EL DIA QUE NUNCA OLVDARE HOY: SILVIA ARAMBARRI. "Mi reino por un caballo" (Ricardo III)
Desde que a los tres años su papá la subió a un caballito manso en la estancia La Martita, de Adrián Inchauspe, Silvia no dejó de contemplar la vida con la perspectiva que le brindó esa estatura.
Se llamaba Clavelito, y al sentir el suave peso de la niña intentó dar unos pasitos de agradecimiento. "Mi papá había ido a buscar una lezna para achicar el estribo. Me asusté y comencé a gritar. El, sin preocuparse, me dijo quedate tranquila, es muy mansito. Yo lo entendí y esa tranquilidad creo que me duró toda la vida".
Significó para Silvia la paz y su manera de expresarla reflejada en el caballo y en el pródigo entorno de la existencia rural. Y aquel primer caballo fue quizás siempre el mismo, pero diferente y múltiple, que se asomó a las telas de sus cuadros. Y a las de su corazón.
Mucho de eso se lo proporcionó el legado de los genes. Su padre, don Juan Carlos, llevaba el campo en las entrañas. Lo traducía en sus hábitos y lo expresaba en su indumentaria criolla que nunca lo abandonó: botas, bombacha, chambergo. Era comprador de hacienda para la CAP. Tarea que, con sus constantes incursiones en la tierra y su trato afable con el paisanaje, le permitió meterse en las intimidades de la pampa.
Transcurrían las horas en la zona de General Belgrano, junto al Salado. Campo blando, sin piedra blanca, que incitaba a galopar. Empezaban a extinguirse los viejos usos telúricos. Los arrieros transitaban las últimas leguas y las virtudes ancestrales caían en la vertiente de su ocaso.
La familia de Juan "Biyo" Arambarri ya se había venido a Bahía, iban a pasar las vacaciones a General Belgrano, donde Silvia aqulató sus primeras vivencias de ranchos, estancias y hombres esculpidos por aquellas solitarias latitudes del cielo y de la tierra.
Allá, en el pueblo, sobrellevando con austeridad monacal el esfuerzo de criar diez hijos, se habían instalado los abuelos. Los únicos abuelos que Silvia conoció.
--Me enorgullecía escuchar que los postes del telégrafo --el gran progreso de época-- habían sido colocados por mi abuelo Vicente, junto con un amigo, sin máquinas, haciendo gala de su fuerza.
"Siempre estaba alegre. Eran muy pobres, pero la casa de General Belgrano encerraba un mundo mágico, muy feliz. Tenían una cocina a leña y una vieja radio capilla. Bajo el alero del patio colgaba la fiambrera.
"A la mañana, temprano, me despertaba el ruido que hacía el abuelo con la bomba, para lavarse, mientras entonaba canciones italianas, con una impecable voz de bajo que escuchaba todo el barrio. "Después llamaba a las gallinas para darles de comer: Papapapapá prr rrrr., papapapá prrrrrrr. Me parecían escenas cargadas de reminiscencias arcaicas.
"En el fondo del terreno el abuelo cultivaba una quinta, inmensa, prolija, que regaba con la bomba. Al recorrerla me producía una sensación de placer, como si entrara en un paraíso.
"A la tarde, se sentaba a la puerta y yo le pedía que me dejara peinarlo, cosa que él aceptaba con santa paciencia, mientras miraba pasar la gente y saludaba con efusividad. 'Addio, signora, buona tardes. No sé quien è pero hay que saludar a todos, nena. E buona gente. Acordate, tené que saludar a todos', me enseñaba con un vocabulario 'bilingüe' que no había logrado desprenderse del idioma natal.
"Era muy sabio. Mi padre nos contaba que había comenzado a visitar su casa por la amistad que tenía con uno de sus hijos, Jorge. Hasta que un día el abuelo le dijo:
--Ma vo no vení per il Jorge... vení per la Lucía.
"El abuelo había emigrado de muy joven y apenas recibía noticias de su familia siciliana. Una vez le llegó una carta con una fotografía y, como único texto, dos frases: "L'alto è fulano, il basso, mengano".
