Cuando un gigante pisó Punta Alta
Abril suele ser un mes recurrentemente aludido por los poetas y trovadores. "Era en abril..." entonaba el rosarino Juan Carlos Baglietto para contar una triste historia. Alex Ubago reniega de las lluvias de abril.
Uno de los boleros más eróticos, Derroche, reza "que no acabe esta noche ni esta luna de abril para estar en el cielo no es preciso morir". Un aedo puntaltense hace lo propio para escribir un desencuentro: "... germinabas un abril celeste y orbital / un abril telúrico y aciago me surcaba cicatrices..."
Empero, para esta evocación sabatina aludiremos a un abril alejado de toda intención poética.
Cálida, no calurosa, noche de abril de 1986. La del 25 para ser exactos. La incondicional y siempre bullanguera hinchada de Sporting se apilaba, no en el cemento del Mendizábal, sino en otro cemento techado para alentar a los colores sangre y luto amados.
Esa noche los portadores de la rojinegra no vestían botines con tapones ni arremangaban la casaca. Se imponían las zapatillas, tipo bota y con lengua larga, y la musculosa, que dejaba ver precisamente músculos y sudor.
Porque se trataba de un partido de baloncesto correspondiente a la entonces denominada Liga B Nacional, clasificatorio para la primera división de la Liga Nacional de Básquetbol. En la cancha del Club Altense, que años más tarde se entronizaría con el nombre de Armando Traini.
En los diferentes e intensos momentos de la contienda participaron jugadores cuyos apellidos quedaron grabados a fuego en las memorias de los hinchas futboleros, entonces devenidos basquetboleros, si se me permite el neologismo.
Mallemaci, Capaccioni, Cintioli, Porta, Pla, Navarro, entre otros. Y un dúo que se les traía y metía miedo. Manuel Forrest, un hombrón, y un morenito frágil para un deporte en el que mandan los altos, Barney Mines.
¡Qué par de pájaros los dos! Hacían un tándem inolvidable, Manuel debajo del aro, en la hoy denominada zona pintada, y Barney, especialista del dribbling, las asistencias y el cesto exquisito.
Adolfo Lista dirigía ese equipo que hoy envidiaría cualquier equipo de la liga Nacional, y entre sus asistentes se encontraba Roberto López, un flaco pelilargo con lentes circulares a la John Lennon, quien oficiaba de intérprete. Con los años se convertiría en el director de uno de los institutos de enseñanza de idioma inglés más grandes del país.
Entre los dirigentes y eventuales aportantes de dinero y especias para la administración de semejante estructura deportiva que recorría el país y llenaba estadios, se encontraban personajes innombrables pero reconocidos en el folklore rosaleño.
Pero volvamos a Altense en esa noche de la cuarta fecha de la Liga B Nacional, en la que un novel periodista que portaba el mote de "Pichi" recogía notas en el piso para LU3 de Bahía Blanca, porque todo lo mencionado anteriormente quedó relegado a un segundo plano.
Esa noche --perdón por la repetición-- el equipo oponente era Gimnasia y Esgrima de La Plata, en donde otrora había descollado un flaco muy largo, un tal "Finito" Hermann.
Las huestes del lobo platense traían nada menos que al "gigante" Jorge González, una inmensa masa muscular en movimiento a quien se le asignaba entre 2,19 y 2,25 metros, o más, de altura. Pera el caso, era lo mismo porque, aseveraban los especialistas, no dejaba de crecer.
Todo en él era desmesuradamente grande. La medida más paradigmática la tomó un chico de la hinchada. En la práctica de precalentamiento, se escabulló entre la multitud, se paró a su lado, se agachó, y apoyó sus manos --sus manitos para la ocasión-- entre el talón y la punta de la inmensa zapatilla derecha.
Manteniendo la medida y sin mover los brazos, volvió a su lugar en la tribuna para sentarse junto a su padre, quien, a ojo de buen cubero, calculó entre 50 y 54 de tamaño. ¡Como para pegar pisotones!
Esa noche el gigante no tuvo una buena noche (siguen las repeticiones). En rigor de verdad, sus noches basquetbolísticas fueron escasamente sobresalientes. Dejó a nuestro baloncesto sin pena ni gloria para probar suerte en el gran país del norte. Terminó casi lastimosamente como wrestler, luchador de catch, una suerte de Martín Karadagián gigante del subdesarrollo.
Sus más allegados aseguran que sigue creciendo mientras deja pasar sus días en el Chaco de sus amores sobre una silla de ruedas que apenas si soporta su tremenda humanidad.
25 de abril de 1986, cuando un gigante pisó suelo puntaltense. El acontecimiento merece un poema, ya no romántico, sino épico.
¡Ah, un detalle obvio! Sporting ganó 103 a 91, y por supuesto el negro Manuel se ganó las ovaciones en tanto que los ¡Ole! fueron para el negrito Barney.