Bahía Blanca | Miércoles, 01 de mayo

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De Sarajevo a la guerra

Junio de 1914. Buena parte de la humanidad queda en el umbral de la primera gran contienda. Han asesinado al heredero del trono del imperio austro-húngaro y pronto se escucharán los cañones.
De Sarajevo a la guerra. Domingo. La Nueva. Bahía Blanca

Sarajevo fue el disparador. Si nadie hubiese reparado en el heredero del trono austro-húngaro o el complot de la “Mano Negra” hubiera fracasado, en agosto de 1914 los cañones y los fusiles no habrían tronado, las trincheras no habrían sido cavadas y las movilizaciones de tropas habrían conservado la condición de partes fundamentales de los distintos planes estratégicos tejidos por los estados mayores de la época. Nada más. Sin embargo, Francisco Fernando fue muerto y eso gatilló primero una crisis y recién después una contienda que, hasta ese instante, era tan posible como poco probable. El domingo 28 de junio en que el heredero del trono imperial austro-húngaro –a la sazón inspector general de las fuerzas armadas de la corona bicéfala- recorrió esa ciudad en el marco de unas maniobras militares que dos cuerpos de ejército acababan de desarrollar alrededor de la zona montañosa de Tarcin, a pocos kilómetros de la capital de la provincia de Bosnia-Herzegovina, hubo un punto de inflexión en los Balcanes merced al desafío hecho por el ultra nacionalismo serbio a Viena. Lo cual no significa que la guerra resultase inevitable. Lo fue en virtud de una serie de errores de cálculo posteriores.

La planificación forjada a instancias del mencionado grupo terrorista resultó de una chapucería inconcebible y solo tuvo éxito de casualidad, producto de la laxitud de las medidas de seguridad adoptadas por los austríacos, y a su desatención del lugar y de la fecha elegidos para la visita real. Era el día patrio de los serbios que conmemoraban la batalla, librada en Kosovo, hacia finales del siglo XIV. Dos cosas sucedieron entonces: sus tropas fueron deshechas por el ejército turco y, al mismo tiempo, uno de los caballeros del reino, Milos Obilic, ultimó al sultán Murad I. La derrota –por curioso que parezca- quedó transformada en un hito emblemático de la nacionalidad, de donde no se requería demasiada ciencia para sospechar que el viaje del archiduque podía parecer –aun cuando no fue ese su propósito- una provocación.

Cuatro años antes había visitado Sarajevo el emperador y, en semejante ocasión, dos filas de soldados, apostadas a lo largo de la ruta, custodiaron la ruta que Francisco José siguió sin problemas. En 1914, el jefe de policía de la localidad, Edmundo Gerde, solo contaba con 120 agentes y seis detectives para cubrir un trayecto de casi cuatro millas. A sabiendas de que la cantidad de efectivos a su cargo era irrisoria, le pidió al gobernador militar de Bosnia-Herzegovina, general Oskar Potiorek, el envío de más soldados para acordonar la ruta. El jefe castrense le contestó que no podía satisfacer sus deseos en razón de que, luego de las maniobras realizadas, sus uniformes estaban sucios. Esto sin contar la inconcebible decisión del alcalde de la ciudad, en contra de la demanda de Gerde, de hacer público cinco días antes de la visita, a nivel de detalle, el derrotero del ilustre visitante.

Siete miembros de la Mano Negra se apostaron en diferentes lugares del trayecto a los efectos de consumar su propósito. Habían sido escogidos por los jefes de esa organización y entrenados de manera rudimentaria. Llevaban consigo cuatro pistolas Browning y seis bombas no demasiado sofisticadas, provistas por el arsenal del Estado serbio, sito en Kragujevac. No eran ni eximios tiradores ni tampoco expertos en el manejo de explosivos. El asesinato, tal cual había sido pensado, fracasó en primera instancia y solo prosperó más tarde en razón de tres hechos absolutamente casuales: el orgullo del archiduque que pudo más que su cordura –de lo contrario, después de fallar una vez los conspiradores, se hubiera marchado de regreso a Viena–; la equivocación del chofer que no debió haber tomado esa ruta ni detenerse, dándole así al terrorista la posibilidad que, de otra forma, no hubiera tenido, y la ubicación de Gavrilo Princip que quedó a tiro del convertible Gräf & Stift, en el cual se movilizaban Francisco Fernando y Sofía, su mujer.

El asesinato –por la capitis diminutio inflingida a Viena– abrió las puertas a fuerzas que se habían mirado de reojo sin que, hasta entonces, ninguno de los antagonistas pensara seriamente en dirimir supremacías en el Campo de Marte. Coexistían, en un equilibrio de enemistades, cinco grandes potencias –Inglaterra, Alemania, Rusia, Francia y Austria-Hungría- que no se llamaban a engaño acerca de cuáles eran sus intereses vitales, sus rivales, sus enemigos declarados y los desafíos que tenían por delante. Hubiera sido suicida que, en atención a lo expresado, no se preparan para la eventualidad de una contienda que no estaba a la vuelta de la esquina aunque podía dispararse al margen de su voluntad.