"La abuela era de otro carácter y de salud precaria. Cuando ella murió, el abuelo perdió su entusiasmo por la vida. Seis meses después, el mismo día, murió él".
* * *
Don Vicente había acertado en cuanto al interés de Juan por Lucía. Se casaron y al tiempo se fueron lejos, a trabajar en el campo. Juan sabía mucho de ganadería pero no tanto de agricultura. Ahí predominaba esto último y un día se quedó sin trabajo. Entonces lo llamó don Rodolfo Aguerre, propietario de unas cuantas hectáreas en la región, y le ofreció una ocupación bien remunerada. Ante tanta generosidad, Juan malició que el hombre podía haber mirado con malos ojos a su joven y bonita esposa. Don Rodolfo le adivinó la duda y le contó una historia.
--Allá por el 20 se produjo una gran inundación y yo tuve que sacar los animales del campo. No sabía a dónde llevarlos. Paré en una estancia y le pregunté al dueño si me dejaba meter la tropa hasta que se fuera el agua. Me dijo que la metiera nomás. Le aclaré que ya arreglaríamos el precio y respondió que no había apuro. Cuando saqué los animales y pude venderlos en Palermo, volví para pagarle. Me dijo que no le debía nada. 'Si alguna vez yo, o un hijo mío, necesita su ayuda, me devuelve el favor', agregó. Esa estancia era San Bernardo...
--La estancia San Bernardo... Entonces ese hombre era mi padre --dijo Juan.
--Así es. Por eso te ofrecí el trabajo.
* * *
Juan y su mujer prefirieron rumbear para Bahía Blanca con su hija, Silvia, que tenía apenas un año. Acá Juan se afianzó en la CAP. Era especialista en ovinos. A ojos podía calcular el peso, la calidad de la lana y el estado del animal.
En aquellas tareas de fáciles tejes y manejes con el dinero fue hombre de proverbial honestidad.
--Cuando en las vacaciones volvíamos a General Belgrano, mi padre me llevaba a los campos donde conocí personajes inolvidables --recuerda Silvia.
Personajes que ya figuraban en la lista de los últimos criollos auténticos. Entre ellos Borges, un segundo Borges, que no era el de los arrabales porteños sino más bien un Segundo Sombra.
--Don Borges hacía vida de solterón. Tenía un rancho de adobe con piso también de adobe muy pulido, pintado de rojo. De joven alcanzó fama de notable pialador a campo abierto. Mi padre lo visitaba con su gran amigo, Adrián Inchauspe. Cuando salieron las radios a pila le regalaron una. Al tiempo fueron a verlo y me llevaron. Le preguntaron cómo andaba la radio. 'Bien --respondió-- siempre escucho a la Violeta Rivas'. Pero puede cambiar la emisora, le aclararon. 'No, a ver si daño a alguna persona que anda ahí o le enriedo los rulos a la Violeta'.
"Yo era una criatura y me sorprendió la inocencia de aquel hombre que imaginaba un vínculo directo entre su aparatito y los protagonistas de los programas".
A este don Borges --igual que a su tocayo-- le gustaba emplear palabras llamativas, y si por ahí le preguntaban sobre el estado de las vacas, se le ocurrían respuestas impensadas, como: "Se me da que andan muy monótonas".
--Otra vez me llevaron a lo de Wenceslao Molina, quien durante hacía muchos años convivía con una mujer. Querían convencerlo de que se casara con ella. Durante el asado alguien sacó a relucir la idea.
---¡Qué! --reaccionó con malicia Wenceslao--. ¿Cómo me voy a casar si yo no me he casado nunca? Y menos con esta mujer. Si querés casarme tráime una piba de veinte.
Wenceslao había sido famoso por su destreza para cazar avestruces. Nadie lo igualaba. Una vez en las barrancas del Salado boleó tres de un galope, y con tiros de dos bolas, no de tres, que es más fácil.
"Otro gran amigo de mi padre era el capataz de tropa Domingo Güida, a quien solía acompañar en sus arreos. Terminó viviendo en General Belgrano. Un día fuimos a su casa y lo sorprendimos cazando, con un cajón apoyado sobre una varita sujeta por una cuerda, de la que tiraba para atrapar al pájaro que iba a comer.
