Bahía Blanca | Sabado, 11 de mayo

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Mujeres de la Frontera Pioneras de un lejano progreso

Por Esther Beatriz Serruya La historia de nuestro país, casi desde sus orígenes, se ha enriquecido con los hechos y actos de mujeres que, pese a las condiciones de vida muy duras, o a la imposición de la cultura de sus respectivas épocas, estaban poco menos que inhibidas para actuar de acuerdo a sus deseos.

Por Esther Beatriz Serruya






 La historia de nuestro país, casi desde sus orígenes, se ha enriquecido con los hechos y actos de mujeres que, pese a las condiciones de vida muy duras, o a la imposición de la cultura de sus respectivas épocas, estaban poco menos que inhibidas para actuar de acuerdo a sus deseos.


 Aquellas imposiciones venían de antiguo, la mujer callada y recatadamente en casa, cuidando de sus hijos, manejando el hogar, fueran cuales fuesen sus posiciones dentro de la sociedad: damas de alcurnia o sencillas mujeres de pueblo. Era la consigna y pocas fueron las que se atrevieron a quebrar normas tan férreas.


 Las que lo hicieron dejaron su huella en la historia: algunas fueron protagonistas legendarias y desventuradas en la colonia como la Maldonada; otras, patriotas que, cuando comenzaron a levantarse las alas de la nueva idea de la libertad y a romperse los vínculos con Europa, pusieron empeño notable, sea en sus salones que reunían a lo más granado del intelecto y la política de sus tiempos, sea intrigando y luchando como guerreras junto a sus hombres.


 Nombres luminosos como los de Mariquita Sánchez de Thompson, Macacha Güemes junto a las damas salteñas --fueron varias las que no vacilaron en infiltrarse en las filas enemigas en las luchas por la independencia--, sanjuaninas o riojanas, o por caso, las porteñas de las invasiones inglesas, como Martina Céspedes a modo de ejemplo, todas demostraron en la vastedad de nuestro territorio, coraje, audacia, astucia, gracia, inteligencia o arrojo impensados.


 Cuando comenzaron a crearse los fortines del sur, como endeble avanzada sobre la inmensidad de nuestras llanuras, y asomaron los primeros tímidos asentamientos, detrás de los soldados de frontera, primero, y luego con sus familias, las mujeres comenzaron a transitar las rastrilladas y a formar los primeros núcleos en la soledad. La historia apenas las menciona o las recuerda, salvo algunas que se destacaron como soldados, que las hubo.

La sargento Ledesma




 Una de ellas fue Carmen Ledesma, sargento en el ejército de línea que asumió la aventura de participar en la campaña del desierto. Aquella mujer era negra, obtuvo su grado en el ejército luchando junto a sus hijos --nada menos que quince--, quienes murieron en refriegas con los indios. El último de ellos también sucumbió de la misma forma, aunque Mamá Carmen, como la llamaban sus camaradas de armas, tomó fiera venganza luchando cuerpo a cuerpo con el matador de su hijo, hasta ultimarlo. La historia de la sargento Carmen Ledesma es novelesca y define a las aguerridas mujeres de la frontera.


 Cuando se produjo la revolución de 1874, las tropas destinadas a aquellas soledades fueron llamadas por el gobierno y muchos puestos de frontera quedaron desguarnecidos. Mamá Carmen, sargento primero del Regimiento 2 de Caballería, quedó circunstancialmente a cargo de uno de ellos. La pequeña guarnición estaba, pues, en peligro; allí solo quedaron tres soldados enfermos y sus mujeres. La sargento Ledesma no se amilanó, ordenó que las mujeres se vistieran con los uniformes para simular que todavía había tropas en el fortín --los indios habían sido testigos lejanos de la marcha de la columna-- y como tenía dos pequeños cañones emplazados en el mangrullo, organizó desde ese punto la vigilancia.


 Con dos de las mujeres, también armadas, subió a aquella atalaya de las pampas, y cuando aparecieron los indeseados visitantes los puso en pánico con una descarga cerrada. Acto seguido, con la ayuda de sus improvisados soldados, disparó los cañoncitos; no hubo cuartel, con un coraje increíble montó a caballo seguida por las dos mujeres y persiguió a los atacantes poniéndolos en fuga, luego de capturar a tres indios.