De aquí que el Viejo Continente quedara cruzado por un complejo sistema de alianzas con cláusulas gatillo que incluía –excepción hecha de la Gran Bretaña- a los cuatro poderes restantes. Como complemento, todos tenían definidos sus respectivos planes de movilización militar, cuya trascendencia –tal cual quedó demostrado en julio-agosto de 1914- venía dado no solo por los tiempos necesarios de los ejércitos propios para ponerse en marcha, sino también por la presunción de cuánto tardarían los enemigos en hacer otro tanto.

De las distintas hipótesis de conflicto dando vueltas entre las monarquías y repúblicas de la época, solo una resultaba explosiva. Los Balcanes representaban el eslabón más débil de la cadena de seguridad europea por dos razones: Rusia y Austria-Hungría arrastraban posiciones irreconciliables en la cuenca del Danubio desde principios de siglo. Como si fuera poco, el odio existente entre Belgrado y Viena –respaldados por el zarismo y Alemania, respectivamente- convertían a la región en un polvorín.

Conocida la noticia del magnicidio, el imperio con capital en Viena debió obrar de tal manera que su status en la geopolítica balcánica no sufriera un revés intolerable. Si por temor a la guerra retrocedía y aceptaba las excusas de Belgrado, perdería el prestigio y el poder que a esa altura no le sobraban. Por eso, antes de plantarse, necesitaba estar seguro del respaldo alemán.

La respuesta de Berlín colmó sus expectativas. Le otorgó, inicialmente al menos, un cheque en blanco. El Kaiser recomendó celeridad. Cuanto antes, mejor –fue su respuesta- en la creencia de que Rusia no intervendría. Lo que ignoraba era que Viena no podía actuar de inmediato. Por de pronto, todas las unidades del ejército habían sido licenciadas hasta el 25 de julio. Además, el presidente húngaro, Tisza, en la reunión de consejo de ministros del Imperio, el 7 de julio, se había opuesto a cualquier amago militar. Conclusión, el efecto sorpresa dejó de ser una alternativa válida.

No se crea, con todo, que la postura alemana se mantuvo inalterable en el transcurso de la crisis. Hacia fines de ese mes, el Kaiser cambió de idea y, en cuestión de horas, Berlín pasó de ser el único impulsor con capacidad de darles aire a los halcones austrohúngaros a asumir el papel de honesto componedor de una salida diplomática que no prosperó en virtud de la tozudez vienesa –decidida a escalar- y de la estrategia belicista rusa.

El 24 de julio a la mañana, el primer ministro de Nicolás II, Sergei Sazonov, ordenó tener listo un plan de movilización parcial del ejército, para discutirlo en el cónclave ministerial de la tarde. Lo significativo -por llamarlo de alguna manera- es que Rusia carecía de semejante plan y Sazonov no desconocía el dato. Era impracticable a menos que resultara una excusa del canciller y del jefe militar de mayor jerarquía en las filas zaristas, a los fines de amenazar también a Alemania. El plan ruso, una vez puesto en marcha, requería la movilización simultánea contra los dos imperios centrales. Pero Sazonov hizo algo más. Le dio instrucciones al ministro de finanzas de repatriar los fondos rusos depositados en bancos alemanes y dispuso el apronte de las flotas del Báltico y el Mar Negro y del distrito de Odessa, ninguno de los cuales lindaba ni con Austria-Hungría ni con Serbia. Que se haya tratado de alivianar la medida con arreglo a la formalidad de llamarla "Período preparatorio para la guerra" no cambiaba las cosas.

Hubiera sido extraño que Alemania contemplara los acontecimientos como un espectador no comprometido. Así y todo, los ejércitos comandadas por Moltke recién comenzaron su propia marcha cinco días después de los rusos, y no en razón de la declaración de estos, de que habían movilizado parcialmente en contra de Austria, sino por el peligro que entrañaba, para su seguridad nacional, darle a uno de sus principales enemigos la ventaja de mover sus fichas, a vista y paciencia de Europa, mientras los soldados del Kaiser permanecían en cuarteles de invierno.

En un contexto geopolítico y estratégico de semejante naturaleza movilizarse suponía la guerra. La decisión austro-húngara de declarar abiertas las hostilidades contra Serbia, el 28 de julio, puso a Europa frente al hecho consumado de una contienda localizada –aun cuando los cañones todavía no tronaran-. No obstante, fue la medida tomada por los rusos, un día después, la que dejó al viejo continente al borde de la catástrofe que terminaría costando millones de muertos. La noche decisiva, en ese sentido, resultó la del 29 en oportunidad en que Nicolás II, cediendo a la opinión de sus principales colaboradores civiles y jefes militares, firmó la orden de la movilización general. Ninguno de los nombrados podía hacerse el desentendido en cuanto a las consecuencias que traería aparejadas. Antes del 29 todavía hubiera resultado posible, más allá de las diferencias entre las partes, circunscribir la crisis a su inicial dimensión balcánica. El día 30 habría sido una ingenuidad siquiera pensarlo.

Vicente Massot