--Biyito, ya coligiaba yo que estabas al cáir --dijo al recibirnos. Don Güida pronunciaba esas mismas palabras cada vez que llegaba mi padre".
Era imposible evitar cierta tristeza al contemplar cómo el viejo centauro de la pampa, capaz de conducir las tropas por interminables extensiones, finalizaba sus días cazando pajaritos en el patio.
Las respuestas del cielo y de la tierra
Cuando iba a primer grado, Silvia dibujó en su cuaderno un caballo en el que no solo reproducía su forma sino también, nítidas, las líneas de su anatomía. Además, a cuanto papel en blanco surgía ante su mirada lo llenaba de dibujos. No se salvaban ni los márgenes de los diarios y las revistas. Desparramaba sobre ellos caballos, ranchitos y gauchos. Hasta que sus padres, al advertir el don natural, decidieron mandarla a estudiar con las profesoras de dibujo María Luisa Recondo y Susana Martínez. En su juventud, se perfecionó con Aurelio Friedrich y Antonio Triano.
Eran los años en que la familia asistía al Club de Equitación, en el Parque de Mayo, y ella soñaba con tener un caballo de verdad, propio. Le habían prometido un tordillo, que no llegaba nunca. Un día se asomó al box donde su padre acariciaba a un pingo recién traído en camión desde Dorrego.
--Es mansito --le dijo el padre--. Ponele el bozal.
Ella le puso el bozal y confirmó: es muy manso.
--¿Te gusta?... Es tuyo.
Así ingresó en su vida el "Tordo", compañero de inolvidables andanzas por campos y caminos rurales. Una vez que salieron juntos, su padre le dijo:
--¿Sabés qué aprovecho yo a hacer cuando ando a caballo?... Rezo. Rezá vos también, que te va a ayudar.
"Y recé, pero sin demasiada fe. Mi madre también me pedía que no me durmiera sin antes rezar".
* * *
Silvia comenzó a estudiar Psicología en el Juan XXIII y como no podía comprar los libros, Rita Giner, dueña de la librería Cosmos, le ofreció dárselos a cambio de pinturas de caballos.
--Al tiempo, Rita me comentó que un distribuidor de tarjetas postales de Navidad quería que le hiciera unas ilustraciones sobre la Misa Criolla.
"Preparé varios temas y desde entonces trabajé mucho tiempo para él.
"Una de esas tarjetas, que tenía mi firma, se la envió un judío a su amigo, el cura Mamerto Menapace. A Mamerto lo conmovió el tema de un criollo arrodillado ante el lucero de la mañana. Con su habitual sentido del humor y su profunda religiosidad decía que el lucero de la mañana y el lucero de la tarde son los dos lagrimones que soltó Dios cuando María le dio el sí.
"Por casualidad, en esos días Enrique Arambarri, pariente mío, visitó el monasterio benedictino de Los Toldos, donde Menapace es Abad.
"Tras saludarlo, el padre Mamerto ('Soy Mamerto, pero no ejerzo', afirmaba riéndose de sí mismo), mostrándole la tarjeta con mi firma junto al dibujo, le dijo:
--¿Vos sos pintor?
--No, pero sé quién pintó eso.
"Enterado del origen de aquella pintura, el padre Mamerto le preguntó a Enrique sobre la posibilidad de que yo ilustrara sus libros.
"A su regreso, Enrique me trajo un ejemplar de Un Dios rico en el tiempo, que Menapace me enviaba como regalo.
--¿Quién me manda esto? --le pregunté.
--Dios --me respondió.
* * *
En adelante, Silvia ilustró casi todos los libros del célebre abad benedictino.
"Yo seguía rezando, como hábito, pero lo hacía mecánicamente, hasta que viví una experiencia transformadora.
"En 1987 mi segundo hijo sufrió un cuadro diarreico muy grave. El médico, que lo atendió un domingo, decidió hacer a la mañana siguiente una consulta con especialistas del Penna. Yo veía que mi hijo se iba por los pañales. Esa noche estaba desesperada, mi madre se había quedado dormida en un sillón.
