo, tamaño, color y contenido. La heladera industrial. Algún que otro cuadro, mesas, sillas, ventiladores de techo.
Una puerta que conduce a una siempre misteriosa habitación y amplios ventanales al frente o los laterales desde, según la perspectiva de quien mire, se ve avanzar al tiempo, o detenerse.
Y el mozo, estoico caminante de senderos imaginarios, ora equilibrista de una bandeja sostenida en lo alto con apenas tres dedos, ora limpiador armado de un repasador que esgrime para las migas o las moscas.
Los bares rosaleños, los evocados anteriormente y los que, por olvido involuntario o por desconocimiento no fueron mencionados. Como El Fortín, de los hermanos Pintore, que abría sus puertas en la intersección de Mitre y Roca. O el otro El Fortín, lugar de paso inevitable si se cruzaban las vías del ferrocarril por Saavedra para ir a Ciudad Atlántida.
Como los que algunos memoriosos ubicaban en Paso y Urquiza --antes de que en ese local comercial funcionara la representación de los lubricantes Molykote--, y en Brown y Paso, al que para entrar había que subir una incómoda escalerita. Como el atendido por el jorobadito De Noia, en Rodríguez Peña y Luiggi.
Como los de Aquelao Sánchez y de Miguel Leoz, asilos de los parroquianos de Villa Arias. O el que hacía lo propio en el local de la Sociedad de Fomento Villa del Mar. El de la pensión de Julio Jalil y el del Hotel Argentino, de Manuel Rodríguez, ambos de Bajo Hondo. Como el de los almacenes de Brusa y Bassetti, y de Inés V. de Mochetti, en Arroyo Pareja.
También merecen su espacio evocativo aquellos comercios proveedores con anexo denominado "despacho de bebidas" en los que, por si acaso, se hacían catas preliminares, un poco para conocer el producto y otro poco para mojar la garganta entre compras, cargas y descargas.
Los más visitados eran Casa Braulio, en 9 de Julio y Brown; El Atlántico, de los hermanos Merino, en Colón y Rivadavia; Avenida Colón, en Alberdi y la calle homónima; La Parada, de Abdón Martín, en Irigoyen y Espora; Casa Pérez, Rosales 383; La Unión, de los hermanos Cardelli y con número telefónico 87; Córdoba, en Urquiza 482; Labarthe, de Antonio Labarthe, en Humberto y 11 de Septiembre; y Casa Stortoni, Pellegrini 228, T.E. 16, concesionario de Nueva Cervecería Argentina y de aguas gaseosas.
También se recuerda a Palomo, en Rivadavia y Buchardo, de Antonio Giumelli; a El Altense, de Angel Pichel, famoso por su cancha de pelota; el de los hermanos Giacomelli, concesionario de la cerveza Palermo y especializado en champagne.
El de Miguel Munafó, mayor surtidor de bebidas blancas, en Dorrego 43; el de los hermanos Gómez, en Murature y Rivadavia; el de Domingo Mussini, en Luiggi al 440, al que había que discar el 55 para los pedidos.
También estaban los depósitos de vino El Río Negro de A. B. Saavedra, en Colón 241; La Vendimia, de Monteverde Hnos. y Cía, en Brown 381; y el de dos derruidos edificios, uno en Alem, detrás de la ex Estación Solier y el otro en San Martín al 1200, enfrente de la Iglesia Cristo Rey.
No podían estar ausentes en esta nómina las fábricas de soda y de bebidas gaseosas como la de Juan Staltari, en Pellegrini 1160; la de R. Andrade en Murature 674, concesionaria de la cerveza Buenos Aires; la de los hermanos Ferro, en Murature 358, T.E. 6; y la que funcionó en Villa Mora con el nombre de San Cayetano, auspiciante de un exitoso equipo de fútbol infantil.
Finalmente, y como no podía ser de otra manera, no se puede dejar de mencionar a la fábrica de hielo de los antedichos hermanos Ferro.
Esta incompleta lista de referencia intenta homenajear a aquellos lugares de nuestra patria chica en los que, entre saludables libaciones --y otras no tanto-- y algún que otro entrevero (¿por qué negarlo?) se gestó gran parte del entretenimiento de miles de rosaleños.