 Cuando regresó al fortín, su comandante, el coronel Lagos, lo encontró intacto y sin bajas, gracias al arrojo de la sargento Carmen Ledesma.


 Empero, no todas las habitantes desperdigadas en aquella inmensidad tuvieron la misma suerte. Desdibujadas en la llanura, su vida transcurrió opaca, agrisada, en los precarios fortines, siguiendo a las tropas destinadas a ellos. En numerosas ocasiones debían trasladarse de una guarnición a otra, y allá iban a la retaguardia, cargando trabajosamente sus humildes pertenencias en los caballos, que montaban con la misma soltura que los hombres.


 Y con ellas sus hijos, bullangueros los más pequeños, criados en un ámbito hostil, siguiendo el mismo destino que sus progenitoras.

Ebelot y sus estampas




 El ingeniero Alfredo Ebelot, uno de los viajeros franceses del siglo XIX, que como sus coetáneos sentía una incuestionable avidez por conocer estas tierras, para ellos enigmáticas y cuasi exóticas, ha dejado plasmadas estampas y escenas muy vívidas y coloridas en su libro La Pampa, en algunos tramos con alusiones directas, inclusive, para la Bahía Blanca de aquel entonces.


 Al referirse a las mujeres que él observó explica: "No puede decirse que las chinas sean hermosísimas. Pero en su flor de juventud son verdaderamente muy monas (sic). Son esbeltas, algo largas, demasiado tal vez. Se tapan con un vestido largo, también, con una especie de forro que revela los contornos delicados del busto y, desgraciadamente, las penurias de las caderas y el pecho".


 Alude más adelante al color de la tez que "es el de una finísima arcilla tostada y bronceada por el sol", acotando que se nota en ellas la cruza de razas. Añade el viajero que "la elegancia delgadita y las formas escasamente rellenas de la china joven se marchitan pronto con la existencia que lleva. Aguanta intemperies y privaciones, de ningún modo fatigas. No tiene otras que la de la maternidad, a la que es aficionada en demasía. No existen en el universo mujeres más fecundas".


 En este punto es preciso reconocer que para un hombre de su época, francés refinado por añadidura, acostumbrado a los modos y usanzas de la sociedad europea de su tiempo, los contrastes observados debieron parecerle excesivos.


 Empero, rescata a las chinas de frontera con un inocultable matiz de admiración al reconocer en las sufridas mujeres a excelentes amazonas, capaces de cabalgar con la misma precisión y soltura que los hombres a los cuales seguían. Corajudas cuando las circunstancias lo demandaban, y además incapaces de quejarse ante situaciones límite que, en definitiva, eran una constante en la peligrosa y ajetreada vida de la frontera. Situaciones, por otra parte, sólo alternadas con períodos de relativa calma y chatura, matizados con una que otra carrera cuadrera, la pulpería o la inevitable partida de naipes para los hombres, y para ellas el refugio del ranchito precario, donde sus horas se deslizaban morosas con el mate yendo de mano en mano como tibio mensaje, mientras los más chicos metían bulla inventándose juegos toscos, rodeados de un paisaje enteco.


 La frágil seguridad de la que apenas disfrutaban, en hartas ocasiones se quebraba, cuando los indios llegaban como imparables ráfagas de furia hasta los asentamientos y, si tenían éxito en sus aullantes algaradas, no sólo se alzaban con el ganado y las pocas pertenencias que atesoraban en sus ranchos, sino con ellas mismas.


 La existencia de las cautivas en las tolderías era durísima, salvo raras excepciones. No faltaron ocasiones en las que fueron redimidas de su cautiverio y se negaron a retornar a su anterior existencia, avergonzadas por la forzada unión con algún indio, o por los hijos que debían abandonar en las tolderías.


 En definitiva, las mujeres de la llanura, fortineras o parte de asentamientos más formales, fueron las anónimas pioneras de una enorme empresa, la de consolidar territorios y poblarlos en el dilatado sur pampeano.