"Yo me puse a rezar con profunda angustia y, sin ver ninguna imagen, escuché una voz muy nítida que me decía: 'No te preocupes, yo me hago cargo de la salud de Ignacio'. De inmediato sentí una absoluta tranquilidad. La desperté a mi madre y les comenté a ella y a mi esposo lo que me había pasado.
"A la mañana, Ignacio estaba mucho mejor. Desde ese momento tuve una mirada nueva para todo. Nunca más me sentí sola.
"Lo primero que hice fue escribirle al padre Mamerto, y él me contestó:
"Querida Silvia...Me impresionó lo que me comentás sobre lo vivido espiritualmente por vos, pero no me extraña. Lo veo muy frecuentemente. Creo que recurrimos demasiado poco a la oración, de la que se dice que es la fuerza de los hombres y la debilidad de Dios... Dios nos ama más de lo que vos nunca podrías amar a tus pequeños... Pero esto no excluye el dolor ni el sufrimiento, que forman parte de la cuota de esta vida".
La experiencia fortaleció y enriqueció a Silvia también en el camino del arte. La iconografía rural fue su respuesta a las gratificaciones y a las certidumbres de la vida. El don heredado se convirtió en una oportunidad para profundizar en lo bello y lo sublime de la naturaleza y el ser. Es parte de la oración grata a Dios.
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Volviendo al "Tordo" --para no dejarlo en el camino del olvido-- digamos que mereció el epílogo de una plácida vejez en la paz del campo. Lo llevaron a la estancia de Perico Romera, en Alférez San Martín. Cada caballo tiene su temperamento --lo traduce en sus relinchos, en sus bufidos, en el movimiento de sus orejas-- y el "Tordo" era pura expresividad.
Ahí lo dejaron. Una semana después volvieron a visitarlo. El "Tordo" se había amadrinado (amigado) con un oscuro y recorrían, siempre juntos, los potreros. Lo vieron por allá lejos, se acercaron y lo llamaron: ¡"Tordo", "Tordo"!
El "Tordo" escuchó la voz amiga como un disparo, agachó las orejas, que se le pegaron a la cabeza, y sin volver la mirada, se alejó, resoplando. Manifestaba de ese modo su pesar y su disgusto por lo que, seguramente, sus afectos consideraban un inmerecido y doloroso exilio.
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Los lazos con General Belgrano no se cortaron nunca. Casi treinta años después de morir el abuelo Vicente, apareció en aquella ciudad una mujer desconocida que acababa de cruzar el Atlántico. Venía de Sicilia: Rosa. A través de Internet se había enterado de que en ese lugar había vivido su tío abuelo Vicente Licitra y quería conocer a sus descendientes.
--Nos reunimos con ella y nos contó la historia de nuestros ancestros y algo más sobre el abuelo Vicente. Supimos que la madre no se había resignado nunca a su partida. Al principio esperaba cada día su regreso. Pero, pasado el tiempo, sumida en la tristeza, solía repetir llorando:
--Vicente no vuelve más.
Ese era casi siempre el rostro oculto de la conmovedora saga de los inmigrantes. El rostro que nosotros, desde aquí, nunca pudimos ver.
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La obra de Silvia Arambarri ha adquirido un prestigio cultural trascendente por su perfecta técnica, su sensible captación y su íntima expresividad. Constituye una traducción personal de la realidad inasible de los campos, repleta de connotaciones afectivas. Sus padres murieron en la misma forma que sus abuelos, tras sentir uno la ausencia del otro. Ella vive con su esposo Carlos Alberto y sus hijos Francisco, Laureano, Ignacio y Manuel. Ignacio y Manuel heredaron su vocación por la pintura.
Rubén Benitez
Leyendas:
Con don Domingo Güida.
1947: Juan Carlos Arambarri y su esposa Lucía.
Silvia con su esposo Carlos Alberto López y sus hijos Francisco, Laureano,Ignacio y Manuel.
1962: Silvia, en el Parque de Mayo.
El abuelo Vicente Licitra.
Don Juan Arambarri.
Cuadros:
Después del aguacero.
Dorado y manso silencio.